James Joyce.
Ulises.
Traducción de José Salas Subirats.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2022.
Un recorrido de veinticuatro horas por Dublín era la base de uno de los esbozos que Joyce anotó en 1906 como proyectos de relatos para incorporar a Dublineses. Aquel relato, con el que podría culminar el libro sobre Dublín acabaría retomándolo en 1914 como semilla de la novela que acabaría siendo en 1922 el Ulises, su obra más decisiva, la más renovadora de la narrativa del siglo XX.
“Me he impuesto el reto técnico -afirmaba Joyce en una carta- de escribir un libro desde dieciocho puntos de vista diferentes, cada uno con su propio estilo, todos aparentemente desconocidos o aún sin descubrir por mis colegas de oficio. Eso, y la naturaleza de la leyenda que he escogido, bastarían para hacerle perder el equilibrio mental a cualquiera.”
Ambientada en Dublín y centrada en una sola jornada, entre las ocho de la mañana y las dos de la madrugada del 16 de junio de 1904 -el Bloomsday-, desde la Torre Martello al número 7 de Eccles Street, donde una Molly Bloom desvelada deja discurrir en libertad un monólogo asombroso, la novela es estructuralmente una parodia de la Odisea que Joyce diseñó siguiendo minuciosamente los episodios homéricos en relación con los vagabundeos de Stephen Dedalus y Leopold Bloom.
Su humor corrosivo -“no hay en él una sola línea en serio”, decía Joyce-, los constantes juegos narrativos y la reunión de temas y voces, de técnicas y registros lingüísticos producen un efecto desconcertante de integración y desintegraciones, de construcción y deconstrucciones de la tradición literaria.
T. S. Eliot lo definió como “proeza insuperable” y destacó que sus setecientas páginas ofrecen “la expresión más importante que ha encontrado nuestra época; es un libro con el que todos estamos en deuda, y del que ninguno de nosotros puede escapar.”
Por encima de las peripecias de su periplo laberíntico, el Ulises tiene como verdadero protagonista al lenguaje. De ahí la dificultad de su lectura y por supuesto de su traducción a otras lenguas.
La primera traducción al español la publicó en 1945 en Buenos Aires José Salas Subirats. Esa edición argentina de Santiago Rueda Editores, que acaba de reeditar Galaxia Gutenberg, fue durante décadas la única existente en español. Más de treinta años tardaría en aparecer la traducción de Valverde de 1976.
En una nota previa que figuraba al frente de algunas ediciones, Salas Subirats se planteaba el dilema de si la traducción debía ser literal -lo que descartaba por imposible en el Ulises- o interpretativa, que era la solución que exigía la propia condición del texto.
Escribía en esa nota: “Ulises, de James Joyce, fue publicado en París en 1922. Fue vertido a varios idiomas, y ha de resultar raro que sólo veintitrés años después (primera edición castellana: 1945) apareciera su versión completa al español. ¿Qué explica tal demora? ¿Carecía de interés para nosotros una obra que ha tenido tanta resonancia en el mundo literario? ¿Existen dificultades insalvables que se opusieron a ese trasiego? Parece difícil que pueda darse una respuesta adecuada a tales preguntas. James Joyce se asemeja a Cervantes, Shakespeare, Dante y Rabelais, en el hecho de ser los autores que revelan mayor desproporción entre lo que se los comenta y lo que se los lee. Es ya un clásico y, como todos ellos, goza de esa imponencia que amilana a los que se les acercan con ligereza. La dificultad para la lectura de Ulises en su original explica la tardanza en traducirlo. Una obra difícil de entender en inglés tenía forzosamente que desanimar a los traductores. Pero traducir es el modo más atento de leer, y el deseo de leer atentamente es responsable de la presente versión.[…] Leído con atención, Ulises no presenta serias dificultades para traducirlo. La diferencia conocida entre la estructura de ambos idiomas está presente en toda traducción del inglés al castellano. Este inconveniente se encuentra en cualquier texto. Que respecto al Ulises se multiplique, no quiere decir que se trate de una dificultad privativa de esta obra.”
“En líneas generales, no considero a la versión de Salas Subirats inferior a las que le sucedieron, aunque sí se podría caracterizar como la más tradicional e intuitiva”, afirmaba Eduardo Lago en un estudio comparativo de las tres traducciones del Ulises al español. En ese estudio reconocía que “es mérito de Salas Subirats el haber abierto el camino, y de hecho, su influencia sobre las traducciones subsiguientes es muy considerable.”
Así comienza la novela en la versión de Salas Subirats:
Imponente, el rollizo Buck Mulligan apareció en lo alto de la escalera, con una bacía desbordante de espuma, sobre la cual traía, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana hacía flotar con gracia la bata amarilla desprendida. Levantó la bacía y entonó:
—Introibo ad altare Dei.
Se detuvo, miró de soslayo la oscura escalera de caracol y llamó groseramente:
—Acércate, Kinch. Acércate, jesuita miedoso.
Se adelantó con solemnidad y subió a la plataforma de tiro. Dio media vuelta y bendijo tres veces, gravemente, la torre, el campo circundante y las montañas que despertaban. Luego, advirtiendo a Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, murmurando entre dientes y moviendo la cabeza. Stephen Dedalus, malhumorado y con sueño, apoyó sus brazos sobre el último escalón y contempló fríamente la gorgoteante y agitada cara que lo bendecía, de proporciones equinas por lo larga, y la cabellera clara, sin tonsurar, parecida por su tinte y sus vetas al roble pálido.
Buck Mulligan espió un instante por debajo del espejo y luego tapó la bacía con toda elegancia.
—¡De vuelta al cuartel! —dijo severamente.
Luego agregó con tono sacerdotal:
—Porque esto ¡oh amados míos!, es la verdadera Christine: cuerpo y alma y sangre y llagas. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, señores. Un momento. Hay cierta dificultad en esos corpúsculos blancos. Silencio, todos.
Lanzó una mirada de reojo, emitió un suave y largo silbido de llamada y se detuvo un momento extasiado, mientras sus dientes blancos y parejos brillaban aquí y allá con destellos de oro. Chrysostomos. Atravesando la calma, respondieron dos silbidos fuertes y agudos.
—Gracias, viejo —gritó animadamente—. Irá bien eso. Corta la corriente, ¿quieres?
Saltó de la plataforma de tiro y miró gravemente a su observador, recogiéndose alrededor de las piernas los pliegues sueltos de su bata. La cara rolliza y sombría, y la quijada ovalada y hosca, recordaban a un prelado protector de las artes en la Edad Media. Una sonrisa agradable se extendió silenciosa sobre sus labios.
—¡Qué burla! —dijo alegremente—. Tu nombre absurdo, griego antiguo.
Lo señaló con el dedo, en amistosa burla, y fue hacia el parapeto, riendo para sí. Stephen Dedalus comenzó a subir. Lo siguió perezosamente hasta mitad de camino y se sentó en el borde de la plataforma de tiro, observándolo tranquilo mientras apoyaba su espejo sobre el parapeto, metía la brocha en la bacía y se enjabonaba las mejillas y el cuello.
Santos Domínguez