Faltaban dos años para Waterloo, que cerraría un agitado cuarto de siglo abierto con la toma de la Bastilla en 1789. Fueron veinticinco años decisivos en los que la Revolución Francesa y Napoleón cambiaron el mundo.
Una de las consecuencias más transcendentes de aquel cambio fue el Romanticismo. Poliédrico y contradictorio, pero fundamental en la formación de la mentalidad y la sensibilidad contemporáneas, el Romanticismo fue la consecuencia cultural de la Revolución Francesa y promovió su propia revolución en el terreno estético e ideológico. La ruptura de lo clásico, el triunfo de lo individual sobre lo colectivo, la exuberancia del corazón en el sentimiento desbordado, el exceso del yo frente al fracaso de la sobria razón ilustrada son algunas de las claves de un movimiento que, más allá de las modas fugaces, contempla el mundo como obra de arte, reivindica el misterio nocturno y la rebeldía y expresa el malestar del artista que ha sido desplazado a los márgenes de la actividad social.
En último extremo el Romanticismo, en sus planteamientos ideológicos y artísticos, es no sólo una reacción irracionalista dentro de los movimientos pendulares de la historia de la cultura, sino la extremada protesta de quienes renegaban del Antiguo Régimen, pero no encontraban su lugar en la nueva organización de la sociedad industrial que los relegaba a una situación irrelevante.
De ese cambio de posición del artista, el escritor y el intelectual en la nueva situación social surge la emancipación del pensamiento filosófico, la subjetividad vitalista y antinormativa de la creación literaria, musical o pictórica, pero también el desasosiego que está en la raíz de muchas actitudes románticas.
Pero vayamos a lo concreto, al panorama del Romanticismo poético en Francia. Sólo un año después de Waterloo, un Victor Hugo aún infantil soñaba con ser Chateaubriand, al que visitaría en 1820.
En ese mismo 1820 Lamartine publicaba sus lacrimógenas
Meditaciones poéticas, con las que abría la puerta a la poesía romántica en Francia.
Y ese curso, en el Instituto Carlomagno de París, eran condiscípulos Nerval y Gautier, que años después serían conocidos como poetas románticos.
En 1822, Vigny y Hugo publicaban sus primeros libros. Tres años después, Lamartine y Hugo recibían la Legión de Honor y al año siguiente, en 1826, Nerval, un plebeyo como Hugo, se daba a conocer con sus primeros versos.
De todo ese panorama en ebullición habla Carlos Pujol en la introducción a la edición bilingüe de
Poetas románticos franceses que acaba de publicar
BackList.Era sólo el principio de un movimiento confuso y gesticulante que se puede dar por muerto en 1857, no porque en ese año muera Musset destrozado por el alcohol y el desengaño, sino porque esa es la fecha de las primeras
Flores del mal de Baudelaire, que además de la partida de nacimiento de la poesía moderna son el certificado de defunción de la poesía romántica.
En medio de tanta fecha se agolparon obras, versos, declaraciones, sonsonetes y tópicos de un movimiento lleno de luces y sombras, de hallazgos y disparates, de griterío y excesos. Y cinco nombres que resumen ese paisaje, lunar y tempestuoso:
Lamartine, que era un romántico de formación neoclásica, conoció la gloria con sus primeros libros, pero murió olvidado y en la ruina. Su poesía ha envejecido mucho y mal, porque vive más del sonsonete que de la música, más del tópico sentimental que de la revelación. Ingenua y aparatosa, exhibicionista y superficial son algunos de los adjetivos con que define esa poesía Carlos Pujol.
Vigny, un noble orgulloso y reservado, huyó siempre de las tendencias exhibicionistas que abundan en la poesía de sus contemporáneos. Sobrellevó su soledad y su insatisfacción con una dignidad que le valió el respeto y la admiración de Baudelaire, que apreció en él más la actitud moral que el valor literario de su poesía. Ni blando ni frívolo, Vigny entendió la literatura como búsqueda y escribió en su soledad silenciosa algunos de los más altos poemas de aquellos años.
En el terminal 1857 faltaban aún treinta años para que muriera Victor Hugo, que era un glorioso superviviente, una estatua viva que sobreviviría a Baudelaire y tendría un entierro multitudinario de gloria nacional que aún recordaba Max Estrella en
Luces de bohemia. Volcánico y seminal, en Hugo está todo, lo mejor y lo peor de aquella literatura, y tal vez por eso su figura y su obra no tienen hoy el aprecio que tuvieron en su tiempo. Pero dejó una huella innegable en Baudelaire, Mallarmé, Verlaine o Valéry, que sin embargo se aplicaron con ahínco en combatir la hugolatría decimonónica, en matar al padre y renegar de su poesía. Con todo,
Las contemplaciones, que tienen una presencia relevante en esta antología, siguen siendo el mejor libro del romanticismo poético en Francia.
Nerval, el más oscuro en su época, fue el más puro de todos estos poetas, el más visionario y el más cercano al lector actual. Se vio a sí mismo como un póstumo, por eso declaró poco antes de morir su pertenencia al futuro. No se equivocaba, porque por su poesía ha pasado el tiempo sin hacer demasiados estragos. Lo admiraron los simbolistas y Proust, y los superrealistas vieron en su mundo onírico un antecedente esencial.
Yo soy el otro, escribió una vez, anticipándose a Rimbaud.
Musset, febril y desolado por un desengaño con George Sand, acabó malgastando su talento y paseando su sombra vagabunda y alcohólica por los cafés y las calles de París. Fue un poeta precoz y un viejo prematuro destruido por el ajenjo; un poeta menor, superficial y efectista al que Heine vio como
un joven con mucho pasado.
Poeta impecable llamó Baudelaire a Gautier en la dedicatoria de
Las flores del mal. Lo admiraron mucho Mallarmé, Pound y Eliot, y fue el teórico del arte por el arte; un poeta con más oficio que genio, un
fabbro exigente que enseñó con su ejemplo a los poetas más jóvenes la importancia del trabajo bien hecho.
Lamartine, Vigny, Hugo, Nerval, Musset y Gautier son el canon de una poesía que, como recuerda Carlos Pujol, hizo mucho ruido y no dejó ningún libro tan definitivo como los de Baudelaire o Rimbaud.
Pero –eso sí- escribieron versos memorables, abrieron nuevos caminos a la poesía, buscaron el efecto musical del poema y pusieron las bases de la radicalidad simbolista. Y dejaron una
herencia sonora y desigual –las palabras son del antólogo- que cabe en esta espléndida antología de la poesía de
un tiempo que queda lejos, pero del que venimos.Santos Domínguez