Francisco Casavella.
El día del Watusi.
Anagrama. Barcelona, 2023.
Cuando se cumplen veinte años de su aparición,
Anagrama reedita la edición definitiva de
El día del Watusi, de Francisco Casavella (Barcelona, 1963-2008).
La abren dos prólogos: “‘Corriendo tras el Watusi veloz. Meditaciones de un escritor a la sombra de Casavella, o un prefacio-aplauso”, de Kiko Amat, que califica a Casavella como “uno de los inalcanzables”, y “Watusi 2016”, de Carlos Zanón, que recuerda que “el 15 de agosto de 1971, es decir, el día que murió el Watusi, se hizo eterno para Fernando Atienza por fundacional del mismo modo que el momento en que por primera vez leímos a Casavella lo fue para nosotros […], porque sólo el mito perdura, sólo el mito nos proyecta más allá de la mirada al suelo, a la basura, nos endereza y nos hipnotiza con el Día de Mañana, nos hace percutores de la bala loca a los que no contamos en la Historia con mayúscula.”
El 15 de agosto de 1971 es el día más importante de mi vida. El día del Watusi. El arco que se tiende sobre la madrugada en que Pepito y yo, resguardados de la lluvia por un plástico azul, pescamos sobre un dique derrumbado, y acaba sin gloria el amanecer también lluvioso del día siguiente. Los sucesos nos han devuelto al mismo lugar. Allá abajo, sólo un vaivén entre dos aguas, se mece un cuerpo con cadencia eterna.
El 15 de agosto de 1971. Ese es el día del Watusi. Celebrado por algunos de sus lectores al nivel de un Bloomsday joyceano, es el día en que suceden los hechos narrados en ‘Los juegos feroces’, la primera de las tres partes de la novela, hechos que recorren la obra entera y que se aclararán en las páginas finales de la tercera parte, ‘El idioma imposible’.
El narrador-protagonista, Fernando Atienza, un trepa charnego, y su amigo Pepito el Yeyé inician ese día un viaje iniciático por la ciudad para avisar del peligro que corre al Watusi, un macarra de barrio que debe su apodo a una canción del cubano Ray Barretto:
Con mi débil francés, pude descifrar el texto redactado por un sabio en la carpeta de cartón: «Aquel que haya visto West Side Story sabe que en el East Harlem (Spanish Harlem) y sus calles calientes, en “El Barrio”, palpita un corazón de sístole cubana y diástole puertorriqueña. Un gueto salvaje, triste y alegre, de colores chillones, guirnaldas que envuelven retratos de estrellas del cine y de la canción latinas, vírgenes y santos. Allí, la segunda generación de emigrantes de las dos islas y de algún otro punto del Caribe, mezcla los sonidos tradicionales de la guaracha, el son montuno y el cha-cha-chá con la moda de los bailes sueltos, el jazz, el soul y el rock & roll. Ray Barretto, formado en la orquesta de Tito Puente, consigue un gran éxito en el año sesenta y uno con el tema “El Watusi”, que aquí les presentamos, e impone en Estados Unidos un nuevo ritmo… ¡el Boogaloo! Disfrútenlo». Jacques Tutupá.
Recapitulé, mientras escuchaba la canción por décima vez. Un gran éxito en Estados Unidos. Un marino negro, un nativo del dichoso Spanish Harlem, supuse, le enseña la canción a un muchacho en el puerto de Barcelona. El muchacho entusiasmado no deja de cantar y de bailar esa canción. Unos amigos y compañeros de farra y delincuencia que dan en llamar Watusi al chaval. El Watusi se convierte en asesino. Todos dicen que es listo, guapo, feroz, que piensa y dice cosas extrañas. Yo que, envuelto en una ceremoniosa intensidad, me lo creo. Todo lo que concierne a ese fragmento de música se convierte de algún modo en lo que dota a mi vida de un sentido completo, la posible bisagra entre la maravilla y los accidentes de la realidad. Pero la canción no se refiere a nada de todo eso; ni de lo que me habían dicho, ni de lo que había alcanzado a imaginar.
¿Cómo resumir la canción? No la transcribiré. El verdadero gancho es el ritmo contagioso, la alegría musical. Pero eso ya lo conocía. Lo inquietante, por ridículo, era el contenido, las frases que yo había estado buscando durante tantos años esperando un complemento, palabras para algo que sentía. Organizando la información que se nos brinda, diré que el Watusi, el de la canción, es un mulato que mide «siete pies» y pesa «ciento sesenta y nueve libras». Es un matón y muy tonto. Una especie de Superman, el de mi barrio. Durante toda la canción, el narrador pretende que no le tengamos miedo al Watusi, porque mucho tipo y mucho cuento, pero se encoge a la que uno le planta cara. Ése, desde luego, no era mi Watusi. Eso no era nada. ¿Cómo era posible que alguien como el Watusi barcelonés, muy superior al Watusi de la canción, se hiciera llamar así? Las W, las frases, la locura del baile, el conocimiento…
El cadáver que aparece flotando ese 15 de agosto en el puerto de Barcelona, descalzo y sin pantalones, podría ser el del Watusi, a quien le atribuían la violación y el asesinato de una joven, y a cuya sombra se mueve una tropa marginal de matones de suburbio (el Topoyiyo, el Soplagaitas, el Emiliano, el Supermán, el Rasputín, el Galleta…).
Porque el Watusi es una sombra huidiza y desde ese día hasta el agosto de 1995 el lector asiste al caos alucinante de la ciudad, a la desmesura de la realidad y las drogas, al disparatado asalto al Banco Central, a la realidad más turbia y escandalosa de la transición, que es el centro de la segunda parte, ‘Viento y joyas’, y al ascenso social transitorio de Atienza, un personaje de la antigua estirpe de Lázaro de Tormes, desde las chabolas de Montjuich hasta los palacetes de Pedralbes y el mundo de la banca y la política que se relata en la tercera parte de la novela, ‘El idioma imposible’.
Con la distancia de la ironía y el sarcasmo, o con un humor desbordante y desengañado, con la calidad de su prosa, Casavella aborda con mirada crítica una ciudad -una Barcelona esperpéntica- y una época -la transición en la Cataluña corrupta del 3%- que no se pueden entender en profundidad sin leer esta obra imprescindible, en la que aparecen párrafos como este:
Han convencido a los ciudadanos con su auténtica mediocridad después de años de burlarles con abracadabras. Y digo ciudadanos por decir algo... Porque hoy en día , quienes cuentan a efectos electorales, los jefes, son los rústicos de los pueblos de diez mil habitantes. Y los que se aprovechan de la denuncia indiscriminada de la situación, los agoreros de turno que ven con malos ojos la corrupción, pero no que esa misma corrupción, adornada con errores e invenciones, se transforme en ventas de libritos, caché en las tertulias radiofónicas y en favores que más tarde se habrán de pagar. Dicen lo que cualquier consumidor de chatos de vino quiere oír con el resultado de una desmoralización, de la pérdida de confianza en el sistema. Como si estuvieran fusilando a la gente en las tapias de las iglesias. Como si no fuera hasta cierto punto saludable que alguien meta mano en la caja alguna vez en tiempos de prosperidad general.
Con la voz interpuesta del arribista Atienza, El día del Watusi desmenuza una realidad social compleja, descarnada y contradictoria y radiografía las identidades problemáticas de los personajes que la construyen y la destruyen en el juego de la verdad y la ficción, de la memoria y la invención:
O a lo mejor no me acuerdo, sino que me lo estoy inventando ahora. Porque uno a veces parece que se acuerde de las cosas, pero se las está inventando. […] Ahora mismo que lo estoy contando, hasta yo pienso que no me pasó y que me lo invento. Y eso hace que sea como más que acordarse de algo, porque no me pasa por la cabeza como una película, sino que forma parte de mí, como esta mano, o este brazo. Y a veces me siento como envuelto en una capa de luz que sólo me pertenece a mí. Que sé algo que los demás no saben. No es que me chulee, es que me pasa. Y no puedo dejar de bailar. Es como si un imán jugara conmigo. Un imán que yo pienso que lo debe aguantar una mano invisible. Y ese baile que bailo me hace sentir como si estuviera solo en el mundo.
El día del Watusi es un prodigioso artefacto narrativo en el que Atienza, un Lazarillo contemporáneo, relata el caso muy por extenso en el Informe Confidencial sobre José Felipe Neyra que articula la novela, una construcción sometida al movimiento continuo de su ritmo vertiginoso y de las tramas superpuestas que se entrelazan en su desarrollo.
Un desarrollo narrativo caleidoscópico que remite a la referencia constante de aquel tormentoso 15 de agosto y a la figura mítica del Watusi, asesino y bailarín, un personaje legendario y fascinante que para los lectores de la novela ha traspasado los límites de la ficción, como explica Carlos Zanón en su prólogo: “El Watusi gana su guerra a la realidad, pues se sustenta social e individualmente en lo imaginado, en la verdad de las mentiras.”
Han pasado veinte años desde aquella primera edición de El día del Watusi en tres tomos publicados entre 2002 y 2003. La W se ha convertido en estas dos décadas en un guiño y en un icono para iniciados. Y parece que fue ayer cuando el lector se asomó por primera vez a estas líneas:
me puse a rememorar fríamente lo que recordaba del día del Watusi: el cadáver de Julia ante la mirada fría de Emiliano, el baile de Pepito el Yeyé frente a dos policías comprados, el miedo del Superman, la banda del Soplagaitas, el relato del Topoyiyo, el muelle barrido por la lluvia, y otra vez la lluvia, las putas y la lluvia, la Francesa y la lluvia, el arreglo y la lluvia, el sonido del misterioso baile entre las chabolas, la otra cara del ritmo, la W entre las sombras, los gritos en la noche, mi madre y la lluvia. La lluvia. Dos chavales aplastados por la Historia en un basurero de ficciones. Un muerto flotando entre dos aguas. Y otra vez la lluvia.
Porque veinte años no es nada para una novela monumental, para un clásico contemporáneo que no envejece, para “un libro tan GRANDE en intención y ambición y resultados que es para dejarlo (lo de escribir; no lo de leer)” -escribe Kiko Amat-, para una obra de culto que tiene en este espléndido volumen su edición definitiva.
La cierra un epílogo (“Todos los redobles entran con el Watusi”) en el que Miqui Otero evoca el funeral de Casavella para afirmar “que miraba en los márgenes habitados tanto por los políticos de poltrona como por los jóvenes de portales” y concluye que “los buenos libros son como esa radio que viaja por diferentes países pero que sabe hablar la lengua del país del destino. Por eso es tan crucial la reedición que sostiene el lector como la renovación de ese Lector al que va dirigido El día del Watusi. Ese lector que vibra y se enciende y se teme lo peor (lo de siempre) y, a pesar de ello, lo pasa la mar de bien (como nunca).”
Por ejemplo cuando vuelve a leer esa inolvidable pintura en la pared:
BATUSI TETAN BUCANDO
Y a su lado, con goterones de pintura reciente, dos W enormes. Una negra y otra roja. La famosa W.
Santos Domínguez