19 septiembre 2025

Ramiro Gairín. Carreteras que brillan en el bosque

  


Ramiro Gairín.
Carreteras que brillan en el bosque.
Reino de Cordelia. Madrid, 2024.


Y nunca será tan tuyo un espacio,
una fuerza, una estela, la sombra 
de un álamo de tiempo.

Ni pertenecerás tanto a un hogar.

Como en esos versos, intimidad familiar y paisaje natural conviven en Carreteras que brillan en el bosque, un espléndido libro, a la vez potente y delicado, con el que Ramiro Gairín obtuvo en 2024 el Premio de Poesía Ciudad de Salamanca.

Organizado en dos partes -Merecer los topónimos y Lograr el fuego- cuyos títulos también evocan un lugar de encuentro de lo personal y lo natural, del microcosmos y el macrocosmos, lo abre el poema Todo al cuerpo, que marca territorio poético con estos versos:

El niño solo en brazos halla el aire, 
la madre está a menudo muy cansada, 
el padre se tropieza con frecuencia.

Alrededor, las cumbres
no pueden prestar siempre su atención; 
a veces la ciudad
solo tiene fatigas
para sus hijos pródigos.

Levantar una familia
no es ninguna figura literaria.

Es un trabajo físico
que solo puede hacerse con las manos, 
con los pies en la tierra,
ofreciéndose al cuerpo.

Desde la cita inicial, la iluminadora presencia de la poeta Luise Glück se convierte en constante faro de referencia de estas Carreteras que brillan en el bosque. La conjunción de presente y pasado, de memoria y celebración, de comunicación entre el mundo exterior y el interior, de paisaje y  biografía, de la naturaleza con la historia personal son algunas de las líneas continuas presentes en estas brillantes carreteras de Ramiro Gairín.

Líneas convergentes en las que ha quedado también la huella benefactora de Claudio Rodríguez para trazar un mapa de afinidades temáticas y tonales, para matizar la mirada y la dicción de un poeta que no oculta su ascendencia, porque esa genealogía no le quita nada a su voz personal. 

Los versos iniciales de Alta demanda confirman lo que digo:

Quizá no haya un momento más sagrado, 
en el que más encima se nos eche
la mirada de un dios, exista o no;
quizá no haya ocasión mejor
para disolverse en acción, sentir 
que la tarea y uno son lo mismo; 
quizá nunca se dé una comunión 
mayor con lo creado, con lo extinto, 
con lo que ha de venir,
con el hilo que a todo nos conecta

Poesía de la mirada y de la meditación vitalista, de la contemplación y el aprendizaje del asombro ante una realidad que otorga sus revelaciones, por estas Carreteras que brillan en el bosque discurren los pájaros y el viento, la paternidad y el árbol, los otoños y los límites del lenguaje, el jabalí mojado y el centro del bosque, el tiempo y los cerezos, transcurren las noches de verano y la hora violeta en un ecosistema poético y vital que respira en todo el libro, donde se refleja “la extraña vibración de la vida / que es vida porque sí.”

Santos Domínguez 

17 septiembre 2025

Samuel Johnson. Sobre Shakespeare

 
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Samuel Johnson.
Sobre Shakespeare.
Traducción de Juan Antonio Montiel.
Taurus Great Ideas. Barcelona, 2025.


En cuanto a erudición, intelecto y personalidad Samuel Johnson me sigue pareciendo el primero entre los críticos literarios occidentales -escribía Harold Bloom en su monumental Shakespeare. La invención de lo humano-. Sus escritos sobre Shakespeare tienen necesariamente un valor único: el más destacado de los intérpretes comentando al más grande de todos los autores no puede dejar de ser de una utilidad e interés permanentes. Para Johnson, la esencia de la poesía era la invención, y sólo Homero podía rivalizar con Shakespeare en originalidad. La invención, en el sentido de Johnson y en el nuestro, es un proceso de hallazgo, o de averiguación. A Shakespeare le debemos todo, dice Johnson, y quiere decir que Shakespeare nos ha enseñado a entender la naturaleza humana.

Esas palabras podrían ser un inmejorable prefacio al Prefacio a Shakespeare que Samuel Johnson puso en 1765 al frente de la edición en ocho volúmenes de las obras completas del poeta de Stratford. 

Esa luminosa introducción a Shakespeare, no sólo vigente, sino también imprescindible, escrita por una de las inteligencias más cultas y preclaras de la Ilustración, es uno de los textos canónicos de la historia de la crítica literaria y lo recupera Taurus en su colección Greats Ideas con el título Sobre Shakespeare y con traducción de Juan Antonio Montiel.

Un prefacio que reivindica a su vez la vigencia de Shakespeare y su legado inmortal, resultado de su capacidad para reflejar la realidad de la condición humana y para hacer de sus obras un espejo de la vida misma:

 “No es fácil imaginar -escribe Johnson- hasta qué punto Shakespeare consigue reflejar la realidad, salvo cuando se le compara con otros autores. De las antiguas escuelas de declamación se ha dicho que quien con más empeño las frecuentaba peor preparado estaba para el mundo, pues no encontraba en ellas nada con lo que pudiera toparse después en otro sitio. Lo mismo puede afirmarse del teatro…, excepto en el caso de Shakespeare. Bajo las directrices de cualquier otro dramaturgo, el teatro está poblado de personajes improbables que dialogan en un lenguaje que nadie ha oído hablar jamás sobre cuestiones ajenas al comercio cotidiano del mundo. Los diálogos de nuestro autor, en cambio, se vinculan tan íntimamente con la situación que los origina y avanzan con tal fluidez y sencillez que, más que reclamar el mérito de la ficción, parecen haberse extraído con diligencia de conversaciones comunes y situaciones ordinarias.
[…]
Otros dramaturgos solo consiguen llamar la atención echando mano de personajes hiperbólicos o exagerados, de una bondad o una maldad fabulosas y nunca vistas, igual que los autores de los libros de caballerías cautivaban a sus lectores con gigantes y enanos. Quien espere aprender algo sobre los asuntos humanos en tales obras o en tales libros se verá decepcionado. En Shakespeare no hay héroes: sus obras están pobladas exclusivamente por hombres que hablan y proceden de la misma manera que el lector imagina que lo haría en una situación similar; incluso cuando los acontecimientos son sobrenaturales, el diálogo se mantiene fiel a la vida real. Otros escritores adornan las pasiones más ordinarias y los hechos más comunes hasta tal punto que quien los contempla en el libro no puede reconocerlos en el mundo; Shakespeare aproxima lo remoto y vuelve familiar lo extraordinario: lo que describe tal vez no suceda jamás, pero, si fuera el caso, sus consecuencias serían muy probablemente las que él apunta. Es lícito decir que no solo ha mostrado la naturaleza humana tal como se revela ante las exigencias de la vida real, sino que nos ha enseñado cómo respondería el ser humano ante dilemas frente a los que no se encontrará jamás.
Este es, pues, el mejor elogio que puede hacerse a Shakespeare: que su teatro es un espejo de la vida misma, que aquel que haya confundido su imaginación persiguiendo los fantasmas que otros escritores han puesto delante de sus ojos puede curarse de sus delirantes éxtasis leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano; escenas con las que un ermitaño podría conocer los avatares del mundo y un confesor predecir el desarrollo de las pasiones.
Su fidelidad a la naturaleza lo ha expuesto a la reprobación de los críticos, que a menudo juzgan con miras más estrechas.”

Salvando las distancias, esa voluntad de representar la realidad en las tablas del escenario coincide con lo que significa en el teatro español la obra dramática de su coetáneo Lope de Vega, con quien coincide también en una propuesta técnica que rompía con la preceptiva aristotélica, con la teoría clásica de los géneros y la distinción normativa entre tragedias y comedias.

Ni en el genio isabelino ni en el español se trataba de cuestionar esa preceptiva ni de romper esa norma de las tres unidades por capricho ni por mera voluntad anticlásica. La ruptura de separaciones férreas entre lo trágico y lo cómico es en los dos dramaturgos la consecuencia inevitable de la voluntad de reflejar en el teatro la realidad de la vida. A propósito de Shakespeare, escribía Samuel Johnson:

Desde un punto de vista crítico, las obras de Shakespeare no son, en rigor, ni tragedias ni comedias, sino composiciones de otro tipo, en tanto muestran la realidad misma de la naturaleza sublunar, la cual participa del bien y del mal, de la felicidad y de la tristeza, mezcladas en una innumerable variedad de maneras y proporciones, y reflejan el transcurso del mundo, donde la desgracia de uno es la ganancia de otro, donde el juerguista se entrega a la bebida al mismo tiempo que el doliente entierra a su amigo; donde algunas veces la alegría vence a la maldad y donde muchas cosas buenas y malas se hacen o deshacen porque sí.
De este caos de propósitos mezclados y fatalidades, los antiguos poetas, de acuerdo con las leyes de la tradición, seleccionaban ya fuera los crímenes de los hombres, ya sus disparates, los momentos cruciales de la vida o los tropiezos que hacen reír, los terrores que acompañan a la angustia o la alegría que trae consigo la prosperidad. Así surgieron los dos tipos de imitación conocidos como tragedia y comedia, composiciones que persiguen fines distintos por medios contrarios y que, por tanto, se consideraban tan ajenas entre sí que no puedo recordar a ningún autor griego o latino que se atreviera con ambas.
Shakespeare no solo tiene la capacidad de mover tanto a la risa como al llanto, sino de hacerlo en una misma composición. En casi todas sus obras hay personajes serios y disparatados y, conforme progresa la trama, la gravedad y la pena se alternan con la ligereza y la risa.
No hay duda de que se trata de una práctica contraria a las reglas, pero la crítica no puede perder de vista la naturaleza. La finalidad de la escritura es instruir; la de la poesía, instruir mediante el placer. El teatro en el que se mezclan la tragedia y la comedia es capaz de instruir tanto o más que la comedia o la tragedia por sí solas porque incluye y alterna ambas, y así se aproxima más a la vida real al mostrar cómo las grandes maquinaciones y los proyectos más insignificantes pueden alentarse u obstaculizarse unos a otros, y cómo lo bajo y lo alto se concatenan inevitablemente en el sistema general.

Y añade algunos párrafos después:

Pero, más allá de cualquier clasificación de la poesía dramática, el procedimiento de Shakespeare es el mismo siempre: una alternancia de circunspección y jovialidad que ablanda o excita nuestro ánimo. Y, sin importar si su propósito es alegrarnos, entristecernos u orientar la trama en determinada dirección sin vehemencia ni emoción alguna mediante diálogos llenos de soltura y familiaridad, jamás fracasa: de acuerdo con su voluntad, reímos, nos lamentamos o guardamos silencio expectantes, pero nunca permanecemos indiferentes.

A esa misma determinación de reflejar la vida en su variedad responde la inobservancia de las tres unidades dramáticas: tiempo, lugar y acción, que los académicos aristotélicos defendían como base de la verosimilitud y la credibilidad de las piezas teatrales.

Renunciando al dogmatismo academicista, escribe Johnson esta defensa de la transgresión de las normas en el teatro de Shakespeare. Una defensa que, como él mismo señala, es “producto no del dogmatismo, sino de la reflexión:

En cuanto a las unidades de tiempo y de lugar, nunca les ha prestado atención, aunque quizá una mirada más atenta a los principios en que estas se basan relativice su importancia y las despoje del respeto del que han sido objeto casi unánimemente desde los tiempos de Corneille al descubrir que han supuesto más problemas para los poetas que satisfacciones para el espectador.

En la revisión crítica de la obra de Shakespeare, Johnson explora las fuentes de las tramas a la luz de su formación cultural antes de abordar un análisis general en el que, junto con los elogios por sus muchas virtudes y aportaciones, no elude la detección de defectos, las concesiones al público y algunas muestras de apresuramiento, porque “Shakespeare nos abre una mina colmada de oro y diamantes, pero llena también de impurezas que la deslucen y de metales de escaso valor.”

Quizá, a excepción de Homero, no haya habido quien lo supere a la hora de conseguir el propósito fundamental de todo escritor: despertar en el lector una curiosidad incesante e insaciable y obligarlo así a seguir leyendo hasta el final.

Cierra el Prefacio un juicio crítico de las ediciones anteriores de las obras dramáticas de Shakespeare, en algunas de las cuales Johnson percibe “la negligencia e ineptitud de sus primeros editores, clandestinos o manifiestos. Sus errores son, en efecto, numerosos y muy graves.” 

Frente a esas ediciones descuidadas, como la de Rowe, Johnson elogia la edición de Pope, de la que reconoce que “he conservado todas sus notas para que no se perdiera ni un solo fragmento de un escritor tan extraordinario. Su prefacio, valioso tanto por la elegancia de la composición como por la exactitud de lo que allí se dice, contiene una crítica tan amplia que poco puede añadirse y tan exacta que apenas admite discusión.”

Ese elogio contrasta con la crítica negativa de editores posteriores como Theobald, “hombre de criterio estrecho y escasos conocimientos, carente tanto del intrínseco esplendor del genio como de la luz artificial del saber […], poco convincente e ignorante, mezquino y desleal, petulante y pretencioso, que ha preservado su reputación -si es el caso- solo por haber sido enemigo de Pope.”

Tampoco son de su entero gusto las ediciones de Hanmer, con correcciones en las que “se creyó autorizado a tomarse licencias impunemente” o la inmediata anterior de Warburton, con “unas notas que no debe de haber considerado entre sus ocupaciones importantes y que, supongo, una vez disipado el calor de la creación, no considerará ya entre sus efusiones más afortunadas.”

Pese a eso -reconoce Johnson- “de mis predecesores puedo afirmar honestamente lo que en su momento espero que se diga de mí: que todos han introducido mejoras en Shakespeare y me han provisto de ayuda y de información.”

Santos Domínguez 


 

15 septiembre 2025

David Grann. Los náufragos del Wager




 David Grann.
Los náufragos del Wager.
Historia de un naufragio, un motín y un asesinato
Traducción de Luis Murillo.
Random House. Barcelona, 2025.

El único testigo imparcial fue el sol. Durante días estuvo observando aquel extraño objeto que se bamboleaba en mitad del océano, sacudido sin piedad por el viento y las olas. En un par de ocasiones la embarcación estuvo a punto de estrellarse contra un arrecife, y aquí se habría acabado esta historia. Sin embargo -tanto si fue cosa del destino, tal como algunos proclamarían después, como si fue simple chiripa-, acabó recalando en una ensenada de la costa sudoriental del Brasil, donde fue visto por algunos habitantes.
Con sus más de quince metros de eslora por tres de manga, puede decirse que era una embarcación en toda regla, si bien parecía que la hubieran armado a base de retales de madera y de tela y luego machacado hasta dejarla irreconocible. Las velas estaban hechas jirones; la botavara, resquebrajada. El casco supuraba agua de mar y del interior emanaba un hedor insoportable. Los observadores, al acercarse más, oyeron sonidos inquietantes: a bordo se apretujaban treinta hombres, todos ellos prácticamente en los huesos. Sus prendas estaban casi desintegradas y sus rostros cubiertos de pelo, enmarañado y salobre como las algas.
Algunos estaban tan débiles que ni levantarse podían. Uno no tardó en exhalar su último suspiro. Pero un individuo que parecía estar al mando se puso en pie con un extraordinario esfuerzo de voluntad y proclamó que eran náufragos del HMS Wager, un buque de guerra británico.

 Así comienza el Prólogo de Los náufragos del Wager, una espléndida obra de David Grann que publica Random House con una excelente traducción de Luis Murillo.

La potencia descriptiva y el ágil ritmo narrativo de esos párrafos iniciales se mantienen constantes e incluso crecen a lo largo de una obra articulada en cinco partes y apoyada en un impresionante despliegue documental y en una exhaustiva labor de indagación y estudio de las fuentes primarias sobre el caso real de aquel controvertido naufragio y de sus protagonistas:

“Confieso -escribe Grann en la Nota preliminar- que yo no vi con mis propios ojos cómo chocaba el barco contra las rocas ni cómo la tripulación ataba y amordazaba al capitán. Tampoco fui testigo ocular de los engaños y los asesinatos. No obstante, he dedicado años a rastrear los pecios archivísticos: los cuadernos de bitácora arrojados por las olas, la mohosa correspondencia, los diarios veraces solo a medias, los documentos que han sobrevivido al consejo de guerra. Pero, más importante aún, he estudiado los relatos publicados por aquellos que estuvieron involucrados, personas que no solo fueron testigos de los acontecimientos sino que influyeron directamente en ellos. Intenté hacer acopio de todos los hechos a fin de determinar qué sucedió realmente.”

Y a partir de ese material Grann construye en Los náufragos del Wager una trama absorbente con la detallada descripción de una serie de acontecimientos violentos en los que confluyen la fuerza del mar y la del imperialismo británico. 

El 28 de enero de 1742 habían llegado a Brasil en un bote casi destrozado veintinueve supervivientes de los doscientos cincuenta que integraban la tripulación inicial del Wager, “el bastardo de la flota”, un barco mercante reconvertido en buque de guerra de baja categoría de la Marina real británica, que formaba parte de una escuadra de cinco navíos que, dirigida por el comodoro George Anson, había zarpado de Portsmouth en septiembre de 1740 en misión secreta de pura piratería y ataque anfibio contra un galeón español cargado de plata y monedas en el contexto de una guerra (la de la Oreja de Jenkins) entre dos potencias navales por el control del mar y el comercio:

Debía de ser todo un espectáculo. Los barcos de guerra se contaban entre las máquinas más sofisticadas creadas hasta la fecha: castillos de madera flotantes que surcaban los mares a fuerza de viento y velamen. En consonancia con la naturaleza dual de quienes los habían concebido, estaban pensados para ser instrumentos de muerte y, a la vez, hogar para cientos de marineros que vivían juntos como una familia. En una suerte de mortífera partida de ajedrez naval, estos barcos eran desplegados alrededor del globo para conseguir lo que sir Walter Raleigh imaginó en su día: «Aquel que domina los mares domina el comercio del mundo; aquel que domina el comercio del mundo domina también sus riquezas».

El Wager había quedado varado tras encallar cerca de una isla, frente a la costa oeste de la Patagonia chilena cuando perseguía al galeón español y los supervivientes, después de cinco meses en la isla, recorrieron durante tres meses y medio en el Speedwell, aquella lancha rescatada del naufragio, con un cúter de apoyo que acabaría hundiéndose, 4800 kms. entre el Pacífico y el Atlántico a través del Estrecho de Magallanes. Fue una travesía tan peligrosa como la que habían hecho en el viaje de ida en el peor momento del año por el vertiginoso Cabo de Hornos, con olas de casi 30 metros, tormentas interminables y vientos huracanados de más de 300 km/h, con icebergs, turbulencias, frío y tormentas. Un accidentado viaje de vuelta que emprendieron ochenta y una personas de las que sobrevivieron solo aquellos veintinueve que llegaron al puerto de Río Grande. Desde allí regresaron a Portsmouth el 1 de enero de 1743.

Seis meses después recaló en la costa de Chile otro navío aún más deteriorado, con una tripulación de sólo cuatro hombres, el capitán Cheap, el teniente Hamilton y los guardiamarinas Byron y Campbell. Este último se quedaría en Chile y los otros tres, cuando llegaron a Dover en marzo de 1746, tras haber sido cautivos del ejército español, denunciaron que aquellos aparentes héroes no eran en realidad más que los amotinados tras el naufragio, que habían dejado abandonados y aislados en la isla al capitán Cheap, enfermo, desbordado por la situación y tiránico, y a su núcleo más fiel, rescatados finalmente por los nativos.

Culminaba así la caótica peripecia naval de aquellos náufragos. Una peripecia marcada desde su inicio por las difíciles condiciones de la navegación, por las peleas y los robos, por un asesinato y enfermedades demoledoras como el tifus (“la fiebre de los barcos”) y el escorbuto, por los castigos y las traiciones, los saqueos y las deserciones, el canibalismo y la indisciplina.

La consecuencia fue un duro cruce de acusaciones entre las dos tandas de náufragos que tuvo que resolverse en Inglaterra en un consejo de guerra contra ambas tripulaciones: los amotinados, encabezados por el vehemente artillero John Bulkeley, un líder natural instintivo que se puso al frente de los rebeldes, y el capitán Cheap, “un señor del mar” indómito e irascible, acusado de asesinar a un marinero de un disparo en la cara, lo que había originado la insurrección.

Un juicio que se celebró en 1746 y para el que unos y otros construyeron versiones que justificaran su conducta y los exculparan ante una probable condena a la muerte en la horca, porque “aquellos hombres creían firmemente que su vida dependía ni más ni menos de las historias que contaran. Si no eran capaces de aportar un relato convincente, podían acabar colgados del penol de un barco.”

Relatos contradictorios que incluían falsos diarios para influir en el Almirantazgo y ganar aquella batalla jurídica aunque fuese con versiones falseadas de los hechos posteriores al naufragio y aunque al final el juicio, en el que todos fueron absueltos, se centrase en las causas del naufragio y no en el motín, que oficialmente no llegó a existir:

Eso fue todo. No hubo fallo sobre si Cheap era o no culpable de asesinato o sobre si Bulkeley y los suyos se habían amotinado e intentado matar a su capitán. Ni siquiera hubo caso sobre si alguno de los hombres era culpable de deserción o de pelearse con un oficial superior. Por lo visto, las autoridades británicas no querían que prevaleciera ninguna de las dos versiones de lo sucedido.
[…]
Las pesquisas oficiales sobre el affaire Wager nunca se hicieron públicas. La declaración de Cheap detallando sus alegaciones acabaría desapareciendo de los expedientes del consejo de guerra. Y la sublevación en isla Wager pasó a convertirse, en palabras de Glyndwr Williams, en «el motín que nunca ocurrió».

Con el Melville de Chaqueta blanca o Benito Cereno y con el Conrad de Lord Jim al fondo, Los náufragos del Wager, subtitulada Historia de un naufragio, un motín y un asesinato, es una potente y ágil narración que -a medio camino entre la historia y la literatura, entre la peripecia de la novela de náufragos y  la contextualización de la crónica histórica- va mucho más allá del relato de aquella trágica bajada a los infiernos del naufragio y el motín para adentrarse en una indagación sobre la condición humana y la supervivencia en condiciones extremas, sobre la ocultación de la verdad y la construcción de una versión alternativa de la realidad por parte de quienes escriben la verdad oficial.

Por eso afirma David Grann que “es imposible eludir los discordantes, y a veces antagónicos, puntos de vista de quienes participaron. Por ello, en lugar de suavizar las diferencias o de matizar las ya matizadas pruebas, he intentado presentar todos los aspectos y dejar que sea el lector quien aporte el veredicto final: el juicio de la historia.”

Tras el cuerpo del texto con el relato completo y plural de los hechos y antes de un espléndido apéndice de ilustraciones, Grann incorpora un amplio apéndice de notas que contienen comentarios pormenorizados sobre la base real documentada de las referencias y episodios de cada capítulo: desde los archivos judiciales a la correspondencia, desde los libros de registro del Almirantazgo a los cuadernos de bitácora o a los testimonios que escribieron algunos de los supervivientes.

Alguna de esas notas es tan sarcástica como la que comenta este párrafo: 

Situado ahora en el ápice, muy por encima de todo el ajetreo en las cubiertas del barco, Byron pudo ver el resto de las naves de la escuadra. Y, más allá, el mar: una inmensidad de agua en la que se veía ya dispuesto a escribir su propia historia.

Este es el comentario: “Situado ahora: Tras muchos intentos de trepar por el palo mayor, Byron escribiría con toda su flema que subió «de un tirón».”

Ese John Byron, abuelo del poeta, es un personaje central en la obra. Aristócrata deslumbrado por la mística del mar, era entonces un entusiasta guardiamarina adolescente de 16 años que se había alistado como voluntario en la Armada y trepaba por palos mayores y mástiles de 30 metros hasta la verga de juanete desde donde veía ese amplio panorama marítimo y naval. Dejó su versión de los hechos en un escrito que tituló Narración del honorable John Byron […] incluyendo un relato de las tribulaciones sufridas por él y sus compañeros en la costa de la Patagonia, desde el año de 1740 hasta su llegada a Inglaterra en 1746, que es una de las principales fuentes documentales de esta perturbadora obra, rematada con este párrafo:

Igual que las personas modifican los hechos para servir a sus propios intereses -corrigiendo, borrando, embelleciendo-, también las naciones lo hacen. Después de tanto relato conflictivo y deprimente sobre la pérdida del Wager, y después de tanta muerte y tanta destrucción, el imperio había hallado por fin su mítico cuento del mar.

Santos Domínguez 


12 septiembre 2025

Calderón de la Barca. La vida es sueño

 

Pedro Calderón de la Barca.
La vida es sueño.
Edición de Fausta Antonucci.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2025.


 (Sale en lo alto de un monte Rosaura en hábito de hombre de camino, y en representando los primeros versos va bajando.)

ROSAURA 
Hipógrifo violento,
que corriste parejas con el viento,
¿dónde rayo sin llama,
pájaro sin matiz, pez sin escama,
y bruto sin instinto
natural, al confuso laberinto
de esas desnudas peñas
te desbocas, te arrastras y despeñas?
Quédate en este monte,
donde tengan los brutos su Faetonte;
que yo, sin más camino
que el que me dan las leyes del destino,
ciega y desesperada,
bajaré la cabeza enmarañada
de este monte eminente
que arruga al sol el ceño de la frente.
Mal, Polonia, recibes
a un extranjero, pues con sangre escribes
su entrada en tus arenas;
y a penas llega, cuando llega apenas.
Bien mi suerte lo dice;
mas ¿dónde halló piedad un infelice?

Con esas espectaculares silvas en boca de Rosaura, la mujer que ha sufrido antes una doble caída (la literal del caballo y la metafórica de la honra perdida), arranca La vida es sueño, una de las cimas literarias del Barroco español.

Es el comienzo deslumbrante desde el doble punto de vista de la teatralidad y la expresión poética de una de las obras fundamentales del teatro español del XVII y “la obra sin duda más conocida y estudiada de Calderón”, como señala Fausta Antonucci en el completísimo estudio introductorio de su nueva edición de La vida es sueño que publica Cátedra Letras Hispánicas.

En esa introducción Fausta Antonucci resume la relación entre la vida y las obras de Calderón (1600-1681), antes de acometer un profundo estudio monográfico de La vida es sueño en casi un centenar de páginas que abordan las claves fundamentales de la obra: la reescritura calderoniana del paradigma teatral del salvaje que habían llevado al teatro varios dramaturgos como Lope (El animal de Hungría y El hijo de los leones), Guillén de Castro (El nieto de su padre) o Vélez de Guevara (Virtudes vencen señales). 

Obras cuyos vínculos con La vida es sueño se exponen en esta introducción, que destaca que la presencia en todas ellas de “un protagonista en estado salvaje que, a través de una serie de hechos que demuestran su nobleza, llega a ver reconocido su derecho de heredar el trono” sugiere una posible alusión a la llegada al trono de Felipe IV, un heredero “no corrompido por las hipocresías y malas costumbres de palacio.”

Y pasando del paradigma al sintagma, Antonucci acomete el análisis del contenido de La vida es sueño como obra maestra de profunda originalidad: desde la dialéctica amor/honor y los deberes del príncipe hasta la estructura dramática de la obra y las condiciones de su puesta en escena, pasando por el conflicto torre/palacio, el motivo del horóscopo infausto y la cuestión del género dramático o el haz de significados que genera la obra en torno al proceso simbólico “vivir, soñar, despertar”, tan expresivo de la mentalidad barroca.

Un segundo apartado del estudio introductorio hace un pormenorizado recorrido por las diversas interpretaciones de la obra, que “viene gozando de una fortuna crítica y teatral prácticamente ininterrumpida desde el momento mismo de su creación.” Y a repasar esa recepción crítica se dedica esta segunda parte de la introducción, que aborda desde la importancia en la acción de la discutida presencia de Rosaura a los aspectos formales relacionados con la métrica y el estilo, pasando por el personaje de Basilio y su relación con Segismundo o las interpretaciones de la figura del gracioso Clarín, antes de analizar la historia textual de la obra y sus dos versiones: la que apareció en Zaragoza junto con otras obras de varios autores, seguramente el resultado imperfecto de una copia fraudulenta no autorizada por el autor, y la canónica, que apareció en la Primera parte de comedias de Calderón que se publicó en 1636 en Madrid.

Con un texto cuidadosamente editado y espléndidamente anotado, esta edición irreprochable de La vida es sueño será de referencia ineludible en los estudios sobre Calderón y el teatro áureo.

Santos Domínguez 


10 septiembre 2025

D’Alembert. Obras

  

Jean Le Rond d'Alembert.
Obras.
Edición de Juan Manuel Ibeas-Altamira y Lydia Vázquez 
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2025.

“La obra que hoy iniciamos tiene dos objetivos: como enciclopedia, debe exponer, en la medida de lo posible, el orden y el encadenamiento de los conocimientos humanos; como diccionario razonado de las ciencias, de las artes y de los oficios, debe contener sobre cada ciencia y cada arte, ya sea liberal, ya mecánica, los principios generales en que se fundamenta, y los detalles más esenciales, que constituyen su cuerpo y su sustancia. Estas dos perspectivas, de enciclopedia y de diccionario razonado, determinarán el plan y la división de nuestro Discurso preliminar”, escribía en junio de 1751 Jean Le Rond d'Alembert en el Discurso preliminar, “un manifiesto de la ilustración gala y europea a la vez que el momento culminante del pensamiento humanista de D'Alembert”, según explican Juan Manuel Ibeas-Altamira y Lydia Vázquez en la introducción a su edición de las Obras del enciclopedista  francés en Cátedra Letras Universales.

Esa introducción hace un recorrido por la figura y la obra de D'Alembert antes de abordar la recepción en España y América Latina y ofrecer una edición anotada de algunos de los textos más representativos del editor de la Enciclopedia, junto con Diderot. Dos nombres que encarnan como pocos el espíritu abierto y plural del Siglo de las Luces.

D'Alembert fue un polímata brillante que coincidió en el tiempo con otros espíritus enciclopédicos igualmente admirables como el mismo Diderot, Montesquieu, Voltaire, Buffon o Condorcet y proyectó su inteligencia y su sabiduría sobre las matemáticas y la lengua, sobre las ciencias experimentales y la música, sobre la religión, la filosofía o la literatura 

Una buena muestra de esa sabiduría plural propia del polímata es el Discurso preliminar con el que presentaba la primera entrega de la Enciclopedia y en el que pasaba revista a todos los ámbitos del conocimiento, las ciencias y las artes.

Además de ese texto fundamental, que se reproduce íntegramente en esta edición, se recogen en este volumen algunas de las entradas que elaboró para la enciclopedia, por ejemplo la que dedicó a definir Diccionario de lengua. Comienza con estos dos párrafos:

Tal es el nombre que recibe un diccionario destinado a explicar las palabras más usuales y ordinarias de un idioma; se distingue del diccionario histórico en que excluye hechos, nombres propios de lugares, personas, etc., y se distingue del diccionario de ciencias en que excluye términos científicos demasiado poco conocidos y familiares solo para los eruditos.
Observaremos en primer lugar que un diccionario de lengua es, o bien de la lengua hablada en el país donde se hace el diccionario, por ejemplo, de la lengua francesa en París, o bien de una lengua extranjera viva, o bien de una lengua muerta.

Se incorporan además en este volumen varias cartas, entre ellas la que dirigió a Rousseau en mayo de 1759 en contestación a la que el filósofo ginebrino le había enviado en 1758 contra los espectáculos teatrales a raíz del artículo que D’Alembert había escrito para la Enciclopedia sobre Ginebra. En aquella famosa polémica, Rousseau había hecho un alegato moral contra el teatro ante el que D’Alembert reaccionó defendiendo no sólo el valor estético y educativo del teatro, sino la necesidad de extender la educación a las mujeres, porque “cuando la luz se difunda más libremente, más amplia y uniformemente, sentiremos entonces sus efectos benéficos; dejaremos de mantener a las mujeres bajo un yugo y en la ignorancia, y ellas dejarán de seducir, engañar y gobernar a sus amos.”

Santos Domínguez 


08 septiembre 2025

Tres libros de Augusto Monterroso

 


Augusto Monterroso.
Los buscadores de oro.
Alianza Editorial. Madrid, 2025.


Augusto Monterroso.
Literatura y vida.
Alianza Editorial. Madrid, 2025.



Augusto Monterroso.
Pájaros de Hispanoamérica.
Alianza Editorial. Madrid, 2025.


“Mientras leía, una aguda percepción de mi persona me hacía tomar conciencia, en forma casi dolorosa, de que me encontraba en un aula de la antigua e ilustre Universidad de Siena dando cuenta de mí mismo, de mí mismo treinta años antes tal como aparezco en el texto que leía, es decir, llorando de humillación una fría y luminosa mañana a orillas del río Mapocho durante mi exilio en Chile; leyéndolo con igual temor, inseguridad y sentido de no pertenencia, y con la sensación de «qué hago yo aquí» con que hubiera podido hacerlo otros treinta años antes, cuando era apenas un niño que comenzaba a ir solo a la escuela.
Hoy, dieciocho de mayo de 1988, dos años más tarde, en la soledad de mi estudio en la casa número 53 de Fray Rafael Checa del barrio de Chimalistac, San Ángel, de la Ciudad de México, a las once y quince de la mañana, emprendo la historia que no podía contar in extenso aquella tarde primaveral e inolvidable de la Toscana, en Italia, en que me sentí de pronto en lo más alto a que podía haber llegado a aspirar como escritor del Cuarto Mundo centroamericano, que era casi como venir del primer mundo, del candor primero que decía don Luis de Góngora”, escribía Augusto Monterroso en el capítulo inicial de Los buscadores de oro, su memoria del oro de la infancia con Tegucigalpa al fondo, un viaje hacia el origen en busca de una mirada propia en la que  se prefigura el destino literario del futuro escritor.

Una memoria habitada por antepasados pintorescos, personajes excéntricos y situaciones premonitorias y metafóricas que evoca en episodios como este:

Una vez más tengo fiebre a la orilla de este río en mi ciudad natal. Veo de nuevo su mansa corriente -tan ajena así a sus terribles crecidas de la época de lluvias- y en la orilla a tres niños buscadores de oro. Uno de ellos soy yo, el menor; los otros me guían, me enseñan a buscar el oro escarbando con las manos entre las piedras verdosas cubiertas de musgo, o removiendo suavemente la arena entre restos de hierro viejo y pequeños trozos de árbol carcomidos. De pronto, el más grande encuentra una delgada y brillante laminita como de diente de oro, que el río ha arrastrado quién puede decir desde dónde y desde cuándo. No me conformo con verla y quiero tocarla, envidiando la gran suerte de mi amigo mayor, quien es el que siempre encuentra las cosas buenas de cada día: los anillos, los pedazos de collar o de arete, las hebillas plateadas con la inicial del nombre de uno, los pares de ojos de muñeca.

Esa memoria primera y esencial que se cierra a los quince años con la despedida triste de la infancia es el eje de Los buscadores de oro, que acaba de aparecer en El libro de bolsillo de Alianza Editorial a la vez que otros dos volúmenes que completan la Biblioteca de autor dedicada a Augusto Monterroso con las rápidas y agudas semblanzas de escritores de Pájaros de Hispanoamérica y los ensayos breves de Literatura y vida, en los que reflexiona sobre la escritura y da algunas claves de su propio mundo literario.

Lo abre un texto titulado llamativamente Cervantes ensayista, que, a partir de la lectura de los prólogos cervantinos, concluye con estas líneas:

Cervantes es quizá también en nuestro idioma el primer ensayista moderno; y que para confirmar esta insólita aseveración no tiene sino que tomarse la molestia de ir a sus prólogos de las partes Primera y Segunda de Don Quijote de la Mancha, el de las Novelas ejemplares y el de Persiles y Sigismunda, en los que observará muy claramente gran parte de lo dicho aquí sobre este traído y llevado género, con la única advertencia de que ni por asomo se acerque al de La Galatea, porque ese es otro asunto y, bueno, mejor ni hablar de él ni recurrir al socorrido principio de que la excepción confirma la regla.

Esa misma agudeza recorre los treinta y siete retratos de escritores hispanoamericanos reunidos en Pájaros de Hispanoamérica, que abre con un prólogo en el que escribe:

Desde mi pequeño estudio oigo el canto de los pájaros en el jardín.
Son pájaros mexicanos, de la ciudad de México, resistentes y, por sus voces, diría que viriles y hasta desafiantes, aunque en ocasiones caigan muertos por efecto del aire enrarecido. Todo los amenaza; ellos cantan.
Lo que aquí presento no son retratos; ni siquiera bocetos o apuntes, sino tan solo el trazo de ciertas huellas que algunos pájaros que me interesan han dejado en la tierra, en la arena y en el aire, y que yo he recogido y tratado de preservar. Charles Lamb declaró en su autobiografía de una página que la acción más importante de su vida había sido atrapar una golondrina en pleno vuelo, y puso a su mano como testigo. Los pájaros que aquí aparecen fueron atrapados por mí en momentos muy diferentes de mi vida y de sus vidas, con mi pluma como único testigo. Teniéndolos enjaulados en diversos libros en los que conviven con especies de otros continentes con las que se entienden bien y a veces mal, quiero ahora ponerlos en un mismo recinto, en el cual, si no libres, estarán por lo menos con los suyos, sin saber si todavía así aceptarán vivir juntos, cosa difícil entre volátiles de diferentes géneros y aun del mismo.
En alguna ocasión declaré odiar las metáforas, y esta, sin sentirlo, se me volvió ya demasiado larga. Pero todo comenzó cuando al idear esta selección el primer nombre que vino a mi mente fue el del poeta Ernesto Cardenal y el del trabajo que sobre él publiqué en mi libro La palabra mágica: «Recuerdo de un pájaro». Solo en este momento reparo en que Cardenal es también nombre de pájaro.

Y con Ernesto Cardenal se abre ese recorrido que fija en las sucesivas estampas de sus páginas momentos significativos, retratos humanos y perfiles literarios de poetas y narradores como Borges y Rulfo, Vallejo y Cortázar, Onetti y Bryce Echenique o el propio Monterroso, “el ornitólogo” que cierra el conjunto con una divertida autosemblanza que comienza con este párrafo: 

Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño. Ni mi padre ni mi madre fueron altos. Cuando a los quince años me di cuenta de que iba para bajito me puse a hacer cuantos ejercicios me recomendaron, los que no me convirtieron ni en más alto ni en más fuerte, pero me abrieron el apetito. Esto sí fue problema, porque en ese tiempo estábamos muy pobres. Aunque no recuerdo haber pasado nunca hambre, lo más seguro es que durante mi adolescencia pasé buenas temporadas de desnutrición. Algunas fotografías (que no siempre tienen que ser borrosas) lo demuestran. Digo todo esto porque quizá si en aquel tiempo hubiera comido no más sino mejor, mi estatura sería ahora más presentable. Cuando cumplí veintiún años, ni un día menos, me di por vencido, dejé los ejercicios y me fui a votar.

Y termina así:

 El otro día me encontré las bases de unos juegos florales centroamericanos que desde 1916 se celebran en la ciudad de Quezaltenango, Guatemala. Aparte de la consabida relación de requisitos y premios propios de tales certámenes, las bases de éste traen, creo que por primera vez en el mundo, y espero que por última, una condición que me movió a redactar estas líneas, inseguro todavía de la forma en que debe interpretarse.
El inciso e) del apartado "De los trabajos", dice: "e) Debe enviarse con cada trabajo, pero en sobre aparte, perfectamente cerrado, rotulado con el pseudónimo y título del trabajo que ampara, una hoja con el nombre del autor, firma, dirección, breves datos biográficos y una fotografía. Asimismo se suplica a los participantes en verso enviar, completando los datos, su altura en centímetros para coordinar en mejor forma el ritual de la reina de los Juegos Florales y su corte de honor".
Su altura en centímetros.
Una vez más pienso en Pope y en Leopardi, afines únicamente en esto de oír (con rencor o con tristeza) pasar riendo a las parejas normales, en las madrugadas, después de la noche del día de fiesta, frente a sus cuartos compartidos duramente con el insomnio.

Ernesto Cardenal y sus musas, que nunca estaban en huelga; una evocación de Manuel Scorza con su libretita de apuntes; un espléndido análisis de El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias; las “muertes desatinadas” en los cuentos de Horacio Quiroga; Borges (“tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de lo prudente a un abismo”) y las diez consecuencias -benéficas y maléficas- derivadas de su lectura, entre ellas “dejar de escribir”, naturalmente benéfica; Juan Rulfo, “el ser humano más natural que he conocido”; Cortázar y las secuelas poco higiénicas que provocó Rayuela entre sus primeras lectoras en los años 60; la sabiduría narrativa de Onetti en sus cuentos, que “no pueden ser muchos, porque el corazón no los resistiría”, son algunos de los autores que revolotean en Pájaros de Hispanoamérica. 

Entre lo humano y lo literario, entre la lectura y la amistad, un Monterroso agudo e irónico, que deja en estas páginas estas palabras demoledoras:

Sabido es que los críticos solo se equivocan cuando se trata de obras importantes.

Santos Domínguez 





05 septiembre 2025

Poesía clandestina y de protesta política del Siglo de Oro

  


Poesía clandestina 
y de protesta política del Siglo de Oro.
Edición de Ignacio Arellano.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2025.



AL DUQUE DE LERMA
 [EL CACO DE LAS ESPAÑAS]

El Caco de las Españas,
Mercurio, dios de ladrones,
y don Julián de traiciones,
se retiró a las montañas,
y en sus secretas entrañas
esconde inmensos tesoros,
no ganados de los moros
como bueno peleando,
mas rey y reino robando
con su legión de cachorros. 

Vistiose de colorado,
color de sangrienta muerte,
fin que le dará su suerte 
que así está pronosticado.
¡Ojalá fuera llegado! 
¡Ah, traiciones nunca oídas!

Esos versos, de unas décimas del Conde de Villamediana contra el Duque de Lerma, forman parte de la estupenda antología reunida en el volumen Poesía clandestina y de protesta política del Siglo de Oro, que publica Cátedra Letras Hispánicas con edición de Ignacio Arellano, que ha preparado una antología extensa de la poesía de protesta que circuló clandestinamente en el siglo XVII  y que incorpora por tanto poemas escritos en los reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II.

Salvo los escritos por Villamediana o atribuidos a su pluma, los textos de esta antología son anónimos por un doble motivo: por su carácter satírico y abiertamente crítico y por su circulación manuscrita. Textos que difícilmente figurarían en una selección de la mejor poesía del XVII y que tienen que aparecer en selecciones temáticas específicas como esta de indiscutible valor histórico y sociológico y de muy discutible calidad poética. 

Pese a ese escaso valor literario, esta antología pretende “extender el conocimiento” de aquella poesía clandestina y de protesta política del Siglo de Oro, como explica destaca Ignacio Arellano en un estudio introductorio que aborda la dimensión pragmática de esta poesía satírica ligada a las situaciones políticas que la suscitaron, especialmente en épocas de crisis como la del reinado de los dos últimos Austrias, a los que Arellano vincula las dos etapas fundamentales de esta poesía clandestina.

Como decíamos más arriba, Villamediana, aún en el reinado del tercer Felipe y en su transición al de Felipe IV, es la única excepción al carácter anónimo de estas sátiras políticas, con textos conceptistas que dirigió al Duque de Lerma, a don Rodrigo Calderón, a Pedro Franqueza, protegido de Lerma, o a los que enumera en una letanía satírica contra los mayores ladrones del reino: entre ellos, además de Lerma, el duque de Osuna y el duque de Uceda. A Felipe IV le dirige un largo romance al que pertenecen estos versos:

Desterró a Villamediana 
vuestro padre por poeta; 
volvelde a vuestro servicio 
pues ha salido profeta.

El conde-duque  de Olivares, valido de Felipe IV, es el personaje al que se dirige la parte más abundante de estas sátiras e “igualmente abundante -escribe Ignacio Arellano- es la lista de acusaciones: tirano, asesino, hechicero, ladrón, nepotista, ambicioso, hipócrita, traidor, soberbio, sacrílego, hereje…”  A ese ciclo pertenece el largo Padrenuestro glosado sobre las calamidades de España, de dudosa atribución a Quevedo, que comienza así:

Felipe, que el mundo aclama 
rey del infiel tan temido, 
despierta, que, por dormido, 
nadie te teme ni te ama; 
despierta, rey, que la Fama 
en todo el orbe pregona 
que es de león tu corona 
y tu dormir de lirón; 
mira que la adulación 
te llama, con fin siniestro, 
padre nuestro.

El posterior y calamitoso reinado de Carlos II “multiplicará la poesía satírica, en una verdadera explosión de textos”, señala Arellano, que distingue varios ciclos satíricos en función de los sucesivos validos que ejercen el poder, como Fernando de Valenzuela o don Juan José de Austria, contra el que se dirigen en 1677 las Curiosidades modernas, que comienzan con estas estrofas: 

A redimir el mundo por enero 
don Juan vino, de manga y con calzones, 
con estruendo, con ruido y escuadrones 
y otras cosas que dejo en el tintero.

Entró rasgando mantas y garnachas, 
haciendo de un sombrero mil girones, 
escudriñó retiros y rincones, 
con que el mundo llenó de cucarachas.

Luego metió la lanza hasta las cachas 
en aquel moro muerto y su dinero 
y otras cosas que dejo en el tintero.

Tras su desprestigio y su muerte, le sucedieron primero el duque de Medinaceli y luego el conde de Oropesa. Ambos compartieron “el escándalo de la Cantina” (Nicole Quentin), una favorita francesa de la reina María Luisa de Orleans, que formó una influyente camarilla y provocó todo un ciclo satírico, el ciclo de la Cantina, al que pertenece esta décima:

Desnuda tu fiel montante 
contra la perra Cantina 
que podrá morder mohína 
nuestro león más constante; 
vive siempre vigilante 
como tan interesado 
a la mira desvelado, 
porque esta fiera lasciva 
aunque desterrada viva 
no ha de dar menos cuidado.

Son muestras, en palabras de Ignacio Arellano, de “una sátira aristocrática, impulsada por las élites cortesanas, pero que se proyecta sobre las masas para crear o manipular la opinión pública. La práctica no es nueva, pero en el marco del Siglo de Oro se agudiza de modo especial en la transición del reinado de Felipe III al de Felipe IV, relacionada con los enfrentamientos de facciones nobiliarias.”

Completan la edición, espléndidamente anotada, una amplia bibliografía, un anexo con las fuentes textuales de los manuscritos utilizados para la selección y un práctico índice de primeros versos.

Santos Domínguez 


03 septiembre 2025

Una historia personal de la arquitectura europea



David Ferrer.
Una historia personal de la arquitectura europea.
  Tusquets. Barcelona, 2025. 

Escribía John Ruskin en 1885 en La lámpara de la memoria, donde defendía la memoria como la sexta lámpara de la Arquitectura, que “debemos contemplar la Arquitectura con la máxima seriedad. Podemos vivir sin ella, adorar sin ella, pero no podemos recordar sin ella.” 

No sé si David Ferrer, además de arquitecto buen lector y templado prosista, conoce esa reflexión y esa luminosa obra de Ruskin. Es muy probable que sí, aunque en su libro sólo cita Las piedras de Venecia. En todo caso, su magnífica Historia personal de la arquitectura europea, que acaba de aparecer en Tusquets en una edición generosamente ilustrada, responde a ese convencimiento y es un despliegue de memoria cultural y sabidurías integradas en las que confluyen la historia general, la de la cultura, el arte o la literatura y la historia social para trazar en conjunto un completo panorama de la esencia de la civilización occidental y de su evolución a través de la arquitectura.

“Muchas ciudades europeas -explica David Ferrer en el prólogo- conservan ruinas griegas y romanas, templos medievales, edificios renacentistas y barrocos. En ellas existen testimonios más o menos importantes de todas las corrientes arquitectónicas de los últimos dos siglos, hasta el punto de que sus calles constituyen los mejores museos de arquitectura posibles. Este es un libro de historia de la arquitectura europea, que ciertamente no es la única importante que ha habido en el mundo, pero sí aquella que más ha tenido conciencia de sí misma, la que ha experimentado cambios más radicales y la de mayor influencia universal. La obra contempla la arquitectura creada en el continente europeo desde Grecia hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa pierde la indiscutible influencia política y cultural que había mantenido desde hacía siglos. No es una historia miniaturizada, que repase fielmente todos y cada uno de los episodios arquitectónicos de Europa y los comprima en un libro de pequeño formato. Muy al contrario, es un resumen que focaliza la arquitectura y los edificios más importantes e influyentes y olvida voluntariamente los secundarios, o si se prefiere, es una antología de la mejor arquitectura.”

Una antología arquitectónica, subtitulada Del templo griego a la Bauhaus, que propone un espléndido recorrido histórico a lo largo de cuarenta capítulos que reconstruyen el panorama de la civilización occidental a través de su arquitectura, desde la Grecia clásica y su carácter fundacional hasta la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial.

Construida con una prosa nítida y elegante, alejada de tecnicismos, esta antología de la arquitectura europea que inicia su itinerario en la Atenas clásica de la Acrópolis, el Partenón y los templos con relieves escultóricos, recorre las primeras ciudades emergentes (Atenas, Alejandría, Mileto, Pérgamo); la helenización de la arquitectura romana y la decisiva transformación que produjeron el arco y la bóveda de cañón que los romanos conocieron en Asia Menor y Babilonia (“la bóveda de arista y la arquería constituyen históricamente unos hallazgos de enorme trascendencia para la arquitectura europea”); los grandes edificios públicos, como el asombroso Panteón o el imponente Coliseo; la primera arquitectura del cristianismo, que transformó las antiguas basílicas de uso civil en suntuosos edificios de carácter religioso desde Constantino; la arquitectura bizantina del Imperio romano de Oriente y Santa Sofía de Constantinopla; el largo proceso de aprendizaje de la arquitectura por parte de los bárbaros que culminó con Carlomagno y la Capilla Palatina de Aquisgrán; la primera arquitectura medieval de los monasterios y las primeras catedrales de cruz latina; el arco apuntado y la revolución de la bóveda de crucería que dio lugar al gótico, iniciado en la abadía de Saint Denis y culminante en la Europa de las catedrales.

La parte central del volumen dedica once capítulos por su trascendencia al Renacimiento y el Barroco: la renovación de Roma con la cúpula de Brunelleschi en Florencia; el primer libro de arquitectura de Leon Battista Alberti y el templete de Bramante en San Pietro In Montorio; la construcción de la basílica de San Pedro -“Colocaré el Panteón sobre la basílica de Constantino”, había anunciado Bramante, que diseñó la iglesia aunque no pudo terminarla-; la irrupción potente y renovadora de Miguel Ángel, que “dio un rumbo irreversible a la arquitectura renacentista” ya en Florencia con el diseño de la Biblioteca Laurenciana antes de remodelar en Roma el Campidoglio y de imprimir en San Pedro del Vaticano “una huella personal y definitiva”; el Barroco o la nueva arquitectura de la Iglesia católica romana, entre Bernini, que trabajó casi sesenta años para dejar su presencia imborrable en el paisaje urbano de Roma, y Borromini, la otra cara del Barroco romano, su lado oscuro y ensimismado; el Barroco francés en el siglo de Luis XIV y el esplendor del Louvre y Versalles o el Barroco anglicano en la cúpula de la catedral de San Pablo en Londres.

Con el Essai sur l’Architecture (1753) el abad Laugier se sumaba a “una ofensiva intelectual francesa de mayor alcance que iba a cambiar la historia de Europa.” Una ofensiva de la que formaban parte de los enciclopedistas del Siglo de las Luces. El Essai formulaba una propuesta racionalista frente al Barroco que acabaría tomando forma en el Neoclasicismo y en la recuperación de los modelos arquitectónicos griegos. Sustentado en las teorías de Winkelmann y en la reivindicación de la arquitectura romana por parte de Piranesi, ese fue el estilo arquitectónico que se impuso en Europa a lo largo del siglo XVIII, con el apoyo intelectual de Goethe, que compaginó la defensa de la arquitectura neogriega con la revindicación del Gótico como estilo nacional que expresaba el alma alemana. Eslabón entre la Ilustración y el Romanticismo, Goethe propició que este último movimiento volviera la mirada a la arquitectura gótica en un contexto general de reivindicación de lo medieval también en la literatura y el arte.

La incorporación de nuevos materiales como el hierro en la construcción de mercados o estaciones de ferrocarril, lo que provocó una ruptura conceptual entre arquitectura y ingeniería; el éxito efímero del Art Nouveau; la modernidad de la Escuela de Viena y su arquitectura funcional y exenta de ornamentación; el clasicismo modernista catalán de la Escuela de arquitectura de Barcelona y el Palau de la música; la arquitectura de Gaudí en la Sagrada Familia, el Parque Güell y la Casa Milà (La Pedrera), obras aunque “plásticamente fascinantes” de “dramática inutilidad” son algunos de los momentos arquitectónicos que trata el autor en el resto de los capítulos para culminar en la Bauhaus alemana de Gropius y su fusión de arte y tecnología, de racionalidad y funcionalismo en “el mayor experimento para crear una escuela de arte y arquitectura propia del siglo XX.”

Este que dedica al monasterio del Escorial es uno de los párrafos con los que David Ferrer construye la admirable Una historia personal de la arquitectura europea:

El Escorial es a la vez monasterio, iglesia, panteón y palacio real, una combinación singular de usos que seguía la tradición de los grandes monasterios medievales de la península como Alcobaça o Poblet. La planta reticular del Escorial, con sus numerosos patios, es de clara influencia italiana, así como la cúpula con tambor, la primera que se construía en España y una apropiación temprana del templete de Bramante. A su vez, los pintorescos chapiteles de pizarra del tejado, inéditos en la arquitectura local, son en cambio de influencia flamenca y un probable guiño deferente al país donde transcurrió la juventud del rey. A pesar de estos préstamos, el aspecto general del monasterio, con la desnudez de sus fachadas de granito, la inmisericorde repetición de sus ventanas y las cuatro torres que flanquean el edificio una influencia del alcázar (alcaçr) islámico, lo acerca más a la arquitectura castrense de tradición hispánica que al manierismo de cuño italiano. Juan de Herrera (1530-1597) exmilitar y lo que llamaríamos hoy ingeniero o arquitecto, y un culto estudioso embarcado en la metafísica de la geometría, acabó el edificio y le dio el aspecto final. Pero sobre todo fue el competente organizador de una compleja obra de enormes dimensiones que consiguió terminar además en el tiempo récord de veintiún años: «Un esfuerzo consagrado al esfuerzo» [Ortega y Gasset. Meditación del Escorial]; en Europa solo la construcción de San Pedro de Roma podía rivalizar con esta obra. El Escorial, aunque sea el edificio que mejor refleja los rigurosos postulados artísticos de la Contrarreforma, nunca ha despertado demasiados entusiasmos estéticos más allá del interés que suscita su gran contenido histórico.

Vuelvo, para terminar, a John Ruskin y a La lámpara de la memoria, donde defiende que “podemos afirmar que la Memoria es en verdad la Sexta Lámpara de la Arquitectura, porque los edificios civiles y domésticos solo adquieren su plena perfección al apuntar a la memoria y a la monumentalidad; y ello porque, a tal efecto, son, por un lado, erigidos de un modo estable y, por el otro, sus motivos decorativos están impregnados de significados históricos o metafóricos.”

Un libro como este vuelve a encender con sus luminosas páginas, esa memoria presente de la civilización y la cultura.

Santos Domínguez

 

01 septiembre 2025

Nora Berend El Cid

  



Nora Berend
El Cid. 
Vida y leyenda de un mercenario medieval
 Traducción de Beatriz Ruiz Jara.
Crítica. Barcelona, 2025. 


 Quienes profesamos con algún provecho estudios superiores de Filología Hispánica y Románica en los años 70 y leímos los estudios beneméritos de Menéndez Pidal o los rigurosos acercamientos al Rodrigo de la historia y al Cid de la poesía en Historia y poesía en torno al Cantar del Cid, de Jules Horrent, en la imprescindible colección Letras e ideas que dirigía Francisco Rico en la Editorial Ariel, sabemos desde hace medio siglo -como nuestros alumnos por nuestra intermediación a lo largo de cuatro décadas- que el personaje literario que construyeron el poema latino Carmen Campidoctoris, la crónica latina titulada Gesta Roderici, que es la biografía más temprana del personaje, el vernáculo Cantar de Mio Cid, la alfonsina Estoria de España, las tardomedievales Leyenda de Cardeña y Las mocedades de Rodrigo o los romances y sus secuelas áureas -de Lope a Quevedo o a Guillén de Castro y Las mocedades del Cid- y modernistas -de Rubén Darío a Eduardo Marquina y a Manuel Machado- tiene poco que ver con el histórico Rodrigo Díaz de Vivar que murió en la Valencia de su señorío el domingo 10 de julio de 1099, a los 56 años.

Por eso, solo a los iletrados -que tampoco leerán ni este libro ni esta reseña-, a los que conocen al Cid de vista por el western medieval que protagonizó Charlton Heston o a la parte más iletrada de la crítica -universitaria o periodística, que de todo hay- les puede parecer una novedad la imagen del héroe medieval que se refleja en El Cid. Vida y leyenda de un mercenario medieval, la espléndida monografía de Nora Berend que publica Crítica en una cuidadísima edición ilustrada con traducción de Beatriz Ruiz Jara.

“Desde la perspectiva contemporánea -escribe la autora en la Introducción, ‘Un héroe para todos los gustos’- fácilmente se podría describir a Rodrigo como un chaquetero o un traidor: cambió de bando, del de un rey cristiano al del gobernante musulmán de Zaragoza. Y es que anteriormente había estado al servicio del antedicho: inició su carrera militar en la corte del rey Sancho II de Castilla, donde fue líder de la mesnada personal del rey; tras la muerte de Sancho, sirvió al hermano del difunto monarca, el rey Alfonso VI de León y Castilla. Su ambición y sus acciones independientes lo llevaron a un enfrentamiento con el rey y, en última instancia, al destierro. Entonces fue contratado como mercenario por sucesivos reyes musulmanes de Zaragoza. Estando a su servicio, combatió a príncipes cristianos de la península. Fue durante este periodo cuando lideró a su ejército de guerreros, conformado por cristianos y musulmanes de la península ibérica, a combatir contra las tierras del rey. Puso especial atención en asolar aquellas zonas que estuvieran en manos del fiel vasallo del rey García Ordóñez, dada la perpetua enemistad que había entre los dos hombres. Rodrigo regresó de su exitosa campaña a la corte musulmana de Zaragoza, donde fue recibido con honores. Sin embargo, seis años después, poco antes de la muerte de Rodrigo, un clérigo ya lo había descrito como un guerrero enviado por Dios para luchar contra los musulmanes, y a lo largo de los dos siglos que siguieron se transformó en el perfecto caballero cristiano y en una figura santificada, celebrado como un héroe cristiano que luchaba por la fe.”

Pero no es una novedad sorprendente esa imagen mercenaria del ambicioso e indisciplinado caudillo medieval que ofrece este libro. Porque historia y leyenda, realidad y literatura siempre han ido por caminos dispares y paralelos, especialmente en el territorio de la literatura épica, desde la Ilíada y la Eneida hasta la Chanson de Roland, cuyos valores literarios quedan al margen de su fidelidad a los hechos que los inspiraron o a los personajes reales que los protagonizaron.

De modo que lo primero que hay que dejar claro es que el valor literario permanente de las tiradas irregulares y los versos anisosilábicos del Cantar de Mio Cid en modo alguno queda afectado por la comprobación de lo que corrobora este estudio, algo que ya se sabía hace un siglo y que supieron mejor y antes que nadie sus propios contemporáneos: que la figura histórica que los provocó, aquel Rodrigo Díaz de Vivar, era un mercenario que nunca estuvo al servicio de ningún ideal de cristiandad ni de ningún espíritu de cruzada, sino a disposición del mejor postor, fuera este cristiano, como Sancho II o Alfonso VI, o musulmán, como al-Muqtádir y su hijo al-Mutamín, reyes moros de Zaragoza, a cuyo servicio derrotó al conde de Barcelona, Berenguer Ramón II en Almenar en 1082. Volvería a derrotarlo y a hacerlo prisionero de nuevo años después en la batalla de Tévar.

Porque el Cantar de Mio Cid -el texto más importante de los muchos que idealizaron desde antes de su muerte su figura literaria- no es una glorificación de la lucha contra el moro ni la encarnación de ningún tipo de ideales colectivos, sino el brillante resultado de una construcción literaria de primer orden: la de la figura heroica, a veces indisciplinada o desleal y siempre ferozmente individual de un personaje que es capaz de levantarse desde las pérdidas consecutivas de la honra política y familiar para sobreponerse al destierro y al infortunio de sus hijas y para reafirmarse sobre esa doble adversidad superada.

Fijado ese punto de partida, lo primero que hay que destacar es que el riguroso ensayo de Nora Berend, catedrática de Historia Europea en la Universidad de Cambridge, es una indagación seguramente definitiva en torno a la figura histórica de Rodrigo Díaz de Vivar. Y ello, insisto, no por la novedad de sus planteamientos, sino por el completo despliegue documental del que dan cuenta el pormenorizado índice alfabético de nombres, obras, temas y lugares o la abundante relación de fuentes y estudios en que se apoya la autora, que se pregunta: 

¿Cómo pudo convertirse un mercenario medieval en un héroe para todos los gustos? Celebrado o condenado por sus brutales actos en vida, fue reconocido como un líder guerrero de gran éxito, con capacidad para recompensar a sus adeptos con un botín. Tal vez, de no haber muerto sin un heredero varón, su incipiente principado de Valencia hubiera podido incluso convertirse en un reino. Desde luego, sus logros militares fueron extraordinarios, pero no explican sus muchas transformaciones en leyenda. ¿Cómo un hombre que luchaba indiscriminadamente contra musulmanes y cristianos podía ser descrito, aún en vida, como un salvador cristiano enviado por Dios? ¿Y cómo él, cuya insubordinación a los mandatos reales lo llevaron a romper relaciones por completo con el rey, pudo transformarse póstumamente en un devoto cristiano impulsado por su fe religiosa, pero también en un fiel vasallo que luchó por su señor, el rey? En el siglo XIII se escribió un poema épico sobre sus hazañas, y el Cid del poema era un superhéroe: nunca derrotado en la batalla, lograba gestas formidables, pero se mantenía leal a su rey, a pesar de haber sido desterrado de forma injusta.

Y a responder a esas paradojas iniciales se orienta este ensayo que, como señala Nora Berend, “indagará en cómo un mercenario del siglo XI se convirtió en una estrella de fama mundial. Explorará las aparentes paradojas contenidas en la historia de un guerrero medieval que acabó siendo venerado como un santo, la personificación de las virtudes del patriotismo, un moralista y la mismísima alma de la nación española. Cuando se retiran las capas de leyenda que recubren al mayor héroe nacional español y nos encontramos con el hombre que fue un guerrero de éxito, si bien brutal y oportunista, debemos preguntarnos cómo pudo gozar de una posteridad tan formidable, cómo puede ser un héroe para personas con tan diversas convicciones políticas.”

Ipse Rodericus, Meo Cidi saepe vocatus 
de quo cantatur quod ab hostibus haud superatur.

Esos versos del Poema de Almería confirman que a principios del siglo XII ya existían cantos orales que fundaban el mito cidiano aún en vida de Rodrigo. Y los  once capítulos del libro abordan la creación y el desarrollo del mito y su pervivencia secular que adaptan su leyenda a las circunstancias cambiantes de cada tiempo histórico.

Y así recorre Nora Berend un proceso que arranca con la creación de la leyenda cidiana coetánea al personaje en el inestable siglo XI, una época de “sangre y oro” y va consolidando su imagen de salvador que compendia las virtudes cristianas y de enviado de la divina Providencia, personificando su leyenda y elevando su imagen a la fama literaria o a la conquista de la gran pantalla. 

Un proceso que llega hasta la actualidad y sobre el que la autora propone esta conclusión:

¿Por qué sigue siendo importante este relato en el siglo XXI? A través de él podemos comprender no solamente aspectos significativos de la historia de España, sino también el proceso de construcción de la leyenda histórica, desde la Edad Media hasta la actual política populista. Estas leyendas consiguen penetrar en nuestra vida más profundamente que el verdadero conocimiento histórico y han ejercido una influencia desproporcionada en los pueblos, que a menudo ni siquiera son conscientes de la distancia que puede haber entre la propia historia y la leyenda mudable, el cambio constante, que se autoproclama historia. En el caso de Rodrigo Díaz, cuando retiramos la capa de leyenda, nos encontramos con un hombre que vivió en un periodo que no se puede sintetizar mediante juicios de valor sencillos en torno a «un choque de civilizaciones» o del «bien» enfrentado al «mal». Debemos entender la complejidad de una época en la que la gente luchaba entre sí, luego cooperaba con sus antiguos enemigos para volverse más tarde una vez más contra ellos; un periodo en el que se esgrimían argumentos basados en la religión para justificar la guerra, pero en el que también se hacía caso omiso a estos argumentos para, con la misma facilidad, entrar en guerra contra sus correligionarios o aliarse con supuestos enemigos de credo. Es más, como en todos los buenos relatos, el de la transformación del Cid nos induce a pensar y a poner en cuestión qué es aquello que nos hace humanos. ¿Qué es lo que nos atrae de las gestas militares y por qué insistimos en transformar a individuos de lo más inapropiado en héroes?

Santos Domínguez