Paul Valéry,
La joven parca.
Traducción e introducción de
Antonio Martínez Sarrión
Linteo Poesía. Orense, 2015.
¿Quién llora ahí, sino el viento más simple, en esta aislada hora
con diamantes extremos?… ¿Y quién gime
tan cerca de mí misma y a punto de llorar?
Así comienza, en la espléndida traducción de Antonio Martínez Sarrión, La joven parca, una obra central en la poesía de Paul Valéry, que acaba de aparecer en edición bilingüe en Linteo Poesía.
Valéry la escribió después de una larga travesía del desierto en forma de silencio poético prolongado a lo largo de dos décadas. La publicó, tras cien borradores previos, en 1917, diez años antes de esa otra cima que es El cementerio marino, un texto complementario de La joven parca, aunque menos hermético que este, como señala en su introducción Antonio Martínez Sarrión, que recuerda en ella la concepción de la poesía de Valéry como arte de la sugerencia, como "una concentrada armonía de palabras e imágenes /…/ donde importaba más el juego mágico de ritmo, rimas y aliteraciones que sus contenidos intelectuales.”
Con sus quinientos versos que reflejan los cambios de conciencia de una persona a lo largo de una noche, La joven parca es uno de los poemas más herméticos de la poesía francesa. Nocturna y femenina, frente al carácter solar y masculino del Cementerio marino, es, con su vertiginosa sucesión de sueños y metamorfosis, un diamante oscuro y huidizo en alejandrinos franceses cuyo título se inspira en la escultura de una muchacha que se conserva en el British Museum.
Como a Eurídice, a esa joven parca la muerde una serpiente. Es la serpiente de la inteligencia, igual de venenosa. Pero tras esa larga noche de pesadillas, frente a la inteligencia sola y al instinto solo, al amanecer se impone en la protagonista la armonía que conjuga lo racional y lo instintivo, lo sensible y lo intelectual:
¡oh gloria del nacer!, potente y dulce,
fuego hacia el que una virgen de nuevo se incorpora
bajo la especie áurea de un pecho conmovido.
Misteriosa y perturbadora, La joven parca es una obra central en la trayectoria poética de Valéry, una joya que Martínez Sarrión sitúa al nivel de los Cuatro cuartetos de Eliot o de las Elegías de Duino, de Rilke, con las que comparte una misma vocación interrogativa y visionaria.
Santos Domínguez