29/5/20

Giacomo Casanova. Historia de mi vida




Giacomo Casanova.
Historia de mi vida. 
Traducción y notas de Mauro Armiño.
Prólogo de Félix de Azúa.
Atalanta. Memoria mundi. Gerona, 2009.

En 1767 una lettre de cachet de Luis XV expulsaba de Francia al abate Giacomo Casanova (1725-1798). En casi toda Europa le había ocurrido lo mismo a aquel veneciano que ya se había convertido en la imagen tópica del libertino.

Pero esta vez era peor. Casanova había entrado en una edad en la que la Fortuna desprecia a los hombres. Tenía 42 años y la saturación de experiencias de una vida vertiginosa. Llevaba a sus espaldas la tristeza por la muerte de algunos amigos y protectores, la muerte reciente de su bella amiga Charlotte. Y solo le quedaban por visitar sin prohibiciones dos países excéntricos, España y Portugal.

Con ese equipaje de malos augurios y muertes recientes inicia el viaje y atraviesa en mulo los Pirineos. No había malos caminos. No había caminos. Las penosas comunicaciones de las que hablan otros viajeros de la Ilustración no le importan demasiado. Las asume como una prolongación de su decadencia, como una proyección de su desgracia.

Y pasa sus días madrileños con ilustrados de la corte de Carlos III, con libertinos ibéricos ajenos a todo refinamiento. Fue una víctima indirecta de aquel vergonzoso motín de Esquilache en el que unieron sus fuerzas (no era la primera vez y no sería la última) la delincuencia común y el clero.

Ha perdido el abate energía sexual y ya no le hacen demasiado caso las mujeres. Las conquistas son cada vez más escasas y penosas. Con amarga ironía reconoce Casanova que alguna mujer ha hecho en la cama lo que ha querido y él lo que ha podido. Así es que en España se dedica sobre todo a hacer informes reformistas, a pretender un cargo y a reunirse con librepensadores. La última (o la penúltima) aventura de un Casanova para el que el mundo no es ya más que un recuerdo en el que se confunden las luces y las sombras.

Como una obra maestra literaria, un relato que conmueve, exalta, divierte, inspira, solaza y excita tanto la lujuria como el raciocinio define Félix de Azúa la Historia de mi vida de Giacomo Casanova en el prólogo que ha escrito para la espléndida edición que publica Atalanta en su colección Memoria mundi con traducción y notas de Mauro Armiño. Hasta la edición alemana de 1960, sólo se publicó en versiones mutiladas y esta es la primera vez que se publica en versión íntegra en español, en dos volúmenes anotados y con un imprescindible índice de nombres y lugares.

Redactada en francés, su segunda lengua, en un francés oral y cercano, casi actual, la Histoire de ma vie, que convirtió a Casanova en uno de los autores más leídos del XVIII, dedica una parte sustantiva a ese viaje a España que lo llevó de Madrid a Valencia y luego a Barcelona para dar con sus ajetreados huesos en la cárcel de la Ciudadela.

Giacomo Casanova, el libertino ilustrado, el intelectual vitalista y masón encarcelado por el Santo Oficio veneciano, escapó de la cárcel en 1755 y recorrió las principales ciudades de Europa. De Venecia a París, de Praga a Dresde o Viena, introdujo la lotería en Francia, se relacionó con Rousseau, discutió con Voltaire y colaboró con Mozart. Fue un anti-Don Juan, como explica Félix de Azúa en el prólogo, frecuentó la alta sociedad, pero también a aventureros, depravados o marginales como él.

Violinista discreto y poeta ocasional, seminarista escéptico y militar a tiempo parcial, alquimista y espía, el Casanova que rememora su vida no tenía nada más que tiempo y memoria de las tabernas y las cárceles, de los palacios y los burdeles. Munich, Constantinopla, Barcelona o Madrid fueron algunas de las estaciones de paso de una vida errante y errática antes de quedarse como bibliotecario en el castillo del conde de Waldstein, en Bohemia. Allí escribió estas memorias a lo largo de siete años, entre 1791 y 1798, para recuperar lo que se había llevado el tiempo: Al acordarme de los placeres que he experimentado, los revivo y gozo con ellos por segunda vez, y me río de las penas que ya he sufrido y que ya no siento.
Unas memorias que contienen una detallada descripción de la Europa anterior a la Revolución Francesa, además de la memoria personal de un hombre contradictorio y cínico, apasionado y racional, vitalista y autodestructivo a un tiempo. Como un clásico incómodo definió Ángel Crespo a aquel hombre múltiple y crucial para entender el siglo de las luces, que resume en Casanova sus propias contradicciones.

Aquel ser refinado y grosero, superficial y lúcido que no quiso ser nada ni nadie escribió estas memorias desde el fondo de la desolación, pero sin renunciar a la provocación ni al descaro como última venganza ante un mundo que ya no era el suyo.

He sido, durante toda mi vida, víctima de mis sentidos. Me he complacido en descarriarme - escribe en el prefacio. Y esa arrogancia con la que se ufana de sus aventuras está en las antípodas de la actitud confesional de Rousseau. No son estas las confesiones de un penitente arrepentido. Están escritas con la distancia satírica de quien ya no se reconoce sino como personaje que vive en el pasado y en la literatura.

Tras la lumbre apagada del conquistador, quedaba el rescoldo del recuerdo. Y a esa luz construye Casanova el simulacro de la realidad en la memoria, en un intento inútil de reavivar la llama en el siglo de las luces que se han ido apagando. Declaró que no le gustaban las novelas, pero esta narración de su vida, un relato que mezcla verdades y ficciones, es probablemente la mejor novela del siglo XVIII.


Santos Domínguez

27/5/20

Kenneth Clark. Civilización


Kenneth Clark.
Civilización.
El libro de bolsillo.
Alianza Editorial. Madrid, 2013.

Estoy en el Pont des Arts de París. A un lado del Sena se alza la armoniosa y razonable fachada del Instituto de Francia, construido como colegio universitario alrededor de 1670. En la otra orilla, el Louvre, construido sin interrupción desde la Edad Media hasta el siglo XIX: la arquitectura clásica en su forma más espléndida y serena. Apenas visible río arriba está la catedral de Nôtre Dame, quizá no la más atractiva de las catedrales, pero sí la fachada más rigurosamente intelectual de todo el arte gótico. Las casas que bordean las orillas del río constituyen también una solución humanizada y razonable de lo que la arquitectura urbana debería ser, y frente a ellas, bajo los árboles, están los puestos de libros donde generaciones de estudiantes han encontrado alimento espiritual y generaciones de bibliófilos han cultivado su civilizado pasatiempo. Por este puente, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, los estudiantes de las escuelas de arte de París han corrido al Louvre para estudiar las obras que contiene, y luego de vuelta a sus estudios para charlar y soñar con hacer algo digno de la gran tradición. Y cuántos peregrinos de América, de Henry James para abajo, se habrán detenido en este puente para aspirar el aroma de una cultura de muchos siglos, y se habrán sentido en el corazón mismo de la civilización.(...)  ¿Qué es la civilización? No lo sé. No soy capaz de definirla en términos abstractos... todavía... Pero creo que sé reconocerla cuando la veo; y en estos momentos la estoy viendo.

Así comienza el primero de los trece capítulos que sirvieron de guión para Civilisation: A Personal View by Kenneth Clark, la monumental serie que dirigió el historiador de la cultura Kenneth Clark (1903-1983) en la BBC en 1969 y cuya traducción reedita El libro de bolsillo de Alianza Editorial, en una edición profusamente ilustrada, es un espléndido panorama que refleja la visión personal de Clark de la cultura occidental, desde la caída del Imperio Romano hasta mediados del siglo XX.

Una visión global que integra las artes plásticas, la música, la arquitectura, la literatura, filosofía e ingeniería, en una lectura profunda y a la vez divulgativa que abre perspectivas y relaciona épocas, actitudes, manifestaciones artísticas y presupuestos ideológicos. Y, sobre todo, propone una interpretación que une la evolución social a la evolución cultural, de manera que el paisaje urbano, por ejemplo, suscita una interpretación del hombre y de su historia, como revelan afirmaciones como esta: Si yo tuviera que decidir quién dice la verdad sobre una sociedad, si el discurso de un ministro de la vivienda o los edificios efectivamente construidos en su época, me fiaría de los edificios.

Santos Domínguez 

25/5/20

Pedro Páramo


Juan Rulfo. 
Pedro Páramo. 
Edición del centenario.
Editorial RM - Fundación Juan Rulfo.
México, 2016.


Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte». Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.

Así de memorablemente empieza la bajada a los infiernos que es el eje narrativo de Pedro Páramo, la novela que publicó Juan Rulfo en 1955 y que reedita la Editorial RM en el marco de las actividades con las que se conmemora el centenario del autor.

Juan Preciado evoca así un viaje en busca del padre -“me trajo la ilusión”- como el de Telémaco en la Odisea, un descenso al inframundo que es crucial en todas las mitologías y en el que el protagonista va acompañado de un guía, el arriero Abundio Martínez, que cumple el mismo papel de embajador en el infierno que Caronte en la mitología clásica o Virgilio en la Divina Comedia.

Todo desmiente en la novela la fama de creador intuitivo que injustamente le atribuyó a Rulfo una parte de la crítica. Todo está medido en ella: desde la estructura caleidoscópica -aparentemente anárquica- que traba la novela y sostiene su construcción en una meticulosa organización circular, hasta el nombre del pueblo -que evoca el de la sartén sobre las brasas- o los nombres simbólicos de los personajes, habitantes de un territorio intermedio entre la vida y la muerte, de un espacio vacío y calcinado en un tiempo que es el de la ucronía, el no-tiempo del mito.

Pese a su brevedad, que la acerca al terreno de la novela corta, Pedro Páramo es un texto inagotable, en el que se suceden varios narradores: el inicial, Juan Preciado, que habla al principio de la novela, aunque no al lector, como parece en una primera lectura; un narrador omnisciente que usa la tercera persona y el estilo indirecto libre para adentrarnos en el interior de los personajes, y dos narradoras-testigo: Dorotea y Susana San Juan, desde la misma tumba de Juan Preciado y desde la contigua.

Personajes que forman un coro de sombras y de voces, de almas en pena traspasadas por el viento, acosadas por los recuerdos y los remordimientos, y perseguidas por los murmullos que estuvieron en el primer título pensado por Rulfo para la obra: “me mataron los murmullos, recuerda Juan Preciado.

Y es que Pedro Páramo es una novela de fantasmas, anclada no en lo gótico sino en las tradiciones precolombinas, en la hondura telúrica de los pedregales estériles y desolados en los que no transcurre el tiempo ni se define la frontera entre los vivos y los muertos, que habitan un lugar de transición entre la vida y la muerte, desterrados del tiempo como sombras errantes.

En ese lugar sin árboles ni perros, de voces sin cuerpos y nombres sin rostro, en ese pueblo lleno de ecos y de sombras que se habían prefigurado en Luvina, giran los personajes presos de un tiempo circular, como los remolinos sobre el espacio de silencio erosionado de Comala:

No, no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como si la tierra se hubiera vaciado de su aire. Ningún sonido; ni el del resuello, ni el del latir del corazón; como si se detuviera el mismo ruido de la conciencia.

Y entre esas voces gastadas que arrastra el viento por aquel espacio de desolación, varios personajes se recortan con un perfil más definido sobre aquel desierto superpoblado de espectros. Son ellos los que sostienen la trama narrativa de la novela: Juan Preciado, el primer narrador, un fantasma más, que ha muerto de miedo y gira sin salida en ese remolino del viento y de las voces. Un narrador que no se dirige al lector, sino a Dorotea, su compañera de tumba.

Abundio Martínez, su hermanastro, hijo también de Pedro Páramo, el arriero que abre y cierra la trama narrativa circularmente, es la otra cara de Juan Preciado, porque es el ejecutor de la venganza y mata a su padre, que acaba desmoronándose en la última linea de la novela como si fuera  un montón de piedras.

Hay muertos anteriores, como Dolores Preciado, cuyo impulso nostálgico es el motor del viaje de su hijo Juan. O Susana San Juan, que enloquece soñando con el mar, el amor inaccesible cuya muerte acaba provocando la destrucción de Comala como venganza del cacique porque el pueblo no respetó el duelo. Y si Pedro Páramo es el causante de la ruina material de Comala, el padre Rentería es el responsable de su ruina moral por no enfrentarse al tirano y haber traicionado al pueblo cediendo al soborno.

Y muertos como Miguel Páramo, otro hijo de Pedro Páramo, su sucesor desaforado y depredador, un pendenciero muerto prematuramente. Eduviges Dyada evoca su muerte en este pasaje portentoso:

»—¿Qué pasó? —le dije a Miguel Páramo—. ¿Te dieron calabazas?

»—No. Ella me sigue queriendo —me dijo—. Lo que sucede es que yo no pude dar con ella. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué; pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá, según mis cálculos, y no encontré nada. Vengo a contártelo a ti, porque tú me comprendes. Si se lo dijera a los demás de Comala dirían que estoy loco, como siempre han dicho que lo estoy.

»—No. Loco no, Miguel. Debes estar muerto. Acuérdate que te dijeron que ese caballo te iba a matar algún día. Acuérdate, Miguel Páramo. Tal vez te pusiste a hacer locuras y eso ya es otra cosa.

»—Sólo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre. Hice que el Colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y después seguí corriendo; pero, como te digo, no había más que humo y humo y humo.

»—Mañana tu padre se torcerá de dolor —le dije—. Lo siento por él. Ahora vete y descansa en paz, Miguel. Te agradezco que hayas venido a despedirte de mí.

»Y cerré la ventana.

»Antes de que amaneciera un mozo de la Media Luna vino a decir:

»—El patrón don Pedro le suplica. El niño Miguel ha muerto. Le suplica su compañía.

»—Ya lo sé —le dije—. ¿Te pidieron que lloraras?

»—Sí, don Fulgor me dijo que se lo dijera llorando.

»—Está bien. Dile a don Pedro que allá iré.

Y además de todo eso, que ya es mucho, una prosa cuyo sentido del ritmo y cuya capacidad de sugerencia y altura poética sitúan a Rulfo en el terreno de la mejor poesía mexicana del siglo XX, como ha señalado Juan Villoro. 

Decía el crítico Chris Powell que “se puede leer la breve pero densa obra de Rulfo en un par de días, aunque eso sólo significa dar el primer paso dentro de un territorio todavía por conocer. Su exploración es uno de los viajes más extraordinarios de la literatura.”

Lo advirtió el propio Rulfo cuando decía que hasta después de tres o cuatro lecturas no se entendía Pedro Páramo, una novela inagotable cuya brevedad engañosa es otro –uno más- de los espejismos de la obra, que en esta edición lleva como portada el dibujo a tinta de Ricardo Martínez que aparecía en la última página de la primera edición de la novela, que se terminó de imprimir el 19 de marzo de 1955.

Santos Domínguez

22/5/20

Antología de Lope



Lope de Vega.
Poesía selecta.
Edición de Antonio Carreño.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2013.

El asombroso talento de Lope de Vega para conectar con el gusto del público se concretó en una extensa obra teatral que a menudo ensombrece su enorme altura de poeta, comparabale sólo a la de Góngora o Quevedo, aunque más entroncada que estos con los lectores de su tiempo.

Porque a diferencia de ellos dos, póstumos editorialmente, aunque sus versos circularan manuscritos, Lope publicó su poesía con rapidez y constancia, y con un éxito del que hablan las muchas reediciones de sus libros en el siglo XVII.

De esa poesía torrencial, variada en registros y ligada a la biografía ajetreada del vitalista incansable que la escribía para celebrar la alegría de vivir o para conjurar sus diversas catástrofes familiares, acaba de aparecer una antología amplia y representativa preparada por Antonio Carreño, acreditado y solvente editor también de la poesía de Góngora.

Lope, y lo vuelve a poner de manifiesto esta edición de su Poesía selecta por si alguien lo olvidaba o lo desconocía, es uno de esos pocos escritores totales que resumen ellos solos toda una época literaria. Como Cervantes, como Góngora, como Quevedo, Lope es una amplia provincia de la literatura.

Y, como parte de su teatro, su poesía tiene la rara virtud de permanecer joven, de parecer reciente. Ese don de la eterna juventud, por cierto y paradójicamente, no lo manifiestan sus textos más juveniles, sino los de su vejez, cuando inventa a su heterónimo Tomé de Burguillos, aquel presbítero desastrado de aspecto, enamorado de una lavandera del Manzanares y poeta de repente en el que hizo su propia caricatura y la del poeta petrarquista.

Antes había inventado Lope otras máscaras como la de Belardo, pero Burguillos es ya más que un seudónimo: es el primer heterónimo de la literatura española, con el que su autor se anticipa en casi tres siglos a la modernidad de los heterónimos de Pessoa y a los complementarios de Machado. 

Humano y divino, culto y popular, serio y risueño, asceta a ratos y hedonista habitual, tan caudaloso en sus versos como en su agitada vida sentimental, Lope fue, como señala Antonio Carreño en el excelente estudio que prologa su edición en Cátedra Letras Hispánicas“el gran púlpito de sí mismo.”

Y desde ese púlpito Lope habló de Elena Osorio (Filis), de Isabel de Urbina (Belisa), de Micaela Luján (Camila Luscinda) y de Marta de Nevares (Amarilis), nombres que reflejan que Lope vivió y escribió con una intensidad de la que dejó huellas –como en una larga confesión- en sus Rimas, que el propio poeta adjetivó más tarde como humanas para contrastarlas con las Rimas sacras, su segundo título esencial en el conjunto de una obra que culminarían las Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos.

Cuando publicó, ya a finales de 1634, este que es sin duda su libro más genial y uno de los más memorables del Siglo de Oro, Lope de Vega tenía a sus espaldas setenta y tres años de una bien aprovechada existencia de escritor y amante.

Fabulador de su ajetreada biografía, inventor de máscaras previas, poeta de sorprendente modernidad, Lope se convierte en ese momento en un poeta casi contemporáneo en su tono a través de Burguillos, una genialidad nacida en sábado. Tal vez por eso, porque se adelantaba a su tiempo, fue el libro menos valorado en su época y aún hoy sigue encontrando carencias interpretativas en la crítica más neoclásica y académica.

Este es su libro menos confesional y el más interesante desde el punto de vista de su lirismo, porque Burguillos es Lope y no es Lope, es el poeta irónico y distanciado ante los poderosos a los que halagó y que le defraudaron,desengañado ante el amor e indiferente al tiempo, estoico y humorístico, cristiano y pagano, despectivo y dolido, escindido entre la realidad y el deseo, contradictorio y dual como todo lo barroco.

Si en los sonetos de las Rimas había utilizado Lope la máscara conceptista y mitológica como antes la morisca o pastoril de sus romances para trazar una poética de la experiencia amorosa, del asedio y la conquista, en las Rimas sacrasla voz lírica sacerdotal proyectaba su conceptismo religioso en una ascética del arrepentimiento.

Pero el Burguillos es algo más complejo y más brillante: es un paródico juego de espejos, un ejercicio de ventriloquía y de virtuosismo literario que completa una poética del contraste muy del gusto barroco y a la vez muy moderna. Entre lo autorreferencial y lo extraño, ya quedan muy lejos Filis, Belisa, Camila Luscinda y Amarilis. La tosca lavandera que se llama Juana es ahora el objeto del deseo y del verso de Burguillos, en las antípodas del enamorado petrarquista. 

A través de Burguillos, Lope establece un diálogo conflictivo con la tradición poética: por un lado reivindica la herencia petrarquista; por otro, realiza una parodia que ridiculiza o mira con ironía esa poética idealista en la que había sustentado gran parte de su obra. Y así puede describir un monte sin qué ni para qué y terminar diciendo:

Y en este monte y líquida laguna,
para decir verdad como hombre honrado,
jamás me sucedió cosa ninguna.

La homogeneidad de su tono paródico, la unidad temática en torno a las relaciones entre Burguillos y Juana, la lavandera del Manzanares; la armonía estilística entroncada con la elegante naturalidad renacentista sobrepasada ya entonces, son la creación deslumbrante de un Lope desengañado, más barroco que nunca y a la vez más moderno que ninguno de sus contemporáneos.

Un Lope de asombrosa juventud en su desolada vejez, que ponía en la pluma del Conde Claros –otra máscara- este terceto en elogio de Burguillos:

Viva vuestra merced, señor Burguillos, 
que más quiere aceitunas que laureles,
y siempre se corona de tomillos.

Pero hay más: en estos textos del Lope final se produce una de las primeras y más originales muestras de intertextualidad en la literatura española. Escindido ya en su título, este libro genial, distante y desengañado culminaba una trayectoria poética fecundísima que en este volumen se organiza en cuatro apartados (Romances, Rimas, poesía religiosa y el ciclo de senectute) y en dos apéndices que recogen textos extraídos de sus obras dramáticas: uno con su poesía de corte tradicional y otro con sonetos.

Híbridos de lo culto y lo popular en tono, en enfoque lírico y en esquemas métricos, como toda la lírica áurea desde Cervantes, hay en los poemas de Lope un maridaje barroco de tendencias que no existía ni en Garcilaso ni en Herrera, aunque asomaba ya en San Juan de la Cruz, y que se convierte, junto con el ejemplo de Góngora y de Quevedo, en un precedente ejemplar de las poéticas del 27 y su síntesis de tendencias.

La edición se completa con varios índices –de primeros versos, de notas, de referencias onomásticas- que facilitan la consulta y la localización rápida de cada uno de los doscientos poemas que contiene el volumen. 

Santos Domínguez

20/5/20

Héctor y Patroclo




Homero.
Héctor.
Traducción de Luis Segalá. 
Los secretos de Diotima.
Guillermo Escolar Editor. Madrid, 2020.



Homero.
Patroclo.
Traducción de Luis Segalá. 
Los secretos de Diotima.
Guillermo Escolar Editor. Madrid, 2020.

El esclarecido Héctor y su hermano Paris traspusieron las puertas, con el ánimo impaciente por combatir y pelear. Como cuando un dios envía próspero viento a navegantes que lo anhelan porque están cansados de romper las olas, batiendo los pulidos remos, y tienen relajados los miembros a causa de la fatiga, así, tan deseados, aparecieron estos a los troyanos.

Así comienza el Desafío de Héctor, el episodio de la Ilíada que publica Guillermo Escolar en la colección Los secretos de Diotima, con traducción de Luis Segalá. 

Prudente, heroico y valiente, Héctor, el príncipe troyano de broncíneo casco es una víctima del destino cruzado con las peleas de los dioses. Zeus, Apolo, Poseidón y Atenea andan siempre involucrados con los aqueos o los troyanos.

Héctor, el domador de caballos, tiene un papel decisivo en el poema homérico: furioso y protegido por Zeus y por Apolo, que le quitan la armadura y el casco al impulsivo Patroclo, (el que “tres veces mató nueve hombres”), matará al joven amigo de Aquiles, que había usado su armadura y caerá en el combate, indómito y perplejo. Sus honras fúnebres, los juegos y sacrificios en su memoria contienen algunos de los mejores momentos de la Iliada:

Primero apagaron con negro vino la parte de la pira a que alcanzó la llama, y la ceniza cayó en abundancia; después recogieron, llorando, los blancos huesos del dulce amigo y los encerraron en una urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa; dejaron la urna en la tienda, tendiendo sobre la misma un sutil velo; trazaron el ámbito del túmulo en torno de la pira, echaron los cimientos, e inmediatamente amontonaron la tierra que antes habían excavado. Y, erigido el túmulo, volvieron a su sitio. Aquiles detuvo al pueblo y le hizo sentar, formando un gran circo; y al momento sacó de las naves, para premio de los que vencieren en los juegos en honor de Patroclo, calderas, trípodes, caballos, mulos, bueyes de robusta cabeza, mujeres de hermosa cintura y luciente hierro.

Héctor, que despojó su cadáver, desatará así la segunda y definitiva cólera de Aquiles, el de los pies ligeros, que había perdido con Patroclo a alguien que era más que un amigo. Aquiles retrasa los funerales de Patroclo hasta volver con el cadáver de Héctor, que caerá derrotado, en huida y suplicante, junto a las murallas de Troya para que Aquiles muestre su lado más despiadado cuando arrastre con una crueldad gratuita el cadáver de Héctor atado a su carro, aunque el lector se reconciliará con él al descubrir su vertiente más compasiva cuando se conmueva ante el rey Príamo, que se humilla ante él para recuperar el cadáver de su hijo y enterrarlo con el acompañamiento del llanto de Hécuba y Andrómaca.

Con el anuncio de once días de tregua para los funerales de Héctor, los mismos que se dedican a las honras fúnebres de Patroclo, termina la Ilíada, de la que se publica en esta misma colección un volumen complementario centrado en la figura de Patroclo con la versión ya citada de Luis Segalá.

Tanto Héctor como Patroclo, impulsivos y cegados por sus victorias provisionales, no alcanzan a entender que sólo son piezas que forman parte de un plan de Zeus que incluye su camino hacia la muerte. 

Santos Domínguez 

18/5/20

Campbell. El héroe de las mil caras


Joseph Campbell. 
El héroe de las mil caras.
Traducción de Luisa Josefina Hernández.
Fondo de Cultura Económica. México, 2017.

“Sea que escuchemos con divertida indiferencia el sortilegio fantástico de un médico brujo de ojos enrojecidos del Congo, o que leamos con refinado embeleso las pálidas traducciones de las estrofas del místico Lao-Tse, o que tratemos de romper, una y otra vez, la dura cáscara de un argumento de Santo Tomás, o que captemos repentinamente el brillante significado de un extraño cuento de hadas esquimal, encontraremos siempre la misma historia de forma variable y sin embargo maravillosamente constante, junto con una incitante y persistente sugestión de que nos queda por experimentar algo más que lo que podrá ser nunca sabido o contado.
En todo el mundo habitado, en todos los tiempos y en todas las circunstancias, han florecido los mitos del hombre; han sido la inspiración viva de todo lo que haya podido surgir de las actividades del cuerpo y de la mente humanos. No sería exagerado decir que el mito es la entrada secreta por la cual las inagotables energías del cosmos se vierten sobre las manifestaciones culturales humanas. Las religiones, las filosofías, las artes, las formas sociales del hombre primitivo e histórico, los primeros descubrimientos, científicos y tecnológicos, las propias visiones que atormentan el sueño, emanan del fundamental anillo mágico del mito.”

Así abre Joseph Campbell el prólogo de El héroe de las mil caras, un libro fundamental sobre el monomito del viaje del héroe y sobre la vinculación entre el mito y el sueño que reedita el Fondo de Cultura Económica con traducción de Luisa Josefina Hernández.

La primera edición en inglés apareció en 1949, precedida de un Prefacio en el que Campbell fijaba el objetivo del libro, que lleva como subtítulo Psicoanálisis del mito. Escribía allí que “la finalidad del presente libro es descubrir algunas verdades que han estado escondidas bajo las figuras de la religión y de la mitología; el método a seguir será comparar una multitud de ejemplos bastante sencillos y dejar que el antiguo significado se haga aparente por sí mismo. Los viejos maestros sabían lo que decían. En cuanto hayamos aprendido a leer su lenguaje simbólico, no requiere más talento que el de un recopilador el dejar que se escuche su enseñanza. Primero debemos aprender la gramática de los símbolos y como llave de este misterio no conozco mejor instrumento moderno que el psicoanálisis. Sin aceptar al psicoanálisis como la última palabra en la materia, puede servir como método de aproximación a ella. El segundo paso será reunir un grupo de mitos y cuentos populares de todas partes del mundo y dejar que los símbolos hablen por sí mismos. Los paralelos se harán inmediatamente aparentes, y se ha de desarrollar una constante vasta y asombrosa de las verdades básicas que el hombre ha vivido en los milenios de su residencia en el planeta.”

Cómo leer un mito fue el primer título de El héroe de las mil caras, un libro germinal que a modo de obertura inaugura el ciclo de monografías de Joseph Campbell en torno a los mitos. Desde este estudio inicial hasta el último, Las extensiones interiores del espacio exterior (1986), Campbell se dedicó a buscar un espacio de reconciliación entre la consciencia y el misterio a través de los arquetipos mitológicos, religiosos y psicológicos de las distintas culturas, y utilizó la antropología, el psicoanálisis, la literatura o la fenomenología de las religiones para construir una interpretación vitalista del mito y del héroe, de ahí que prestara tanta atención a los mitos encarnados en Osiris, Dionisos, Mitra o Cristo, señores de la muerte y la resurrección. 

Hay un hilo conductor en todos esos títulos: el rastreo de patrones arquetípicos comunes a todas las mitologías que las distintas culturas han elaborado, desde Mesopotamia a los mayas o los etruscos, desde la India a Oceanía, desde la cultura egipcia a la olmeca, desde China a Europa. 

En El héroe de las mil caras el objeto de estudio es el monomito del viaje y la travesía del héroe en un itinerario interior, en un viaje iniciático hacia la transformación de sí mismo y hacia la restauración del orden en el mundo. Es un itinerario que arranca de lo cotidiano y va hacia lo sobrenatural para enfrentarse con antagonistas de fuerza sobrehumana y obtener una victoria que revierte en el resto de los hombres. Es el arquetipo que se materializa en Prometeo, Jasón o Eneas:

“El héroe inicia su aventura desde el mundo de todos los días hacia una región de prodigios sobrenaturales, se enfrenta con fuerzas fabulosas y gana una victoria decisiva; el héroe regresa de su misteriosa aventura con la fuerza de otorgar dones a sus hermanos. Prometeo ascendió a los cielos, robó el fuego de los dioses y descendió. Jasón navegó a través de las rocas que chocaban para entrar al mar de las maravillas, engañó al dragón que guardaba el Vellocino de Oro y regresó con el vellocino y el poder para disputar a un usurpador el trono que había heredado. Eneas bajó al fondo del mundo, cruzó el temible río de los muertos, entretuvo con comida al Cancerbero, guardián de tres cabezas, y pudo hablar, finalmente, con la sombra de su padre muerto.”

La aventura del héroe que concluye con el triunfo doméstico del protagonista de los cuentos de hadas y el triunfo universal del héroe mítico, liberador de la vida, vencedor del mal, del desorden o de la muerte es un arquetipo repetido en las distintas culturas y épocas: 

“La aventura del héroe, ya sea presentada con las vastas, casi oceánicas imágenes del Oriente, o en las vigorosas narraciones de los griegos, o en las majestuosas leyendas de la Biblia, normalmente sigue el modelo de la unidad nuclear arriba descrita; una separación del mundo, la penetración a alguna fuente de poder, y un regreso a la vida para vivirla con más sentido.”

En todas las culturas en las que está presente el monomito se repite el mismo patrón narrativo: la partida, la iniciación y el regreso de la aventura con los dones obtenidos para transferirlos a los demás y restaurar el orden.

Además de esos ejes centrales, El héroe de las mil caras aborda el papel creador, nutritivo y redentor de la fuerza femenina representada en la madre del héroe o del universo o las distintas fases iniciáticas: el paso del héroe por el umbral mágico y las diversas pruebas que tiene que afrontar, entre ellas el encuentro con la diosa y su relación amorosa o la reconciliación con la imagen terrible del padre.  

Se trata de arquetipos y procesos que emergen en los sueños porque en el sueño se personaliza el mito y, como señaló Campbell en su monumental Imagen del mito, “los mitos surgen, como los sueños, y al igual que la vida, de un mundo interior desconocido para la conciencia despierta.”

Con abundantes imágenes que ilustran la presencia de estos arquetipos en las mitologías orientales y occidentales, en las leyendas tribales de América, África o Australia o en los cuentos infantiles, Campbell indaga en el significado psicológico de la simbología del mito, en los ciclos de las distintas cosmogonías sobre la creación del mundo, en las transformaciones del héroe -guerrero y amante, emperador y tirano, redentor y santo- en su muerte o su partida memorables, en su disolución personal como último episodio de su biografía. 

Como en el resto de su obra, la mirada de Campbell es aquí ya la mirada abarcadora y profunda propia de quien sustituye los prejuicios por la curiosidad intelectual y arranca de un amplio sincretismo cultural y religioso para transmitir una visión abierta e integradora de las distintas construcciones mitológicas y para que el lector compruebe cómo se repiten en todas las culturas los mismos motivos míticos, esos arquetipos del inconsciente que estudió Jung y que Campbell recorre con lucidez y profundidad con el convencimiento de que la mitología es una proyección de “las obsesiones y necesidades del individuo, la raza y la época.” 

Por eso, afirma Campbell, “aquí, como en un fluoroscopio, están revelados los escondidos procesos del enigma del Homo sapiens, occidental y oriental, primitivo y civilizado, contemporáneo y arcaico. El espectáculo completo está ante nuestros ojos. Sólo debemos leerlo, estudiar sus patrones constantes, analizar sus variaciones y llegar a un entendimiento de las fuerzas profundas que han dado forma al destino humano y que deben seguir determinando nuestras vidas, tanto privadas como públicas.”

Santos Domínguez

15/5/20

Poeta en Nueva York


Federico García Lorca.
Poeta en Nueva York.
Primera edición del original fijada y anotada 
por Andrew A. Anderson.
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.
Barcelona, 2013.

Por una lamentable paradoja, Poeta en Nueva York es a la vez la obra mayor de García Lorca y el libro que tiene la historia textual más complicada de la literatura española contemporánea.

Escrito entre 1929 y 1930 durante el viaje de Lorca a Nueva York y Cuba, el poeta lo dio a conocer parcialmente en recitales y conferencias, se refirió a él en muchas entrevistas, lo corrigió insistentemente durante seis años, le cambió el título y pensó llamarlo –luego lo descartaría- Introducción a la muerte por sugerencia de Neruda, exageró sobre su tamaño y prometió trescientos poemas, desvinculó parte del material para integrarlo en otro proyecto que quería titular Tierra y luna, cambió la disposición de los textos, modificó el título de algunos poemas, dudó hasta última hora sobre su estructura y sobre los textos que incorporaría Poeta en Nueva York...

Finalmente, a principios de  julio de 1936, antes de irse a Granada, Lorca le dejó a Bergamín un complicado original, mecanografiado en parte y en parte manuscrito, con tachaduras y correcciones, para que lo publicara en Cruz y Raya.

Ese original, de 1935-36, es el que más se acerca a “la última voluntad documentada del poeta”, como señala el hispanista Andrew A. Anderson en el estudio previo a su edición de Poeta en Nueva York en Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Pero sólo eso. El original no está ultimado, no es –ni de lejos- una entrega lista para la imprenta. No hay más que ver el facsímil que se incorpora en el cuadernillo central de esta edición para darse cuenta del laberinto que Lorca le regaló a Bergamín.

Y es que este no es, pese a todo, un original completo, ya que Lorca ni siquiera entrega el texto de algunos de los 35 poemas que deben formar parte de las diez  secciones del libro, porque no dispone de su propio texto autógrafo ni de una copia, y se limita a indicar en dónde pueden ser localizados los textos manuscritos o impresos en alguna revista.

Para complicar más las cosas, a Lorca lo asesinan a mediados del mes siguiente, Bergamín se va con ese material al exilio y en 1940 se publican casi simultáneamente dos versiones distintas del libro: la edición Norton, en Nueva York, que preparó Rolfe Humphries, y la edición Séneca llevada a cabo por el propio Bergamín en México con una posible “intervención” de Emilio Prados sobre el texto.

Las dos ediciones, pese a su disparidad, se basaron en el mismo original: el que Lorca dejó en Cruz y Raya, que desapareció y se recuperó hace ahora diez años, en 2003, cuando lo compra en una subasta la Fundación García Lorca.

Una situación como esa ha proporcionado entretenimiento y material de estudio inagotable a varias generaciones de hispanistas extranjeros y filólogos españoles. García-Posada, Eutimio Martín, Daniel Eisenberg, Christopher Maurer o el propio Andrew A. Anderson  han analizado los borradores, las revisiones, los manuscritos y mecanoscritos, las copias en limpio, las versiones definitivas y las intermedias para aventurar la estructura y fijar el texto de un libro que Lorca no llegó a cerrar definitivamente.

Debe de ser tan entretenida como benemérita la labor de establecer el stemma, de comparar las variantes en los signos de puntuación entre unas ediciones y otras. Algunos de esos investigadores han estado décadas ocupados en ese estudio meticuloso del texto y de su opaco y cambiante proceso de elaboración, aunque los resultados -discrepantes siempre- tampoco han sido definitivos ni incontestables.

Pero afortunadamente esos problemas filológicos son transversales cuando no tangentes a la poesía y al valor literario de un libro que desde las primeras ediciones, pese a las deficiencias que contenían, se convierte en una obra central en la poesía del siglo XX.

Poco importa al lector que haya dos secciones más o menos, que los poemas figuren en una o en otra, o que no haya secciones. Lo fundamental es que algunos de los textos de Poeta en Nueva York –El rey de Harlem, Norma y paraíso de los negros, Paisaje de la multitud que vomita, Poema doble del lago Eden, New York (Oficina y denuncia), Luna y panorama de los insectos, Grito hacia Roma, Oda a Walt Whitman, Pequeño vals vienés o Son de negros en Cuba- forman parte imprescindible de la poesía universal del siglo XX.

Pese a esta meritísima edición del original y al excelente estudio de su proceso de elaboración y publicación, nunca sabremos cómo hubiera sido la forma definitiva del libro si a Lorca no lo hubieran asesinado en agosto del 36, porque desde ese original hasta la impresión del libro –como ha explicado Christopher Maurer- muy probablemente hubieran cambiado algunas cosas en la estructura de ese rompecabezas memorable que se llama Poeta en Nueva York.

Santos Domínguez 


13/5/20

Joan Perucho. De lo maravilloso y lo real


Joan Perucho.
De lo maravilloso y lo real.
Antología
Introducción y selección de Mercedes Monmany.  
Fundación Banco Santander. Madrid, 2020.

Con motivo del centenario de Joan Perucho (1920-2003), la Fundación Banco Santander reedita en su magnífica colección Obra Fundamental una generosa y significativa antología de textos -relatos, ensayos breves y artículos- de Joan Perucho, con el título De lo maravilloso y lo real

La selección la realizó Mercedes Monmany, que abría su Introducción -'Joan Perucho: La aventura de la vida verdadera'- reproduciendo un fragmento del prólogo de Perucho a su colección de relatos Rosas, diablos y sonrisas:

“Este libro es floral, monstruosamente artificioso y esteticista y, entre los recortados ramajes de su jardinería decadente, surgen rostros de diablos, sonrisas y rosas enigmáticas y deshojadas. El temario deriva y discurre hacia alquimias, castillos, fantasmas, perfumes, animales fabulosos, cortesanas francesas, magia, gastronomía y antiguos bailes de disfraces. Es, pues, un libro especialmente apto para los voluptuosos y para los entusiastas del "final de siglo". [...] El autor no lamenta el gusto que siente por estas cosas. Las restantes tienden a aburrirle.”

En esas líneas se encierra una parte esencial del mundo literario de Joan Perucho, que reflejan los diez apartados en que Monmany organiza la selección de textos: Historias apócrifas y relatos fantásticos; Eruditos de lo maravilloso; Brujos, magos, fantasmas y ocultistas; Santos, sabios y cristianos; Bestiario fantástico; Botánica oculta; Cuentos mínimos y autobiográficos; Memorias y recuerdos; Viajes y Teoría de Cataluña y misterios de Barcelona.

Estrechamente emparentados con la obra de Álvaro Cunqueiro, Borges y Calvino, estos textos en los que, como avisa el título de la antología, se cruzan lo maravilloso y lo real, son una respuesta al realismo social dominante en la literatura  española de la época. Frente a la imitación de la realidad, responden con la imaginación; frente a la voluntad testimonial, defienden la reivindicación de lo invisible; frente a la prosa municipal, el cuidado del estilo.

El arte y la literatura se alzan de esa manera como alternativas a la vida, como una segunda vida distinta y habitable. Así lo explicaba Perucho en Una poética:

Los artistas viven en el fondo -afirmaba una vida distinta a la real, que es vulgar y despreciable, anodina. El arte abre las puertas de lo desconocido, jamás explorado por nadie (me refiero, naturalmente a los que hacen del arte su razón de ser), y por él y a través de él, crean la aventura de su vida verdadera, hasta ese momento ignorada, no susceptible de ser cambiada por nada absolutamente.

Junto al predominio de lo fantástico hay también en esta espléndida antología una sección de textos memorialísticos tomados de Los jardines de la melancolía y artículos de viaje. 

Se completa así un conjunto muy representativo de la obra total de Perucho, en la que conviven la fabulación y la realidad, el sueño y la erudición, los mundos reales y los imaginarios, lo insólito y lo misterioso, la vanguardia y el pasado, las vidas de santos y el erotismo, el humor, la ironía y la nostalgia.

Sobre un fondo libresco, estos textos son un reflejo deslumbrante de la escritura de Perucho, asentada -las palabras son de Mercedes Monmany- en “una poética de lo invisible y de lo intemporal” porque proponen una nueva mirada al otro lado del espejo.

Una mirada refinada, esteticista y poética sobre la que se articula una percepción mágica del mundo como misterio y como milagro. Porque como uno de sus personajes, Perucho es un erudito de lo maravilloso que hace una relectura de la historia con fantasmas y anacoretas, mandrágoras y monstruos frágiles, máquinas de trovar o arañas saltadoras.

“Quizá llegue un día -escribe Mercedes Monmany al final de su prólogo- en el que, gracias a esos múltiples rastros dejados, a las múltiples vidas y pintorescas existencias recorridas en sus libros, a la variedad de registros y caminos elegidos, alguien, como decía Perucho hablando de Shakespeare y de Homero, se pregunte quién era realmente él: ¿Una sucesión de nombres? ¿Un rey con seudónimo? ¿Un hombre? ¿Una escuela o muchas escuelas? ¿Una época o muchas épocas?”

Santos Domínguez 

11/5/20

El conocimiento perdido de la imaginación



Gary Lachman.
El conocimiento perdido de la imaginación. 
Traducción de Isabel Margelí. 
Atalanta Imaginatio Vera. Gerona, 2020.

Ya casi es un tópico señalar que nuestro poder y dominio sobre la naturaleza, que hemos logrado gracias al reino de la cantidad y que cada vez nos aplicamos más a nosotros mismos, nos ha salido muy caro. El despojamiento de la «interioridad» del universo –y, cada vez más, de la nuestra propia–, necesario para que se afianzara la nueva vía de conocimiento, no ha tenido éxito. Aunque lo requería la fase inicial de desarrollo de la humanidad (o así lo considero yo), nuestro poder sobre el mundo natural ha empezado a mostrar en épocas recientes su lado más sombrío. El calentamiento global, la urbanización desmedida, la industrialización y los problemas medioambientales y sociales relacionados, además de otras crisis a las que nos enfrentamos en la actualidad, tienen su origen en ese dominio sobre el universo físico que comportó nuestra nueva vía de conocimiento. Pero, por apremiantes que sean estas problemáticas (y sólo he mencionado unas cuantas para dar una idea de su naturaleza), no son los únicos efectos imprevistos de la «revolución» del conocimiento de hace cuatro siglos.
Nuestra «interioridad» también se ha visto afectada radicalmente. La libertad de pensamiento que se alcanzó al relegar el dogma y la fe tuvo dos consecuencias: liberó la mente, pero también la dejó a la deriva. Una de las secuelas de la nueva vía de conocimiento es que a muchos nos hace sentir, como dijo el novelista Walker Percy, «perdidos en el cosmos». El hombre, en su ignorancia, se creyó el centro del universo, y esta nueva vía de conocimiento nos desengañó luego de este juicio erróneo. No estamos en el centro, sino que ocupamos una modesta posición cerca de una estrella de rango medio en uno de los brazos de cierta galaxia, a su vez colmada de miles de millones de estrellas más y alojada en un universo lleno de otros miles de millones de galaxias. Y, por lo que sabemos, existen miles de millones de universos más.

La reivindicación de la imaginación como forma de conocimiento interior: ese es el núcleo de sentido de El conocimiento perdido de la imaginación, el magnífico libro de Gary Lachman al que pertenecen esos dos párrafos. Lo publica Atalanta en su colección Imaginatio Vera con traducción de Isabel Margelí.

Una imaginación que desde el siglo XVII fue desplazada por el objetivismo científico y confundida con la fantasía escapista. Y sin embargo, Goethe o Blake demostraron con su obra que la capacidad creativa del pensamiento se sustenta en la posibilidad de expresar la interioridad mediante imágenes, metáforas y símbolos.

Y es que la imaginación es una forma de pensamiento figurativo, el característico de la poesía, que va más allá del mero conocimiento externo, basado en la observación de los datos positivos, que está en la raíz del pensamiento científico.

Nuestras amarras -explica Lachman- empezaron a soltarse a mediados del siglo XVI, cuando Copérnico liberó el Sol de la Tierra y, en palabras de Nietzsche, comenzamos a «rodar desde el centro hacia X». La efectividad de la nueva vía de conocimiento para desengañarnos de la idea de que somos necesarios, importantes o fundamentales para el universo la expresó muy bien el respetado astrofísico Steven Weinberg en su libro Los tres primeros minutos del universo: «Cuanto más comprensible parece el universo, más parece carecer de sentido».Comprensible tiene aquí el sentido de «cuantificable». No cuesta inferir de ello que, como habitantes de ese absurdo pero cuantificado universo, somos inevitablemente más absurdos todavía.

Anomia, apatía, alienación y una sensación de angustia existencial llegaron de la mano del éxito de nuestro afán, por lo visto imparable, de cuantificar toda la existencia y nuestra experiencia de ella. La cuantificación de la existencia humana se llevó a cabo de diferentes maneras; disciplinas que antes se consideraban parte de las «humanidades» adoptaron los efectivos métodos de la nueva vía de conocimiento. El ansia de obtener el mismo tipo de resultados «objetivos» y «mensurables» que las ciencias «duras» suscitó la envidia de sus parientes «más blandas», de modo que casi todas las formas de erudición, investigación, búsqueda y estudio imitaron el nuevo enfoque. Así pues, la ciencia devino rápidamente en «cientificismo», o le dio origen.

Pascal, matemático y filósofo, fue uno de los primeros en darse cuenta del peligro. Y ante esa pérdida de interioridad y frente al desprestigio de la imaginación, ya en el siglo XX se alzaron voces como la de Owen Barfield, que defendía la imaginación como una forma de percepción figurativa de la realidad que vinculaba al perceptor con lo percibido, al hombre con la naturaleza y conectaba en un mismo ejercicio de conocimiento lo interior con lo exterior, lo subjetivo con lo objetivo.

Es el conocimiento imaginativo al que aludía Jünger, que habló del lenguaje de los poetas como del  único lenguaje verdadero; el reino perdido de la imaginación que transforma la conciencia al que se refería Kathleen Raine a propósito de la poesía de Blake; una forma creativa de conocimiento que conecta lo superficial con lo profundo a través de imágenes materiales que aluden a lo inmaterial o lo sugieren.

La imaginación se convierte así no sólo en instrumento creativo, sino en un método de conocimiento privilegiado para mirar al interior del mundo y del hombre. A eso aspiraba Goethe, que conectó lo poético, lo filosófico y lo científico  y buscó zonas de contacto entre la ciencia y la poesía para “contemplar las ideas con los ojos”.

Siglos después, Einstein decía que "la imaginación es más importante que el conocimiento. El conocimiento es limitado.  La imaginación engloba el mundo." Y a algo parecido se refería Heisenberg en su formulación del principio de incertidumbre: a la idea de que el observador altera lo observado. Y desde una posición no muy distante desarrolló Jung el método de la imaginación activa de su psicología analítica y Corbin la idea de una hermenéutica espiritual que “consistía en escuchar, en estar atento a las cosas y en oír su voz.”

En esa misma línea, Kathleen Raine defendía, en palabras de Lachman, “que existía una verdad, una realidad distinta al ‘realismo’, la cual denominó ‘Tradición’, que hundía sus raíces en las enseñanzas de Platón, Plotino, los Hermetica y todo lo que se conoce como ‘filosofía perenne’. Esta situaba el espíritu, mente o imaginación en el asiento del conductor, mientras que el mundo material era un accesorio necesario pero subordinado que ocupaba el peldaño inferior de la escala ontológica.”

A lo largo de los seis capítulos del libro, Lachman va reconstruyendo una genealogía de la imaginación creativa que se mueve entre la propuesta filosófica y la visión poética. Una genealogía de la que forman parte poetas visionarios como Blake, Shelley, Coleridge o Yeats, que conciben la poesía como un lenguaje de la imaginación con una potencia creadora que se expresa a través de metáforas y símbolos.

“Todos los ‘verdaderos poetas’ -escribe Lachman-  tienen esta capacidad de percibir el mundo dentro de sí”, como le ocurría a Blake, para quien “nos convertimos en aquello que observamos.” O como Yeats, que veía en el reino humano de la imaginación “un eje entre los mundos en el que se encuentran lo encarnado y lo desencarnado, el yo consciente y el inconsciente.”

Santos Domínguez 




8/5/20

Antología de Lorenzo Oliván




Lorenzo Oliván.
Las percepciones islas
(Antología poética).
Prólogo de Juan Manuel Romero. 
Pre-Textos. Valencia, 2020.


La intensidad no dura.
Hasta la luz,
para poder pensarla,
sentirla como luz,
se aleja a cada instante de sí misma.

Quiero que te hagas noche,
que halles en ti la negación que afirma,

igual que en mi visión
se borra la raíz
para ser ella y otra

para mirar más lejos,
para llegar más alto.

Nos hace falta olvido
sobre el que levantar lo memorable.

Las islas nos seducen,
pero también las percepciones islas.

Del título de ese poema, de Para una teoría de las distancias, toma su nombre la antología poética de Lorenzo Oliván que publica Pre-Textos con un prólogo -'El fervor de la mirada'- en el que Juan Manuel Romero destaca que  la mirada es el centro germinativo de la poesía de Lorenzo Oliván, hasta el punto de que el propio autor ha acuñado la expresión ‘el ojo que piensa’ para definir la obsesión contemplativa de la que surgen sus textos.”

Una poesía reflexiva que entiende la escritura como conocimiento y como expresión emocional, una retrospectiva en la que como es lógico hay más poemas de los últimos libros, en los que maduró la voz poética del autor.

Una voz en la que se conjuntan la mirada y el pensamiento, la percepción de lo exterior y la indagación en lo interior, la reflexión y la sensación, el conocimiento y la emoción para ahondar en la identidad propia y en la realidad en una poesía  de tono bajo en la que se conjuran la hondura y la intensidad expresiva, canalizada en el ejercicio de la metáfora, que -en palabras del prologuista- “es mucho más que una figura retórica y se convierte del todo en lo que es: una carga explosiva de profundidad, capaz en sus mejores momentos de reventar las ideas rutinarias y los estereotipos, conectar lo posible con lo imposible.”

Esa relación de la conciencia personal con el mundo se concreta en un viaje reflexivo y metafórico hacia lo hondo por el camino de un simbolismo que transita desde lo concreto a lo abstracto, desde lo figurativo a lo conceptual en busca de la iluminación de la realidad invisible, de la revelación de la luz desde la sombra y desde el asombro ante el misterio complejo de la existencia.

Se reúnen en este volumen ochenta poemas que recogen la trayectoria poética del autor entre 1993 y 2018, entre Único norte o Visiones y revisiones y Para una teoría de las distancias, además de cinco inéditos. Este es uno de ellos:


EL EQUILIBRIO

No hay quimera mayor que el equilibrio.

El fiel de la balanza
favorece a un extremo
al que tienta
quizá con perversión.

Un pájaro contempla
cualquier pendiente de aire
y la convierte en ruta.

Qué lejos tú

perdido, confundido,
allá en tus contrapesos.

Contemplación reflexiva, visión y meditación aunadas en una poesía que “arde para iluminarnos”, como señala Juan Manuel Romero en el cierre de su prólogo.

Santos Domínguez

6/5/20

La Comedia humana, X

 Honoré de Balzac. 
La Comedia humana.
Volumen X. 
Traducción de Aurelio Garzón del Camino.
Hermida Editores. Madrid, 2020.


Durante las noches de invierno no cesa el ruido en la calle Saint-Honoré más que un instante; los hortelanos continúan, al ir al mercado central, el movimiento producido en ella por los coches que vuelven del teatro o del baile. En medio de este momento culminante que se produce en la gran sinfonía del estruendo parisiense hacia la una de la madrugada, un sueño espantoso despertó sobresaltada a la mujer del señor César Birotteau, perfumista establecido cerca de la Plaza Vendôme.

Así comienza Grandeza y decadencia de Cesar Birotteau, una de las novelas nucleares de La Comedia humana de Balzac, que alcanza su décimo tomo en la edición de Hermida Editores con traducción de Aurelio Garzón del Camino.

Esta obra forma parte esencial de la segunda entrega de la serie Escenas de la vida parisiense. Balzac la publicó muy a finales de 1837, pero ya en 1835 la tenía muy avanzada y hablaba de ella como de una obra capital, como su obra más ambiciosa hasta ese momento.

Se centra en la ascensión económica y social del perfumista Birotteau, un burgués honrado y mediocre sometido a los vaivenes de un destino que no controla, de un esplendor repentino y pasajero que acaba provocando su caída.  Organizada en dos partes de diseño simétrico -César en su apogeo y César en lucha con el infortunio-, que culminan en dos fiestas decisivas de signo muy distinto, la ruina económica del personaje es paralela a su crecimiento moral, sobrepasado siempre por unos mecanismos sociales y económicos turbulentos que le superan.

Su contrapunto y su complemento es la novela corta que la sigue, La casa Nucingen, que apareció en 1838. Son la cara y la cruz de la actividad económica especulativa en el capitalismo de la Francia de la Restauración. Si Birotteau es la cara honrada y la víctima de esos movimientos, el banquero Nucingen, que había aparecido ya en Papá Goriot, es uno de los acreedores que provocan la ruina de Birotteau. Construida al hilo de una conversación entre cuatro periodistas que el narrador sorprende en el reservado de un restaurante de París sobre los negocios turbios de un personaje que parece estar inspirado en el barón Rothschild, se centra en el origen especulativo de las grandes fortunas parisinas de la época.

Completan el volumen la trilogía de novelas cortas previas Historia de los Trece -una hermandad de conspiradores- que Balzac incorporó al ciclo: Ferragus, jefe de los Devoradores (1833), con su inolvidable recorrido por las calles de París. “Un atlas del continente París”, en definición de Italo Calvino, porque es la ciudad la verdadera protagonista de la novela que es también la historia de un secreto. Del mismo año es La duquesa de Langeais, que oculta en su trama amorosa y en su mirada crítica hacia la aristocracia el resentimiento de Balzac tras el fin de una relación con una aristócrata.

La tercera pieza de la trilogía es La muchacha de los ojos de oro, una historia amorosa de aristócratas, secretos y sensualidad con París al fondo.

Cierra la edición una de las obras más extrañas y brillantes de Balzac: Sarrasine, una novela corta escasamente conectada con La Comedia humana, una de esas novelas de artistas que escribía Balzac de vez en cuando. Centrada en las figuras de un escultor y un castrato en la Roma de finales del siglo XVIII, con ecos de Stendhal y de Casanova y una suma de arte y erotismo, es una novela que Bataille consideraba como una obra maestra absoluta.

Escritas en una época de transición entre un Romanticismo declinante y un Realismo emergente que alcanzaría su cima con Flaubert, las novelas de Balzac tienen su centro de interés situado en el lugar en donde se cruzan los individuos con la sociedad, los ideales con las reglas del juego, los sentimientos y la observación, el idealismo y el pragmatismo.

Y es que Balzac es ya un avanzado del Realismo y de su mirada al interior de los personajes individualizados en su carácter y en sus actitudes, pero observados también con minuciosidad en sus contextos sociales y familiares.

La sutileza psicológica, la capacidad de observación, la ironía crítica, las descripciones matizadas son algunas de las armas narrativas con las que Balzac aborda en estas novelas un potente universo de personajes, caracteres y comportamientos que vertebran su entramado novelístico con las descripciones de lugares y ambientes en los que inmortalizó aquel complejo París de la Restauración.

Santos Domínguez