22/4/08

Fiebre de guerra



J. G. Ballard.
Fiebre de guerra.
Traducción de
Javier Fernández y David Cruz.
Contemporáneos Berenice. Córdoba, 2008.


Casi a la vez que James Graham Ballard (1930) publica su autobiografía, la editorial Berenice ofrece la primera traducción al español de Fiebre de guerra, un libro de relatos del autor británico que está considerado como uno de los más renovadores e interesantes escritores de literatura fantástica.

Ha sido elogiado por Ray Bradbury, Susan Sontag o Martin Amis y cuenta con muchos lectores también en España, en donde se han editado traducciones de la mayor parte de su obra. Dos de sus mejores novelas (El imperio del sol y Crash) han sido adaptadas al cine con éxito y polémica.

La suya es una narrativa desolada y perturbadora, una exploración por el terreno de lo desconocido y lo inquietante que ha renovado el género de la ciencia ficción y le ha dado un sesgo crítico y testimonial. Profeta de las catástrofes ecológicas derivadas del calentamiento global, su mirada ácida se ha dirigido a revelar los peligros de la civilización con excelente prosa y relatos muy bien armados, naturalezas muertas creadas por un equipo de demolición, según las define el propio Ballard.

No es una casualidad ni un dato trivial que su vocación literaria surgiera en una sala de disección de cadáveres. Allí se moldeó su imaginación y se educó su mirada:

Sin duda, toda mi ficción es una disección de una grave patología que presencié en Shanghai y más tarde en el mundo de posguerra: desde la amenaza de la guerra nuclear hasta el asesinato del presidente Kennedy, desde la muerte de mi esposa hasta la violencia que subyace a la cultura del entretenimiento de las últimas dos décadas del siglo XX.

En la ciencia ficción halló un tipo de narrativa sobre el presente, y con frecuencia tan ambigua y elíptica como Kafka. Reconocía un mundo dominado por la publicidad y el consumo, de un gobierno democrático que mutaba en uno de relaciones públicas Este era un mundo de autos, oficinas, autopistas, aerolíneas y supermercados donde en realidad vivíamos, pero que estaba completamente ausente de casi toda la ficción seria Ningún personaje de las novelas de Virginia Woolf le cargaba nafta al auto. Nadie en las novelas de Sartre o Thomas Mann pagaba por un corte de pelo. Nadie en las novelas de posguerra de Hemingway se preocupaba por los efectos de una exposición prolongada a la amenaza de la guerra nuclear.

Una declaración como esa da las claves de las narraciones de J. G. Ballard, que van más allá de la pura corteza de lo fantástico y de sus límites para profundizar en las claves de la crueldad y en la crítica de las atrocidades del mundo:

Quería interiorizar la ciencia ficción, buscar la patología que yacía bajo la sociedad de consumo, el paisaje de la televisión y la carrera por las armas nucleares, un vasto y virgen continente de posibilidades ficcionales. O eso pensaba, mirando el silencioso campo de vuelo con sus pistas vacías que se extendían hacia una blanca inmensidad nevada.

Fiebre de guerra, el último libro de cuentos de Ballard, que permanecía inédito en español, es un conjunto espléndido de textos que se mueven entre la crítica social y la ficción, entre el Beirut bélico y caótico del relato que da título al libro y la historia secreta de la Tercera Guerra Mundial, que dura sólo cuatro minutos y pasa desapercibida.

Son sólo dos ejemplos. A lo largo del libro la variedad de estilos, de técnicas y de enfoques es una constante e intensa lección de narrativa que culmina en el último texto, El índice, un relato prodigioso que arma una historia exclusivamente con los datos de un índice imaginario. Ese índice es el único resto de la supuesta autobiografía inédita de Henry Rhodes Hamilton, un personaje fundamental en la historia del siglo XX cuya figura ha desaparecido sin dejar más huella que el índice onomástico y analítico.

El de ese relato es un ejercicio de virtuosismo técnico que está al alcance sólo de unos pocos privilegiados como Ballard. Un texto como El índice bastaría para reconocer en él la mano de uno de los escritores más importantes de la literatura inglesa contemporánea.

Sus adictos están de enhorabuena y los que no lo conozcan tienen en este libro una puerta de entrada a un altísimo edificio literario, lleno de imaginación y de talento.

La traducción que han preparado Javier Fernández y David Cruz está a la altura de las circunstancias y hace justicia a la excelente prosa del original.

Santos Domínguez