29/10/21

Miguel Sánchez Gatell. El umbral insalvable

Miguel Sánchez Gatell.
El umbral insalvable.
Bartleby Editores. Madrid, 2021.


Cuando el ángel se muestre, 
tan pocos y tan puros, 
los elementos tendrán que absolver 
a quien blande la palabra. 
La historia, en cambio, lo habrá olvidado todo. 

Como si no doliera, miro el mundo.
Y el silencio me toma de la mano.

Con esos versos se cierra el último de los poemas de El umbral insalvable de Miguel Sánchez Gatell, que publica Bartleby Editores, un espléndido tríptico que se abre con un conjunto de poemas en los que conviven la celebración de la luz y el color, con Goethe al fondo, en poemas ecfrásticos que dialogan con cuadros de Cézanne y Munch, de Kandinsky y Gauguin. 

La bien afinada palabra de Sánchez Gatell explora en esos textos los caminos de ida y vuelta que unen la palabra y la mirada, la poesía y la pintura en una afirmación de la vida y la memoria, en una meditación sobre la identidad y el paso del tiempo que culmina en la sinestésica serie ‘Doce colores’, inspirada en un cuarteto de cuerda de Schönberg, donde se leen versos como estos, del poema ‘Blanco’: 

La espera cabe, nunca la esperanza.
El futuro se toca, pero es sueño o es humo.
Ya no va a amanecer: todo es inútil. 
Lo único que sucede es un tiempo vacío 
en que la nada nombra, vanamente, las cosas.
Nada de lo que fluye 
puede alzarse en promesa o en mañana. 
Debería nacer, pero no nace.

Con ilustraciones de Lucía Sánchez Flores, la segunda parte es un homenaje al pintor expresionista austríaco Egon Schiele, una indagación en los límites de la expresión pictórica y verbal desde la perplejidad y el asombro, una reflexión sobre la creación artística desde la angustiada incertidumbre que recorre sus pinturas más representativas:

Viena es una hojarasca que el Danubio medita. 
La casa está vacía: solo queda el amor 
atónito de ausencia. Todo el tiempo fue arte.
Todo arte es umbral, todo límite es vano.

La Viena de comienzos del XX, el Hofmannsthal de la Carta de Lord Chandos, la poesía de Rilke y de Trakl o la filosofía de Wittgenstein son el telón de fondo de la tercera parte, recorrida por el mar de los mitos y la noche de las revelaciones y la conciencia de los límites del lenguaje en la crisis de la modernidad, como en este espléndido poema:

Queda la luz del mundo como un pan prometido, 
luz del norte que sueña los montes azulados, 
incendio del ocaso que derrama en el hielo 
lo que el lenguaje oculta con su lazo de sombra.

Palabras que concluyen en su propia distancia 
pues son pozos de sí, espejos de sus rostros.
Encendida presencia que se quema por dentro, 
que el verbo no concede si no se piensa puro. 

Solo tu desnudez te salva para siempre 
y tu sexo en la rocas gime pájaros altos.
Morir es transitorio; lo eterno es el vivir, 
lo dado es la certeza; creer es lo improbable.

Cierra el conjunto un epílogo (‘Apología del silencio’) que contiene doce aproximaciones al sentido de la poesía, el lugar del poema y el papel del poeta con versos como estos, en los que conviven, como en todo el libro, la lucidez y la limpieza expresiva, el cuidado de la palabra y la hondura meditativa:

En el poema, el lenguaje nos implica 
como si en la escena del crimen 
descubriéramos pálidos 
un revólver caliente en nuestras manos.
No importa 
ese mundo ignorante que yace en las palabras: 
es el poeta quien vela -no el lenguaje- 
el tahúr 
que gana o pierde la partida.

El verbo comparece para ser interrogado.
El poema es la pregunta.

Santos Domínguez 

27/10/21

Martín Garzo. El árbol de los sueños


Gustavo Martín Garzo.
El árbol de los sueños.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2021.

Empecé a escribir por las noches. Me sentaba a la mesa y escribía sin descanso hasta terminar agotado. A menudo me acordaba de aquel árbol cuyos frutos Yavé había prohibido tocar, el árbol de los sueños. Estaba situado en el centro del paraíso, y Yavé había prohibido a Eva y a Adán acercarse a él y probar sus frutos, porque eso les haría como él. Recibir lo que no se espera, eso era la belleza. Todos querían que los sueños se hicieran reales, pero ¿por qué no seguir el camino inverso y devolver las cosas reales a los sueños de donde procedían?, escribe el narrador al final de El árbol de los sueños, de Gustavo Martín Garzo, un libro que es una celebración de la vida y el relato, un frondoso árbol de historias que cuenta cada noche una madre a sus dos hijos.

En las admirables páginas de este portentoso edificio narrativo con el que rinde homenaje a uno de los modelos de referencia de su literatura, Las mil y una noches, se convocan la realidad y la imaginación en la búsqueda de la belleza, se invocan el sueño y la vigilia y se evocan los arquetipos narrativos de diversas tradiciones orientales y occidentales para construir un espléndido libro que de alguna manera supone, a la vez que un homenaje a sus cimientos, la culminación de la obra de Gustavo Martín Garzo como un narrador de raza que disfruta del placer y la magia de contar, como alternativa a la muerte y a las pérdidas.

Y así va creciendo un árbol de palabras, un entramado de relatos que transforman la vida en palabras y las palabras en vida, reivindican la imaginación como memoria de lo olvidado y transfiguran la realidad oscura en sueño luminoso, en un mundo de revelaciones y descubrimientos que hacen de la literatura una forma de vida más alta y más intensa, un lugar habitable en el que, como defendió el propio Martín Garzo en su ensayo Elogio de la fragilidad, contar es vivir y soñar.

Están en estos relatos que hablan del amor y de la muerte, de ángeles y metamorfosis, los héroes griegos y los faraones egipcios, los misterios de Eleusis y la esclava de Abraham, la Casa de la Vida y las ciudades de las mujeres, Fiammeta y Sara, Jerusalén y Florencia.

El volumen está dedicado a Pier Paolo Pasolini, que puso como pórtico a su adaptación de Las mil y una noches esta frase, que podría suscribir Martín Garzo:La verdad no se encuentra en un sueño, sino en muchos sueños’.

Lo publica Galaxia Gutenberg en una muy cuidada edición que llega hoy a las librerías como uno de los libros imprescindibles de este último trimestre de 2021. Comienza con este párrafo, que atrapa al lector para no darle tregua en adelante:

 Mi madre solía decirnos que en la vida abunda esa sustancia inasible que constituye la felicidad y que lo único que hace falta para encontrarla es enfrentarse a las cosas muertas que la deshonran. Y le gustaba citar la frase de un antiguo profeta: Haz dulce tu camino y recibirás una melodía. Era la dulzura de las melodías que se cantan mientras dura el camino de la vida lo único que debía importarnos y no el éxito o la consideración que pudiéramos obtener de los demás.

Santos Domínguez 

25/10/21

Auster. La llama inmortal de Stephen Crane

 


Paul Auster.

La llama inmortal de Stephen Crane.

Traducción de Benito Gómez Ibáñez.

Seix Barral. Barcelona, 2021.

Nacido el Día de los Difuntos y muerto cinco meses antes de su vigésimo noveno cumpleaños, Stephen Crane vivió cinco meses y cinco días en el siglo XX, deshecho por la tuberculosis antes de haber tenido ocasión de conducir un automóvil o contemplar un aeroplano, ver una película proyectada en pantalla grande o escuchar la radio, un personaje del mundo del caballo y la calesa que se perdió el futuro que aguardaba a sus pares, no solo la creación de aquellas máquinas e inventos milagrosos, sino los horrores de la época también, incluida la aniquilación de decenas de millones de vidas en las dos guerras mundiales. Fueron sus contemporáneos Henri Matisse (veintidós meses más que él), Vladímir Lenin (diecisiete meses mayor), Marcel Proust (cuatro meses más), y escritores norteamericanos tales como W. E. B. Du Bois, Theodore Dreiser, Willa Cather, Gertrude Stein, Sherwood Anderson y Robert Frost, todos los cuales vivieron hasta bien entrado el nuevo siglo. Pero la obra de Crane, que rehuyó las tradiciones de casi todo lo que se había producido antes de él, fue tan radical para su tiempo que ahora se le puede considerar como el primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita.

Con ese párrafo comienza La llama inmortal de Stephen Crane, que ha escrito Paul Auster. Burning Boy. The Life and Work of Stephen Crane es el título original de esta monumental biografía del autor de La roja insignia del valor, que acaba de publicar Seix Barral con traducción de Benito Gómez Ibáñez. Así explica Auster el título:

Muchacho fogoso de rara precocidad a quien se le cerró el paso antes de alcanzar la plenitud de la edad adulta, constituye la respuesta norteamericana a Keats y Shelley, a Schubert y Mozart, y si hoy continúa tan vivo como ellos, es porque su obra no ha envejecido. Ciento veinte años después de su muerte, Stephen Crane sigue ardiendo.

Y así resume el método de su estudio y la razón de su entusiasmo admirativo:

No lo enfoco como especialista o erudito, sino como viejo escritor sobrecogido por el genio de un autor joven. Después de pasar los dos últimos años enfrascado en cada una de las obras de Crane, habiendo leído hasta la última de sus cartas publicadas, tras apoderarme de hasta el más pequeño detalle biográfico que caía en mis manos, me encontré tan fascinado por la frenética y contradictoria vida de Crane como por la obra que nos dejó. Fue una vida extraña y singular, llena de riesgos impulsivos, marcada con frecuencia por una demoledora falta de dinero así como por una empecinada e incorregible entrega a su vocación de escritor, que lo arrojaba de una situación inverosímil y peligrosa a otra —un controvertido artículo escrito a los veinte años que perturbó el desarrollo de la campaña presidencial de 1892; una batalla pública contra el cuerpo de policía de Nueva York, que de hecho lo exilió de la ciudad en 1896; un naufragio frente a las costas de Florida en el que casi muere ahogado en 1897; un concubinato con la propietaria del burdel más elegante de Jacksonville, el Hotel de Dreme; un trabajo como corresponsal durante la guerra hispanonorteamericana en Cuba (donde repetidamente se encontró frente a la línea de fuego enemiga); y luego sus últimos años en Inglaterra, donde Joseph Conrad fue su amigo más cercano y Henry James lloró su temprana muerte—, y ese escritor, más conocido por sus crónicas de guerra, también abarcó muchos otros temas, manejándolos todos con inmensa destreza y originalidad, desde relatos sobre la infancia y artistas bohemios en apuros hasta descripciones de primera mano de los fumaderos de opio de Nueva York, las condiciones de trabajo en una mina de carbón en Pensilvania más una devastadora sequía en Nebraska, y de forma muy parecida a Edgar Allan Poe, con frecuencia erróneamente identificado como un lúgubre proveedor de horrores y misterios cuando en realidad era un humorista magistral, el sombrío y pesimista Crane también podía ser increíblemente divertido cuando quería. Y debajo de la montaña de su prosa, o quizá en la cumbre, están sus poemas, algo que pocas personas, dentro y fuera del mundo académico, han sabido tratar, unos poemas tan alejados de las normas tradicionales decimonónicas de la composición poética —incluidas las desviaciones para romper moldes de Whitman y Dickinson— que apenas parecen contar como poesía y, sin embargo, permanecen en la memoria con más persistencia que la mayoría de los poemas norteamericanos que me vienen a la cabeza.

Dos años de trabajo que se resumen en ese párrafo en el que Auster, desde su perspectiva de “viejo escritor sobrecogido por el genio de un autor joven”, sintetiza esta obra maestra, síntesis de biografía y crítica literaria, en la que se funden la atención a la vida efímera y a la obra imperecedera de Stephen Crane (1879-1900), uno de los fundadores de la novela norteamericana, admirado por sus contemporáneos Conrad y James.

Lo biográfico y lo literario se combinan equilibradamente en la escritura contundente y la lectura perspicaz, con un enfoque en el que pesa de manera determinante la condición de novelista de Auster, que hace una iluminadora lectura de la obra de Crane desde la perspectiva de un narrador que suma a su bien conocido oficio la perspicacia crítica y su clarividencia de lector privilegiado para levantar esta obra monumental que combina la investigación biográfica y la evocación del contexto histórico con el análisis literario.

Más de mil páginas entusiastas escritas con la espléndida prosa de Auster, un narrador que habla de otro al que admira sin reservas y sobre el que construye una biografía que se apoya en muchos textos de Crane, autor de una obra maestra como La roja insignia del valor, de dos novelas cortas, de más de treinta relatos, dos colecciones de poemas y dos centenares largos de artículos periodísticos. Así resume Auster la breve trayectoria de aquel “muchacho fogoso de rara precocidad a quien se le cerró el paso antes de alcanzar la plenitud de la edad adulta”:

El 28 de septiembre [de 1886], a solo unas manzanas de donde pronto viviría Crane en Manhattan, murió Herman Melville, sin lectores y casi olvidado. El 10 de noviembre, a miles de kilómetros, en Francia, al este de Marsella, moría Arthur Rimbaud a los treinta y siete años. Veintisiete días después, la madre de Crane moría de cáncer a los sesenta y cuatro años. Al escritor en ciernes solo le quedaban ocho años y medio de vida, pero en ese breve tiempo produjo una obra maestra en forma de novela (La roja insignia del valor), dos novelas cortas exquisitas y audazmente concebidas (Maggie: una chica de la calle y El monstruo), cerca de tres docenas de relatos de irreprochable brillantez (entre ellos «El bote abierto» y «El hotel azul»), dos recopilaciones de algunos de los poemas más extraños y feroces del siglo XIX (Los jinetes negros y War is Kind [«La guerra es buena»]), y más de doscientos artículos periodísticos, muchos de ellos tan buenos que están a la altura de su obra literaria.

A ese Crane que “ciento veinte años después de su muerte, sigue ardiendo” lo define Auster como “el primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita”, porque “constituye la respuesta norteamericana a Keats y Shelley, a Schubert y Mozart, y si hoy continúa tan vivo como ellos, es porque su obra no ha envejecido”.

Un Crane que evoca y reivindica Auster en estas líneas al final de su libro:

No era nadie. Y luego fue alguien. Muchos lo adoraban, muchos lo despreciaban, y luego desapareció. Lo olvidaron. Volvieron a recordarlo. De nuevo lo olvidaron. Otra vez lo recordaron, y ahora, mientras escribo las últimas palabras de este libro en los primeros días de 2020, sus obras se han vuelto a olvidar. Es una época oscura para Estados Unidos, sombría en todas partes, y como ocurren tantas cosas que erosionan nuestras certezas sobre quiénes somos y a dónde nos dirigimos, tal vez haya llegado el momento de sacar de su tumba al muchacho fogoso y empezar a recordarlo de nuevo. La prosa aún restalla, la mirada sigue traspasando, la obra todavía escuece. ¿Nos importa eso aún? En caso afirmativo, y solo cabe esperar que sí, debe prestarse atención.

Santos Domínguez



22/10/21

David Fraguas. Tierras extrañas

 


David Fraguas. 
Tierras extrañas.
El sastre de Apollinaire. Madrid, 2021.


Regresas, ojos verdes, radiante mediodía, 

de una noche de fiesta -Esmirna en el crepúsculo-, 

diosa recién duchada, con pantalones cortos 

y un top que me enloquece. 

 

Has dejado las naves -fenicias, por supuesto-

amarradas al borde de un vaso de gintonic. 

 

Hermosa y bronceada, regresas, ojos verdes, 

de todas las apuestas -Lillie Langtree, los ojos 

cansados de vivir- perdidas de antemano. 

 

Conquistada en tus piernas -Esmirna-, de regreso 

a un terco laberinto, a un campo de batalla, 

donde será imposible, si no lo remediamos, 

aplazar el encuentro. 

 

Hace calor, susurras, desnuda e insalvable, 

besándome en los ojos, hundiéndome en tu cuerpo. 

 

Regresas -¿de qué fuerte sitiado y perdido, 

de qué ciudad en llamas, de qué hermoso naufragio?

de una noche de fiesta -Esmirna entre las ruinas-, 

con pantalones cortos y un top blanco y magnético, 

diosa de mis desvelos y mis sueños prohibidos, 

temible y seductora, desafiante hechicera.

 

'Las naves fenicias' titula David Fraguas ese poema que recuerda al Luis Alberto de Cuenca de los ochenta y los noventa.

 

Forma parte de la primera de las tres secciones en que organiza su libro Tierras extrañas, que publica El sastre de Apollinaire, y es una muestra de la bien afinada voz de David Fraguas y de una evidente voluntad expresiva que aspira al equilibrio integrador de lo clásico y lo moderno, de ironía y lirismo. 

 

Los finales felices, Nel mezzo del cammin y Los otros mundos son las tres partes en las que se articula un conjunto en el que la mirada crítica al presente y a la historia convive con un culturalismo inteligente e intimista que se expresa a través de una variedad de metros, de versos cortos y largos, de poemas en prosa que se sostiene sobre un predominante ritmo alejandrino o endecasilábico incluso en esos aparentes poemas en prosa.

  

Las ciudades y el tiempo, la memoria y la muerte, una variación sobre un tema de Kavafis, o la lectura en su marco de la Balada de la cárcel de Reading, el amor y su ausencia, el cine y las canciones atraviesan este libro, tomado por la conciencia de la madurez, por sueños y evocaciones, visiones y ucronías como la de Newton visitando las ruinas de Pompeya o la de Galdós y Beethoven compartiendo unas botellas de vino de Borgoña, cosecha de 1910.

  

Fritz Lang y Garcilaso, Billy Collins y Mishima, Gil de Biedma y Tolstói, Kavafis y John Ford, Borges y Aznavour, Luis Rosales y Spielberg cruzan las páginas de  estas Tierras extrañas, un sólido libro, pródigo en versos contundentes como los de este magnífico El último baile:

  

Hablas de los imperios -los imperios que caen-, 

de los días finales antes de la caída, 

del amor y la noche, del otoño que baila 

en salones dorados, de manadas de lobos 

que devoran imperios, del puñal de Lucrecia, 

de su muerte baldía, de sus ojos, los ojos 

amados y perdidos, amados en las noches 

de extraña claridad, perdidos en las noches 

de desmoronamiento.

Hablas de la belleza -la belleza perdida-,

de la sangre y la música, 

de los días finales antes de la caída,

antes del bombardeo que hace añicos la noche.

Hablas de los imperios, los imperios que bailan 

en salones en ruinas, los imperios que estallan 

como hogueras de nieve, como abismos que inundan 

de luz rota el futuro.

 

Santos Domínguez

 

20/10/21

De Quincey. Los últimos días de Immanuel Kant


 Thomas de Quincey.
 Los últimos días de Immanuel Kant.
Prefacio de Marcel Schwob.
Traducción de Julia García Olmedo.
Firmamento. Cádiz, 2021.
 
 “De entre todos los héroes de Thomas de Quincey, Kant fue sin duda el primero. He ahí pues el sentido del relato que sigue. De Quincey considera que la inteligencia humana nunca se elevó hasta el punto que alcanzó en Immanuel Kant. Y, sin embargo, ni aun en tales cotas la inteligencia se revela divina. No sólo es mortal, sino que, cosa horrible, puede declinar, envejecer y deslucirse. Y puede que De Quincey sintiese aún más afecto por este fulgor supremo al verlo vacilar. No en vano, sigue sus palpitaciones. Anota la hora en que Kant deja de poder crear ideas generales y ordena falsamente los hechos de la naturaleza. Consigna el minuto en que su memoria empieza a desvanecerse. Inscribe el segundo en que su capacidad de reconocer a los demás se extingue sin remedio. Y paralelamente ilustra las escenas sucesivas de su decadencia física, hasta la agonía, hasta los sobresaltos de sus estertores, hasta la última chispa de conciencia, hasta la exhalación final”, escribía Marcel Schwob en 1899 en el texto que servía de pórtico a su traducción al francés de The Last Days of Kant, de Thomas de Quincey, un libro memorable que apareció en 1827 y que acaba de recuperar Firmamento con traducción de Julia García Olmedo y con ese texto de Schwob como prefacio.

Basada en las memorias que E. Wasianski, su discípulo, amigo y administrador, publicó en 1804, el mismo año de la muerte de Kant, Los últimos días de Immanuel Kant es una incursión en la personalidad y la intimidad del filósofo de Königsberg en sus años finales, un “breve bosquejo de la vida y las costumbres domésticas de Kant, extraído de los testimonios auténticos de sus amigos y discípulos”, como señala De Quincey en las primeras líneas de esta obra, que se sitúa más cerca del relato que del ensayo -como un “breve relato” lo definió el propio De Quincey, que añadió al texto veintinueve espléndidas notas como esta, en la que comenta las últimas palabras que pronunció Kant antes de morir:

«Es suficiente»: el cáliz de la vida, el cáliz del sufrimiento se ha secado. Para quienes observan, como hicieron los griegos y los romanos, los profundos significados que a veces se esconden (sin intención ni conciencia) bajo los enunciados más triviales, esa frase final no estará exenta de una intensa carga simbólica.

Pero si en estas notas la voz inconfundible es la de Thomas de Quincey, en el cuerpo del relato su voz se superpone y confunde con la del testigo Wasianski, la fuente principal del texto, aunque no la única.

Con un difícil equilibrio entre el afecto y la ironía, entre la sátira y la admiración, la obra es una inolvidable reflexión sobre los estragos del tiempo, una mirada melancólica a la decadencia física y mental que refleja la pequeñez de lo humano, pero también un acercamiento a la figura de Kant a través de sus rutinas y sus preferencias culinarias, de su brillantez como conversador, de su práctica del ejercicio físico diario y su disciplina de trabajo, de su gusto por la conversación y por la observación de la naturaleza, de sus obsesiones y manías, de su carácter afable, su vida retirada y su intensa dedicación a la vida intelectual.

En estas páginas, como anuncia De Quincey, “lo vemos pugnar con la miseria de su decadencia y de sus menguantes facultades físicas y mentales, así como con el dolor, la depresión y la agitación causadas por sendas enfermedades, una concerniente al estómago y otra a la cabeza; sobre todo ello se elevaría como extendiendo las alas gracias a la bondad y la nobleza de su temperamento, invicto hasta el final.”

“De Quincey. A nadie debo tantas horas de felicidad personal.”, escribió Borges, que añadía: “en los catorce volúmenes de su obra no hay una página que no haya templado el autor como si fuera un instrumento. […] El goce intelectual y el goce estético se aúnan en su obra.”

Santos Domínguez

18/10/21

Ali Smith. Verano

 


Ali Smith.  
Verano
Cuarteto estacional IV.  
Traducción de Magdalena Palmer.
Nórdica. Madrid, 2021.



Todo el mundo dijo: ¿y?
Como en ¿y qué? Como en encogerse de hombros, o ¿y qué esperas que haga al respecto?, o me importa una mierda, o lo apruebo, me parece bien.
Vale, no lo dijo todo el mundo. Hablo coloquialmente, en plan frase hecha, como en todo el mundo hace esto o aquello. Lo que quiero decir es que entonces, en aquella época en concreto, ese tono despectivo fue un claro indicador, una especie de tintura de tornasol. En aquel entonces se puso de moda actuar como si nada importara.
También se puso de moda insistir en que aquellos a quienes les importaba, o que decían que les importaba, eran unos pringados, o que solo pretendían quedar bien.
Es como si hubiese pasado hace una eternidad.
Pero no; solo hace unos meses que empezaron a arrestar o a amenazar con la deportación a personas que habían vivido toda su vida o gran parte de su vida en este país: ¿y?
Que un Gobierno cerró su propio Parlamento porque no podía conseguir el resultado que quería: ¿y?
Que muchas personas votaron a políticos que les mentían descaradamente: ¿y?
Que un continente ardía y otro se derretía: ¿y?
Que los poderosos de todo el mundo empezaron a excluir a personas por su religión, su etnia, su sexualidad o su oposición intelectual o política: ¿y?
Pero no. Es verdad. No todo el mundo lo dijo.
Ni por asomo.
Millones de personas no lo dijeron.
Millones y millones, en todo el país y en todo el mundo, vieron las mentiras, vieron cómo se maltrataba a las personas y al planeta, y lo expresaron en manifestaciones, en protestas, escribiendo, votando, hablando, mediante el activismo, en la radio, en la televisión, en las redes sociales, tuit tras tuit, página tras página.
Y las personas que conocían el poder de ese ¿y? respondieron en la radio, en la televisión, en las redes sociales, tuit tras tuit, página tras página: ¿y?
A lo que voy es que podría pasarme la vida entera enumerando, y hablando, y demostrando con citas y gráficos y ejemplos y estadísticas lo que la historia prueba claramente que ocurre si nos mostramos indiferentes y cuáles son las consecuencias del fomento político de la indiferencia, algo que quienquiera que desee refutarlo rechazará al momento con un contundente e incisivo
¿y?
Y.


Es el fragmento inicial de Verano, la novela con la que Ali Smith culmina su portentosa tetralogía Cuarteto estacional, que publica Nórdica con espléndidas traducciones de Magdalena Palmer.

Cuarteto estacional es un monumental edificio narrativo, una ambiciosa construcción literaria sostenida sobre el equilibrio entre lo individual y lo global, entre la realidad y la ficción, entre el presente y la historia, entre la narración y la reflexión, entre el diagnóstico y el pronóstico.

Encabezado, como el resto de la serie, por citas de Shakespeare y Dickens, entre otros, y vinculado al Cuento de invierno shakespeareano, este último volumen, que fue proclamado mejor libro de 2020 por diversos medios, es, como el resto de la serie, un asombroso caleidoscopio de diversas épocas e historias individuales sobre las que se proyecta la reflexión acerca de algunas de las cuestiones más candentes y conflictivas de la sociedad y la política de estas dos primeras décadas del siglo XXI: desde el Brexit al calentamiento global, desde la inmigración a Trump, desde los incendios forestales que arrasaron Australia al confinamiento por el coronavirus.

Sobre el problemático telón de fondo de un mundo occidental al borde del abismo y en torno a la presencia central de Sacha y Robert, dos peculiares hermanos adolescentes de Brighton, el diseño coral de Verano, que comienza en febrero de 2019 y termina con una carta fechada el 1 de julio de 2020, traza un entramado de vidas y situaciones que son una meditación sobre el tiempo y sobre estos tiempos. Una meditación plural y en perspectivas diferentes que recurre a la mediación de la mirada de los personajes que, frente al sombrío invierno del desánimo ante las pérdidas y los desastres, levantan su esperanza en el verano de la dignidad y la cultura, de la libertad y la solidaridad, con esta mirada final a lo alto:

Bajo el cielo nocturno de un aparcamiento, donde quizá el propio Einstein hubiera estado alguna vez, contemplaron los puntos iluminados en la oscuridad que eran estrellas originales y ancestrales ya muertas, hasta que la hermana de Robert despertó y, al ver que le hacían señas, se puso el abrigo sobre los hombros, bajó del coche y se acercó en la fría intemperie, y todos alzaron la vista para señalar las constelaciones que conocían y para adivinar los nombres de las que no conocían.

Además de su innegable valor literario y su potencia narrativa, el reflejo de la realidad actual y la hondura de la reflexión sobre este tiempo de devastaciones hará de Cuarteto estacional una obra de referencia para entender esta época en tiempos futuros.
 
Santos Domínguez

15/10/21

Hilario Barrero. Poesía 1971-2021

 


Hilario Barrero.
Tiempo y deseo. 
Poesía 1971-2021.
Libros del Aire. Santander, 2021.

En el prólogo de Educación nocturna, la anterior antología poética de Hilario Barrero, señalaba José Luis García Martín que el tiempo y el deseo eran los dos protagonistas de la poesía del autor que ahora reúne bajo esos dos conceptos su propuesta de obra completa en un amplio volumen espléndidamente editado por Libros del Aire.

Tiempo y deseo. Poesía 1971-2021 recoge en un volumen el corpus poético de Hilario Barrero a lo largo de cincuenta años de escritura y de tres libros -In tempore belli, Libro de familia y Educación nocturna- que por su largo proceso de composición (1971-1999; 2001-2011 y 1971-2020) constituyen en realidad tres ciclos evolutivos y temáticos en los que se resume la poesía de Hilario Barrero, recorrida desde su inicio por las luces del pasado y las sombras del futuro y por una intensa percepción de la fugacidad:

De niño
la luz se colgaba
en mi ventana día y noche.
Ayer la sombra
estaba medio llena de luz
y hoy la luz
está medio llena de sombras.
Ya queda poco
para que se confundan
y amanezca la noche para siempre
cerrando la ventana.


A esos tres libros centrales se añaden ahora Blending, los inéditos de Oporto del 71 y los muy recientes de Primer invierno en Brooklyn, escritos entre 2019 y 2021.

“En Tiempo y deseo -advierte José Luis García Martín en su prólogo 'Con el tiempo, contra el tiempo'- no están, por supuesto, todos los poemas escritos en medio siglo; solo los suficientes para dejar constancia de una trayectoria poética y vital. Pero eso no impide que se trate de una completa autobiografía poética.”

Un difícil equilibrio de intensidad emocional y contención expresiva, una homogeneidad de tono unifican esta poesía elegíaca y meditativa, atravesada desde muy pronto por la conciencia del tiempo y por la proyección de la nostalgia sobre el sentimiento amoroso, por la evocación del pasado y la celebración del presente, por la construcción de la identidad sobre la afirmación de la memoria frente a las pérdidas, por una geografía del deseo que tiene sus referentes espaciales de luces y heridas en Toledo, Barcelona, Oporto, Lisboa o Nueva York, como en este poema de Libro de familia:

SEVENTH AVENUE CORNER BERKELEY STREET

La verde sombra que en la boca tiembla.
Ricardo Molina
En la gloriosa mañana de domingo
(la avenida con rojos tulipanes
y en las fachadas una luz de Hopper),
un muchacho, apoyado en la esquina
de la casa con un cerezo en flor,
está esperando a alguien
con un ramo de flores amarillas.
Un nuevo amor que nace tan temprano
y en domingo debería gozar
de una luz avanzada y larga vida
y no morir al mismo tiempo que las flores.


El claroscuro del tiempo, la persistencia ardiente del rescoldo y el temblor de la luz en la memoria, “en esta travesía hacia el silencio”, la noche y el naufragio, el amor y el deterioro, la nieve y las hogueras son proyecciones simbólicas de la mirada existencial con la que el poeta se reconoce en medio del mundo y de un paisaje con el que se identifica: “y yo me secaré con el invierno”.

Realidad y deseo, memoria y emoción recorren estos poemas para reunir un inventario de la experiencia sobre el fondo de ciudades por las que “va tu cuerpo delante de tu sombra”, entre presagios funestos, evocaciones atravesadas por el sentimiento de la pérdida y la conciencia de la fugacidad y del frío, por esa “vida que todo lo erosiona.”

Cierra la edición un epílogo en el que Carlos Alcorta destaca que, aunque hay medio siglo de distancia entre los poemas más antiguos y los más recientes, “el lector, si no presta demasiada atención a las fechas y se deja llevar tan solo por el tono y por el ritmo, percibirá una emoción y una intensidad similares en cada uno de los poemas, pertenezcan estos a sus primeros libros o a los últimos.”

Así en este poema de Educación nocturna:

SALVACIÓN

Pronto ya no estaremos juntos,
no oleremos las flores
ni los cuerpos de abril,
otra cometa entregará su infancia
al azul infinito,
vendrá otra tarde que no tendrá tus labios
y un nuevo cuerpo calentará otro lecho.
Contigo morirá lo que en mí vive
y en ti se salvará por lo que vivo.
 
Santos Domínguez

13/10/21

Mark Twain. La vida en el Misisipi

Mark Twain.
La vida en el Misisipi.
 Traducción de Susana Carral.
 Ilustraciones de Edmund H. Garrett, 
John Harley y A. Burnham Shute.
Reino de Cordelia. Madrid, 2021. 

“Cuando era pequeño, solo existía una ambición permanente entre mis compañeros de Hannibal, Misuri -nuestro pueblo-, situado en la orilla oeste del Misisipi: ser tripulante de un barco a vapor. Teníamos ambiciones temporales de otro tipo, pero solo eran pasajeras. La llegada y partida de un circo siempre dejaba en nosotros el ansia de ser payasos. El primer espectáculo de variedades que llegó a nuestra zona nos hizo sufrir de deseo por probar esa clase de vida. De vez en cuando teníamos la esperanza de que, si vivíamos y éramos buenos, Dios nos permitiría ser piratas. Esas ambiciones se esfumaban una a una, pero la de ser tripulante de un barco a vapor siempre permanecía en nosotros”, escribe Mark Twain (seudónimo de Samuel Langhorne Clemens, Florida, Misuri, 1835-Redding, Connecticut, 1910) en el cuarto capítulo de los sesenta en los que organizó La vida en el Misisipi, que publicó en 1883, entre Las aventuras de Tom Sawyer (1876-1878) y Las aventuras de Huckleberry Finn (1884), que tendrían también el río como elemento vertebrador de las andanzas de Huck Finn y Jim en la novela.

Organizada en dos partes, la obra se plantea en sus primeros veintiún capítulos como las memorias de su juventud como aprendiz de piloto de un buque fluvial de vapor en el Misisipi antes de la Guerra de Secesión, memorias que había publicado en 1876 en el volumen Viejos tiempos en el Misisipi.

Hay en esos capítulos varios viajes del protagonista río abajo y río arriba, primero a bordo del viejo vapor Paul Jones en un recorrido inicial de Cincinnati a Nueva Orleans con la ambición pronto descartada de completar la exploración del Amazonas y en un itinerario de regreso cauce arriba hasta San Luis, ya como viaje de aprendizaje de la navegación por el Misisipi, por sus formas cambiantes con las crecidas y las bajadas y su corriente de una milla de anchura, para aprenderse el río de memoria con un excepcional maestro, el experto y audaz piloto Bixby, a quien acompañará también en otras navegaciones con vapores más grandes y modernos.

En el capítulo veintiuno, titulado 'Una parte de mi biografía', que marca la transición de una parte a otra, escribe Mark Twain, un narrador portentoso que interesa al lector desde la primera página:

En su momento, conseguí la licencia. Ya era piloto titulado. Empecé con empleos eventuales y, como no sufrí desgracia alguna, el trabajo intermitente dio paso a compromisos estables y prolongados. Transcurrió el tiempo, sin dificultades y con prosperidad, y yo me imaginé -tenía esa esperanza- que seguiría el curso del río durante el resto de mis días y moriría ante la rueda de un timón cuando mi misión en este mundo estuviese completada. Pero al final llegó la guerra, se suspendió el comercio y me quedé sin trabajo.
Tuve que encontrar otra forma de ganarme la vida. Así que busqué plata en las minas de Nevada; fui reportero en un periódico; busqué oro en las minas de California; fui reportero en San Francisco; fui corresponsal en las Islas Sandwich; fui corresponsal ambulante en Europa y Oriente; fui abanderado de la instrucción en las tarimas de las aulas; y por fin me convertí en escritor de poca monta y en elemento fijo e invariable entre las demás sólidas rocas de Nueva Inglaterra.
He dispuesto en pocas palabras de los veintiún años lentamente transcurridos desde la última vez que miré desde las ventanas de un cuarto de derrota.
Ahora, sigamos adelante.

A partir del capítulo veintidós el libro se transforma en la narración del regreso al río veintiún años después, en un libro de viaje sobre la travesía del Misisipi -“el cuerpo de la nación “, como lo definía un artículo del Harper’s Magazine en febrero de 1863- desde San Luis a Nueva Orleans.

La autobiografía y las descripciones de paisajes y de personajes pintorescos, la información histórica y geográfica sobre el Misisipi y las múltiples historias y peripecias, muchas de ellas humorísticas, las barcazas y las gabarras, los balseros y los viejos marineros, los pueblos y las madereras de las orillas, las plantaciones de azúcar, las islas y los cabos, las barras, los salientes y los recodos se suceden en el agilísimo y absorbente relato de la navegación a través de un río difícil y peligroso por sus remolinos y sus fuertes corrientes, sus escollos y sus bancos de arena y en el vívido reflejo de la realidad social sureña que predomina en la segunda parte del libro.

Parece que fue el primer libro que un escritor entregó mecanografiado a un editor y ahora acaba de recuperarlo Reino de Cordelia con una nueva traducción de Susana Carral en un volumen espectacular, ilustrado con las más de trescientas ilustraciones de la primera edición norteamericana, publicada en Boston con los estupendos grabados de Edmund H. Garrett, John Harley y A. Burnham Shute.

“El Misisipi nunca dejó de ser el aliento literario de Twain, lo que es lo mismo que decir de la literatura norteamericana. Sin el autor de La vida en el Misisipi tal vez no hubieran existido William Faulkner, Erskine Caldwell, Tennessee Williams, Carson McCullers, ni posiblemente J. D. Salinger, Thomas Pynchon o Cormac McCarthy.”, afirman la traductora, Susana Carral, y el editor, Jesús Egido, en su Presentación de esta magnífica edición del libro, cuyo primer capítulo, 'El río y su historia', comienza con estas líneas:

Merece la pena leer sobre el Misisipi. No se trata de un río común y corriente, sino todo lo contrario: resulta excepcional se mire como se mire. Si tenemos en cuenta que el Misuri es su afluente principal, se trata del río más largo del mundo porque mide cuatro mil trescientas millas. También podríamos decir, sin equivocarnos demasiado, que es el río más tortuoso del planeta, ya que en una parte de su recorrido utiliza mil trescientas millas para cubrir un tramo que en línea recta solo supondría seiscientas setenta y cinco. Vierte el triple de agua que el San Lorenzo, veinticinco veces más agua que el Rin y trescientas treinta y ocho veces más que el Támesis. Ningún otro río tiene una cuenca de desagüe tan inmensa; extrae su suministro de agua de veintiocho estados y territorios, desde Delaware en la costa atlántica y de todo el país entre ese estado e Idaho, en la vertiente del Pacífico, lo que implica una extensión de cuarenta y cinco grados de longitud. El Misisipi recibe y lleva hasta el Golfo agua procedente de cincuenta y cuatro ríos inferiores a él, navegables para los barcos a vapor, y de varios cientos de ríos por los que pueden navegar chalanas y barcazas. La zona de su cuenca de desagüe es tan grande como la extensión combinada de Inglaterra, Gales, Escocia, Irlanda, Francia, España, Portugal, Alemania, Austria, Italia y Turquía; y casi toda esa amplia región es fértil. El valle del Misisipi propiamente dicho resulta excepcionalmente fértil.
 
Santos Domínguez

11/10/21

Pierre Grimal. Los placeres de la literatura latina


Pierre Grimal.
 Los placeres de la literatura latina.
Traducción de Susana Prieto Mori.
Siruela. Madrid, 2021.
 
 “Vemos así que esta literatura es en realidad fruto de una convergencia: entre un estado social y político y un estado lingüístico, entre la ciudad romana y la lengua latina. Lo que queremos captar y definir aquí es una literatura de lengua latina y de inspiración romana. Y es fácil comprender por qué solo pudo nacer cuando se cumplieron simultáneamente esas dos condiciones indispensables, y también por qué no pudo sobrevivir a la desaparición de una de las dos. Para nacer, necesitaba que Roma se afirmase como centro político con la fuerza suficiente y que la lengua latina adquiriese una flexibilidad y una riqueza idóneas. Para decaer, necesitó que el crepúsculo del Imperio y la pérdida de los valores tradicionales comprometiesen definitivamente su vigor”, escribe Pierre Grimal en la Introducción de Los placeres de la literatura latina, que publica Siruela con traducción de Susana Prieto Mori.

Publicado en 1965 en la emblemática colección Que sais-je? como una breve aproximación a la literatura latina, es una de las obras de referencia más conocidas y reeditadas de Pierre Grimal (1912-1996), uno de los más insignes latinistas, que tras delimitar así el concepto de literatura latina como objeto de su ensayo, traza un recorrido global por géneros y épocas que se inicia con la poesía épica de Livio Andrónico y Nevio en el siglo III a. C. y concluye el siglo II d. C. con Frontón y Apuleyo en un proceso que tiene su raíz en la literatura griega y adquiere pronto entidad propia, porque “sería vano tratar de oponer una Grecia creadora a una Roma limitada a imitarla servilmente: la creación prosigue, de un dominio al otro, y solo la anterioridad de la literatura griega puede explicar que la de Roma se desarrollase tan deprisa, como si hubiera tomado un atajo hacia su perfección.”

Un recorrido rápido pero certero que cumple su cometido de diseñar un mapa cuyos detalles son objeto de estudios monográficos y no de una obra panorámica como esta, que se abre con un resumen de los orígenes de los distintos géneros de la poesía latina: el teatro de Plauto, que romaniza la herencia griega y le añade a la comicidad una lección de moral ciudadana, y el de Terencio, más reflexivo y de fondo filosófico; las sátiras de Ennio y Lucilio; la prosa historiográfica desde Fabio Pictor y Catón el Censor o la oratoria de Tiberio y Cayo Graco.

Se suceden después varios capítulos dedicados a Cicerón, su obra y su época, a su elocuencia oratoria unida a la acción política, a Salustio y la voluntad regeneracionista de su “conservadurismo inteligente”, a Catulo y sus epigramas eróticos, a Lucrecio y su admirable y asombrosa De rerum natura, que “tiene un propósito: eliminar el temor a los dioses, que sabe que es un veneno mortal para la mente humana. Es lo que nos hace temer a la muerte, lo que echa a perder las alegrías más naturales y legítimas.”

Ese poema fundamental, en palabras de Grimal, “prepara para Virgilio”. Porque si en la época de Cicerón la prosa es el medio fundamental de la expresión literaria, en la época de Augusto, con Horacio y Virgilio, Tibulo, Propercio y Ovidio, es la poesía la que alcanza su apogeo.

Están en ese momento los mejores escritores de la literatura latina: Virgilio, “el más grande de todos los poetas romanos “, que evoluciona desde el epicureísmo inicial a un neoplatonismo místico y neopitagórico, cuya amistad con Horacio, otro de los grandes en sus Épodos y sus Odas, “se ha convertido en leyenda”; Ovidio, en cuyas manos “todo se convierte en historia de amor.”

Pero también de época augústea, pese a la decadencia general de la prosa, es una obra tan excelente como la de Tito Livio, un patriótico filósofo de la historia más que un simple historiador, cuyas Historias en diecisiete libros se perdieron desafortunadamente.

Séneca, filósofo y dramaturgo, entre la virtud y la sabiduría; Petronio y su costumbrista Satiricón; Plinio el Viejo y su enciclopédica Historia natural en treinta y siete libros; los Anales de Tácito, “el más grande de los historiadores-rétores que conocemos”; Lucano y su Farsalia, “una epopeya estoica” o Persio, que pese a su muerte temprana, nos dejó un compendio de admirables sátiras en las que expresó su estoicismo riguroso e intransigente “que aspiraba a una absoluta pureza”; Marcial, el epigramático satírico; Juvenal, retórico y violento, o Suetonio, con su impagable labor de recopilación de obras anteriores en las Vidas de los doce Césares, son otros nombres imborrables de un catálogo de autores que culmina en el siglo II d.C. con Frontón, un hombre de letras consagrado a la pura expresión literaria, y el más profundo, inquieto y complejo Apuleyo:

Una provincia del Imperio parece haber  opuesto a la lenta descomposición de la literatura latina una resistencia más larga que las demás. En el siglo I d. C. España había demostrado ser una cantera de talentos. En el siglo II, esa función pertenece a África. Y de allí son originarios dos de los escritores paganos más grandes: el rétor Marco Cornelio Frontón y el filósofo «Apuleyo».

El conjunto resumido por Grimal completa un paisaje que “esconde el secreto de esta literatura: su capacidad para establecer y mantener un diálogo entre el escritor y el lector, su voluntad de persuasión, que seduce y somete a los refinamientos más sutiles del arte. En Roma, todos los diletantismos griegos se disciplinan al servicio de un humanismo ampliado.”

Santos Domínguez

8/10/21

Sonetos de Shakespeare traducidos por José María Álvarez

 

 
William Shakespeare.
 Sonetos.
Edición y traducción de José María Álvarez.
Pre-Textos. Valencia, 2021. 

Más de veinte años después de su primera edición en La Cruz del Sur, Pre-Textos reedita la memorable versión de José María Álvarez de los Sonetos de William Shakespeare, un modelo de referencia entre la docena larga de traducciones que se han publicado en España en los últimos años de esta cima de la poesía occidental.

Una cima de Shakespeare proyectada en las variaciones psíquicas y morales del amor, en la belleza del lenguaje, la intensidad del sentimiento y una sutileza estilística y rítmica que está a la altura de los momentos más potentes de su teatro.

Los Sonetos, que se publicaron en 1609 y que entonces pasaron casi desapercibidos, son hoy, tras más de cuatro siglos de controversias y enigmas, la parte más viva y conocida de la poesía de Shakespeare. Ciento cincuenta y cuatro textos de una belleza turbulenta que siguen, después de tanto tiempo, tan desafiantes y tan resistentes al asedio crítico como el primer día.

Amor y temporalidad, espiritualidad y grosería, y una variedad de tonos que van de lo retórico a lo coloquial conviven en estos textos que provocan constantes perplejidades en torno a un triángulo amoroso rodeado de emoción y de misterio.

La desconcertante convivencia que hay en ellos de sutileza y grosería y la rareza de sus personajes -el amigo joven, el poeta rival, la dama oscura-, su opaca secuencia argumental siguen planteando interrogantes al lector actual, que no puede dejar de asombrarse ante la modernidad de unos textos de enorme calidad que en cada traducción parecen adquirir nuevos matices y nuevos brillos.

Porque, como ocurre con todos los clásicos verdaderos, los Sonetos son el mapa de un terreno minado, propicio a la conjetura. Todo es aquí indicio e incertidumbre: desde la dedicatoria de la primera edición a un misterioso Mr. W. H. a la ambigüedad sexual a la que alude la voz lírica que habla en ellos, alusiva y elusiva, de secretas complicidades y connotaciones.

Los ciento veintiséis primeros sonetos se dirigen a un desconocido y opaco Fair Youth, un amor platónico del que no sabemos nada, salvo que ese muchacho responde al ideal de belleza femenina inaccesible del petrarquismo, al que compara en el delicado soneto XVIII con un día de verano:

Shall I compare thee to a summer's day?
Thou art more lovely and more temperate:
Rough winds do shake the darling buds of May,
And summer's lease hath all too short a date.

¿Deberé compararte a uno de esos días cuando ya muere la Primavera?
Tú eres más apacible y deleitoso.
El fiero viento arrastra de Mayo los capullos
Y pronto se desvanece la promesa de la estación vehemente.

Como ignoramos todo acerca de la Black Lady, la dama oscura que inspira los textos numerados entre el CXXVII y el CLII -los que describen una sexualidad explícita- o los que aluden al Rival Poet (¿Marlowe, Chapman o ninguno de los dos?).

No es raro, pues, que estos sonetos hayan provocado una diversidad de enfoques que van desde el estructuralismo a la crítica biográfica o psicoanalítica, pasando por la social o la feminista, sin que ninguna de esas direcciones los explique en todos sus matices inabarcables y elípticos.

“Es probable que no exista ninguna obra de la literatura mundial sobre la que se hayan dicho y escrito tantas tonterías y en la que se haya invertido en vano tanta energía intelectual y emotiva como los Sonetos de Shakespeare”, escribió W. H. Auden.

Rodeados de misterio desde su misma composición, los Sonetos son probablemente, como nos recordaba Wordsworth, la llave con la que Shakespeare nos abre su corazón. Pero la enigmática dedicatoria, la ambigüedad sexual o el pansexualismo declarado de muchos de los dedicados a un hermoso joven, la dama oscura y secreta a la que se dirigen otros, su tono a veces intimista y a menudo escabroso, han contribuido a aumentar el misterio que rodea la vida de Shakespeare y sus relaciones amorosas.

O han sido la base de las lecturas más mojigatas que defienden la impersonalidad de estos textos, la ausencia de alusiones biográficas, la idea en definitiva del personaje poético, del Speaker Poet.

“¿Dónde encontrar a Shakespeare en Shakespeare?” se preguntaba Bloom antes de descartar en los Sonetos el material autobiográfico, antes de decirnos que habría que ser el mismísimo diablo para encontrarlo ahí.

Se enfoquen de una manera o de otra, los sonetos son la narración de dos fracasos tras dos historias amorosas (el amigo y la mujer morena) que se abordan en su proceso y en su desarrollo. Hay más cosas en los sonetos, claro: las rivalidades amorosas se confunden con las poéticas y hay un refinamiento amoroso que va más allá del petrarquismo, además de un envidiable equilibrio, tan inglés, entre sentimiento y pensamiento, como en el soneto LXXIII, una intensa variación sobre el tópico del Collige, virgo, rosas:

Si me miras verás esa estación del año
Cuando el helado viento lleva
Consigo ya las secas hojas últimas
Y el paisaje es como un coro de ruinas donde alguna vez dulces pájaros cantaron.

Verás el poniente de mis días
Lentamente fundiéndose con las primeras sombras
Hasta extinguirse luego en la cerrada noche,
Espejo de la muerte que ha de sellarlo todo.


Verás las brasas de aquel fuego
Que cubre la juventud con sus cenizas,
Recostarse a morir en los recuerdos de ella,
Sudario su alegría de esta hora amarga.

Si miras y ves eso, fortalece tu amor
Y entrégalo dulcísimo a lo que puedes perder pronto.

“Nunca acabaremos de descifrar estos textos”, escribió Borges. Los sonetos de Shakespeare siguen habitando el territorio secreto de la conjetura: desde el significado de las siglas W. H. de la dedicatoria hasta la identidad del hermoso joven (el ambiguo master-mistress), de la dama oscura o el poeta rival que aparecen en ellos, pasando por los dobles sentidos y los juegos de palabras, por la mezcla de platonismo y sexualidad, de refinamiento y crudeza que los recorre.

Y es que, como señala José María Álvarez al final de su prólogo, “importa que en 1609, los versos del más grande poetas que han visto los siglos, tres lustros después de ser concebidos, tomaron luz del libro en Londres, y desde aquella hora esa Luna majestad espiritual incomparable, imperecedera, no ha dejado de emocionarnos, como el latido en el silencio de nuestro propio corazón.” 

Santos Domínguez

 

6/10/21

Antesalas del olvido. Conversaciones con José María Álvarez en Venecia

 

  


 José María Álvarez.
 Antesalas del olvido.
 Conversaciones en Venecia con Alfredo Rodríguez. 
Ediciones Ulises. Madrid, 2021
 
“Uno tiene a veces la impresión de que estas conversaciones con José María Álvarez llenan o recubren los espacios vacíos entre poema y poema”, escribe Alfredo Rodríguez en el prólogo de Antesalas del olvido, el libro publicado por Ediciones Ulises que recoge sus conversaciones con José María Álvarez en Venecia a finales de 2019.

En ese prólogo, titulado 'La conciencia lúcida de José María Álvarez', Alfredo Rodríguez -a quien José María Álvarez le reconoce en la nota inicial “la habilidad y la inteligencia para hacerme recordar y reflexionar sobre mi propia obra, y sobre mi vida, de forma muy cordial y el tiempo, profunda”- afirma:

Este libro que tienes entre tus manos, amigo lector, refleja una vez más mi continuo asombro ante la obra alvareziana, esa aventura que sigue siendo para mí adentrarme en ella. Abras la página que abras en sus libros es la vida trepidante la que asoma. Porque en este poeta no es posible de ningún modo separar la obra poética de su línea vital. Un hombre como José María Álvarez tenía un destino reservado: la poesía. Su obra era su verdadera vida. [...] En estas conversaciones podemos ver de nuevo cómo su entusiasmo por la literatura es genuino, absorbente, total: el poeta se nos presenta una vez más como un acabado ejemplo del hombre que parece reunir en él toda la historia de la literatura.

Tras la trilogía que recogió las conversaciones en París entre José María Álvarez y Alfredo Rodríguez, los cinco capítulos de este nuevo volumen abordan la trayectoria vital y literaria del poeta de Museo de cera, exploran el espíritu de Venecia a través de sus lugares emblemáticos, reflexionan sobre su concepción de la escritura y la creación poética, homenajean a los autores y libros más queridos por Álvarez y finalmente enfrentan los temas de la actualidad social y política como en este juicio sobre Pablo Iglesias: “Iglesias no deja de ser un pobre diablo, inculto y jactancioso; uno de esos arribistas a quienes las actuales circunstancias le han permitido por un breve espacio de tiempo chulear creyéndose que son alguien o algo. Yo creo que ya es un cadáver.”

O sobre Pedro Sánchez: “Le cuadra aquello que dice Tácito de Tito Vinius: deterrimus mortalium [el más miserable de los mortales]. Basura de individuo.”

Y todo ello sobre el telón de fondo de Venecia, cuya importancia en la obra de Álvarez explica así Alfredo Rodríguez: “El poeta es consciente de que tal vez el mejor remedio para esa «desgracia de ser español» -a la que a veces suele referirse con sorna- sea un periodo de exilio en una ciudad como Venecia, que constantemente le habla del tiempo por encima del tiempo, que cada vez que vuelve a verla es una nueva sorpresa para él. Aquí es donde mejor encaja la fidelidad del poeta con un concepto misterioso y profundo del Arte como una realidad superior. Esa es la vocación, la grandeza, la calma que solo le proporciona esta ciudad de los poetas, por donde antes pasaron Dante, Petrarca o Byron. Porque en José María Álvarez se da el exilio como esencial condición de la palabra poética.”

La Fenice, Santa Maria Formosa, el puente de Rialto, la tumba de Pound, Burano, el Campo della Carità, la Piazzetta, San Zaccaria, el Ghetto, la Laguna son algunos de los lugares en los que transcurren las once jornadas de conversaciones en las que se suceden y entremezclan los clásicos y los contemporáneos, la poesía y la música, la pintura y la escultura: Shakespeare y Borges, Virgilio y Montaigne, Dante y Kavafis, Conrad y Kafka, Nabokov y Onetti, Musil y Goethe, Pound y Durrell, Gibbon y Homero, Turner y Rubens, Giorgione y Van Eyck, Picasso y Monet, Bacon y Giovanni Bellini, Canova y el Apolo del Belvedere o Mozart.

Complementarias de los tres anteriores volúmenes de conversaciones entre ambos interlocutores,  vuelve a brillar en estas páginas la inteligencia polémica de José María Álvarez y la capacidad de Alfredo Rodríguez para indagar en lo más hondo de la vida y la obra de su maestro reconocido con un conocimiento de su poesía que hace de este volumen un complemento muy recomendable para acercarse a un mundo literario tan peculiar como imprescindible.

Como en la trilogía de conversaciones parisinas, en estas conversaciones venecianas la complicidad entre los dos interlocutores hace que esta obra vaya más allá de la mera reunión de conversaciones para convertirse en un análisis riguroso de los motivos y las claves literarias sobre las que se levantan los libros y los poemas de José María Álvarez, que deja en las páginas de Antesalas del olvido afirmaciones como esta, ante la pregunta de si “un poeta debe comprometerse de manera pública, debe rebajarse a las querellas de este mundo, o si tiene un mensaje que dar ha de hacerlo sólo por medio de su escritura”:

Él sí, si no hay más remedio. Pero su visión debe estar por encima de esas querellas. Ir al hueso. Y eso de los mensajes…se hubiera hecho cartero.

Santos Domínguez

4/10/21

Josep Pla. Viaje en autobús

 

 

 Josep Pla.

Viaje en autobús.

Edición de Xavier Pla.

Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2021

 

En el momento de tomar el autobús se nos quiere dar la impresión de que viajaremos como si estuviéramos en casa -o, mejor dicho, en una casa bonita y rutilante como una peluquería: papeles pintados, iluminación indirecta, muebles tubulares. Todo tan aerodinámico. La intención es de apreciar; pero, francamente, no me siento capaz de agradecérsela a nadie. Todo el material, por otra parte, está un poco ajado. Veo dos cristales rotos: otro se ha encasquillado y no sube ni baja. Las Revoluciones ajan las cosas. En España, hoy, hasta los arboles parecen sobados y manoseados.

Después del asalto de rigor, logramos tomar un asiento. El derecho de poner las asentaderas en estos tremendos, ruidosos vehículos, está sometido al azar más rigurosamente pascaliano. Digo pascaliano, porque Pascal inventó el cálculo de probabilidades y la ruleta. Este azar le proporciona a uno las contradicciones más extraordinarias.

—Qué flaco está usted, señor Pla -le dice a uno, a veces, el vecino de al lado-. ¿Sabe que está usted muy flaco? Allá por el año 1935 estaba usted mucho mejor, más gordo, más lleno. ¿Qué le pasa?

Otras veces le dice a uno el compañero de viaje:

—Pero, señor Pla, ¡qué gordo está usted! Está usted bien de kilos. ¿Qué le sucede? La última vez que le vi, allá por 1935, estaba usted muy flaco, estaba usted en los huesos. Va usted a perder la línea.

Esta es la primera lección de los autobuses: la relatividad de todo. Para unos, el infrascrito está flaco. Para otros, está gordo. Estas variaciones se producen a veces en una diferencia de horas. Hay razón para quedar perplejo. Uno piensa en las palabras del viejo Heráclito: la Naturaleza tiende a ocultarse a los ojos de los hombres. En este mundo, todo se suele ver a través del pie forzado de lo que a uno le falta. El que es gordo y quisiera ser flaco busca cómplices de su propia gordura. El que es flaco y quisiera estar gordo tiende a ver a sus semejantes en un proceso de acentuada delgadez. Y uno, en definitiva, no está ni flaco ni gordo, ni delgado ni repleto, sino que es simplemente un individuo que va paseando por el mundo, mejor o peor, sus prejuicios y envejecimiento en medio de pequeñas y grandes catástrofes.


Es un pasaje del primer capítulo del espléndido Viaje en autobús de Josep Pla que, casi ochenta años después de su aparición en 1942, publica Cátedra Letras Hispánicas con edición de Xavier Pla, que recuerda en su introducción -‘Lo que queda latente’- la muy favorable acogida de la obra, compuesta a partir de los artículos que Pla había ido publicando en la revista Destino en 1941 y los primeros meses de 1942, aunque en la construcción del libro en su forma definitiva en 1948 hay un proceso de reelaboración de esos textos y de incorporación de inéditos hasta 1947. No se trata, pues, de una mera recopilación, sino de “una operación de gran calado literario”, como destaca Xavier Pla, que inserta el libro en una peculiar poética del viaje, porque -afirma- “el viaje de Pla, los libros de viaje de Pla, tienen su propia poética”, que se levanta como “una construcción mental y literaria.”


La mirada hacia el paisaje y el oído hacia las conversaciones se conjugan en estas páginas que evocan unos recorridos espacialmente menores, casi domésticos, un itinerario comarcal de cien kilómetros de viajes en autobús por la costa catalana entre viajeros y viajantes a lo largo de las cuatro estaciones del año, desde el invierno hasta el otoño.


Un viaje nada exótico que supone una afirmación de ese provincianismo voluntario, conscientemente cultivado por Pla, aquel payés del Ampurdán que escribía en el prólogo, que tituló Cuatro palabras:


Lo esencial para aprovechar un viaje es tomarlo como finalidad misma. Andar por el mundo un poco al azar es muy agradable.Viajar sin tener un objeto concreto es una auténtica maravilla. 

[...]

En mis libros no hay mosquitos, ni leones, ni chacales, ni objeto alguno sorprendente o raro. Confieso sentir, por otra parte, poca afición por el exotismo. Mi heroísmo y bravura son escasos. Me gustan los países civilizados. Desde el punto de vista de la sensibilidad, me daría por satisfecho plenamente si pudiera llegar a ser un hombre europeo. He sido siempre aficionado a la matelote de anguilas, a la becada en canapé y a la perdiz mediterránea.

[...]

Aquí está el fruto de mis recientes, insignificantes vagabundajes. Viajando en autobús, el vuelo es gallináceo.


En el Viaje en autobús está el mejor Pla, el que observa y escucha y con la agilidad de su prosa transparente y fluida escribe del paisaje y los paisanos, de los cafés y las estaciones, de las fondas y los mercados, de la lectura o el amor, de la educación y el estraperlo, del clima y la comida, en el tono menor adecuado a la expresión de lo cotidiano y traza una desoladora crónica intrahistórica de la primera posguerra en Cataluña, como él mismo señalaba en el prólogo a la tercera edición ampliada de 1948, en la que naturalmente se basa esta edición: “algunos críticos afirmaron, a modo de exégesis, que su autor pretendía escribir un documental de la época, dar una imagen de los años que estamos pasando. Esa, en efecto, fue la pretensión y la justificación -quizá hipotética- de su tiraje. En la presente edición, esa característica está todavía, creo yo, más acusada.”


Un libro que significaba la madurez de su autor y una confirmación de sus acreditadas virtudes literarias: el límpido castellano casi oral de su “estilo a media voz”, como lo  definió Dionisio Ridruejo, la naturalidad y la ironía, la mirada al paisaje o la capacidad para la sugerencia y el matiz descriptivo, la suma de observación y reflexión, de lirismo y sarcasmo, de impresiones y digresiones, de humor y una melancolía casi proustiana, o un sentimiento de desengaño como el que remata el último texto del libro: Epílogo, perplejidad:


Hay razones, me parece, para quedar perplejo. El mundo de hoy es un mundo dominado por la perplejidad. Sin embargo, algo se ha ganado. Las ilusiones se han desvanecido. En muchos aspectos de la vida, la eliminación de las ilusiones es saludable y positiva. Las ilusiones hay que reservarlas para aliñar las pasiones del amor y humanizar la ironía, para hablar con los amigos, para simplificar la vida.


Con estas palabras concluye Xavier Pla su estudio introductorio sobre este “artefacto literario mucho más complejo y sofisticado de lo que pueda parecer en una primera lectura”: “Es quizás  en este mundo detenido, el del tiempo sin duelo, también el de la perplejidad moral provocada por la desconfianza ante el progreso, donde mejor se hace evidente la capacidad literaria de Josep Pla  para producir efectos de presencia. Y es quizás en Viaje en autobús, uno de sus mejores libros, donde el lector de hoy puede encontrar el retrato moral más completo de los estragos que tres años de guerra y otras tantas décadas de implacable dictadura infligieron en las vidas de la gente corriente en pleno corazón del siglo veinte.”


Cierran la edición, además de un índice onomástico que resume el amplio universo intelectual de Pla, tres apéndices que reproducen los dos primeros artículos de Destino, dos textos suprimidos de la primera edición y una curiosa autoentrevista de Josep Pla, que firmó en la misma revista el 29 de agosto de 1942 con el seudónimo J. Méndez-Bohigas: “Una interviú frustrada con el autor de Viaje en autobús”, donde dice:


-Pero, ¿qué quiere usted que le diga? Hubiera podido hablarle del libro cuando lo escribía, sudando toda clase de cosas, este invierno, en esta misma mesa. Pero, ahora, los que deben hablar son los lectores. El otro día oí decir a un señor, en el tren, que el libro le había hecho pasar un buen rato y que se había reído mucho. A esto contestó otro caballero, con un aire que me pareció disgustado y displicente, que el libro se vendía muy bien. A mí, esto me basta, porque lo que más me sorprende es que se vendan libros. El empeño que tiene la gente en que yo vaya escribiendo me parece un fenómeno extrañísimo. Esto durará lo que dure. Ya lo veremos. Mis ilusiones, en este punto son templos de antes e inciertas.

[...]

-Si algo desearía ser en el mundo, sería eso: el ciudadano más cosmopolita del Condado de Ampurias. Nada más, pero tampoco nada menos. Ilusiones que uno se hace, ¿comprende?

 Santos Domínguez