tan pocos y tan puros,
Y el silencio me toma de la mano.
Reseñar libros malos no es sólo una pérdida de tiempo, sino también un peligro para el carácter (W.H. Auden)
Empecé a escribir por las noches. Me sentaba a la mesa y escribía sin descanso hasta terminar agotado. A menudo me acordaba de aquel árbol cuyos frutos Yavé había prohibido tocar, el árbol de los sueños. Estaba situado en el centro del paraíso, y Yavé había prohibido a Eva y a Adán acercarse a él y probar sus frutos, porque eso les haría como él. Recibir lo que no se espera, eso era la belleza. Todos querían que los sueños se hicieran reales, pero ¿por qué no seguir el camino inverso y devolver las cosas reales a los sueños de donde procedían?, escribe el narrador al final de El árbol de los sueños, de Gustavo Martín Garzo, un libro que es una celebración de la vida y el relato, un frondoso árbol de historias que cuenta cada noche una madre a sus dos hijos.
En las admirables páginas de este portentoso edificio narrativo con el que rinde homenaje a uno de los modelos de referencia de su literatura, Las mil y una noches, se convocan la realidad y la imaginación en la búsqueda de la belleza, se invocan el sueño y la vigilia y se evocan los arquetipos narrativos de diversas tradiciones orientales y occidentales para construir un espléndido libro que de alguna manera supone, a la vez que un homenaje a sus cimientos, la culminación de la obra de Gustavo Martín Garzo como un narrador de raza que disfruta del placer y la magia de contar, como alternativa a la muerte y a las pérdidas.
Y así va creciendo un árbol de palabras, un entramado de relatos que transforman la vida en palabras y las palabras en vida, reivindican la imaginación como memoria de lo olvidado y transfiguran la realidad oscura en sueño luminoso, en un mundo de revelaciones y descubrimientos que hacen de la literatura una forma de vida más alta y más intensa, un lugar habitable en el que, como defendió el propio Martín Garzo en su ensayo Elogio de la fragilidad, contar es vivir y soñar.
Están en estos relatos que hablan del amor y de la muerte, de ángeles y metamorfosis, los héroes griegos y los faraones egipcios, los misterios de Eleusis y la esclava de Abraham, la Casa de la Vida y las ciudades de las mujeres, Fiammeta y Sara, Jerusalén y Florencia.
El volumen está dedicado a Pier Paolo Pasolini, que puso como pórtico a su adaptación de Las mil y una noches esta frase, que podría suscribir Martín Garzo: ‘La verdad no se encuentra en un sueño, sino en muchos sueños’.
Lo publica Galaxia Gutenberg en una muy cuidada edición que llega hoy a las librerías como uno de los libros imprescindibles de este último trimestre de 2021. Comienza con este párrafo, que atrapa al lector para no darle tregua en adelante:
Mi madre solía decirnos que en la vida abunda esa sustancia inasible que constituye la felicidad y que lo único que hace falta para encontrarla es enfrentarse a las cosas muertas que la deshonran. Y le gustaba citar la frase de un antiguo profeta: Haz dulce tu camino y recibirás una melodía. Era la dulzura de las melodías que se cantan mientras dura el camino de la vida lo único que debía importarnos y no el éxito o la consideración que pudiéramos obtener de los demás.
Santos Domínguez
Paul Auster.
La llama inmortal de Stephen Crane.
Traducción de Benito Gómez Ibáñez.
Seix Barral. Barcelona, 2021.
Nacido el Día de los Difuntos y muerto cinco meses antes de su vigésimo noveno cumpleaños, Stephen Crane vivió cinco meses y cinco días en el siglo XX, deshecho por la tuberculosis antes de haber tenido ocasión de conducir un automóvil o contemplar un aeroplano, ver una película proyectada en pantalla grande o escuchar la radio, un personaje del mundo del caballo y la calesa que se perdió el futuro que aguardaba a sus pares, no solo la creación de aquellas máquinas e inventos milagrosos, sino los horrores de la época también, incluida la aniquilación de decenas de millones de vidas en las dos guerras mundiales. Fueron sus contemporáneos Henri Matisse (veintidós meses más que él), Vladímir Lenin (diecisiete meses mayor), Marcel Proust (cuatro meses más), y escritores norteamericanos tales como W. E. B. Du Bois, Theodore Dreiser, Willa Cather, Gertrude Stein, Sherwood Anderson y Robert Frost, todos los cuales vivieron hasta bien entrado el nuevo siglo. Pero la obra de Crane, que rehuyó las tradiciones de casi todo lo que se había producido antes de él, fue tan radical para su tiempo que ahora se le puede considerar como el primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita.
Con ese párrafo comienza La llama inmortal de Stephen Crane, que ha escrito Paul Auster. Burning Boy. The Life and Work of Stephen Crane es el título original de esta monumental biografía del autor de La roja insignia del valor, que acaba de publicar Seix Barral con traducción de Benito Gómez Ibáñez. Así explica Auster el título:
Muchacho fogoso de rara precocidad a quien se le cerró el paso antes de alcanzar la plenitud de la edad adulta, constituye la respuesta norteamericana a Keats y Shelley, a Schubert y Mozart, y si hoy continúa tan vivo como ellos, es porque su obra no ha envejecido. Ciento veinte años después de su muerte, Stephen Crane sigue ardiendo.
Y así resume el método de su estudio y la razón de su entusiasmo admirativo:
No lo enfoco como especialista o erudito, sino como viejo escritor sobrecogido por el genio de un autor joven. Después de pasar los dos últimos años enfrascado en cada una de las obras de Crane, habiendo leído hasta la última de sus cartas publicadas, tras apoderarme de hasta el más pequeño detalle biográfico que caía en mis manos, me encontré tan fascinado por la frenética y contradictoria vida de Crane como por la obra que nos dejó. Fue una vida extraña y singular, llena de riesgos impulsivos, marcada con frecuencia por una demoledora falta de dinero así como por una empecinada e incorregible entrega a su vocación de escritor, que lo arrojaba de una situación inverosímil y peligrosa a otra —un controvertido artículo escrito a los veinte años que perturbó el desarrollo de la campaña presidencial de 1892; una batalla pública contra el cuerpo de policía de Nueva York, que de hecho lo exilió de la ciudad en 1896; un naufragio frente a las costas de Florida en el que casi muere ahogado en 1897; un concubinato con la propietaria del burdel más elegante de Jacksonville, el Hotel de Dreme; un trabajo como corresponsal durante la guerra hispanonorteamericana en Cuba (donde repetidamente se encontró frente a la línea de fuego enemiga); y luego sus últimos años en Inglaterra, donde Joseph Conrad fue su amigo más cercano y Henry James lloró su temprana muerte—, y ese escritor, más conocido por sus crónicas de guerra, también abarcó muchos otros temas, manejándolos todos con inmensa destreza y originalidad, desde relatos sobre la infancia y artistas bohemios en apuros hasta descripciones de primera mano de los fumaderos de opio de Nueva York, las condiciones de trabajo en una mina de carbón en Pensilvania más una devastadora sequía en Nebraska, y de forma muy parecida a Edgar Allan Poe, con frecuencia erróneamente identificado como un lúgubre proveedor de horrores y misterios cuando en realidad era un humorista magistral, el sombrío y pesimista Crane también podía ser increíblemente divertido cuando quería. Y debajo de la montaña de su prosa, o quizá en la cumbre, están sus poemas, algo que pocas personas, dentro y fuera del mundo académico, han sabido tratar, unos poemas tan alejados de las normas tradicionales decimonónicas de la composición poética —incluidas las desviaciones para romper moldes de Whitman y Dickinson— que apenas parecen contar como poesía y, sin embargo, permanecen en la memoria con más persistencia que la mayoría de los poemas norteamericanos que me vienen a la cabeza.
Dos años de trabajo que se resumen en ese párrafo en el que Auster, desde su perspectiva de “viejo escritor sobrecogido por el genio de un autor joven”, sintetiza esta obra maestra, síntesis de biografía y crítica literaria, en la que se funden la atención a la vida efímera y a la obra imperecedera de Stephen Crane (1879-1900), uno de los fundadores de la novela norteamericana, admirado por sus contemporáneos Conrad y James.
Lo biográfico y lo literario se combinan equilibradamente en la escritura contundente y la lectura perspicaz, con un enfoque en el que pesa de manera determinante la condición de novelista de Auster, que hace una iluminadora lectura de la obra de Crane desde la perspectiva de un narrador que suma a su bien conocido oficio la perspicacia crítica y su clarividencia de lector privilegiado para levantar esta obra monumental que combina la investigación biográfica y la evocación del contexto histórico con el análisis literario.
Más de mil páginas entusiastas escritas con la espléndida prosa de Auster, un narrador que habla de otro al que admira sin reservas y sobre el que construye una biografía que se apoya en muchos textos de Crane, autor de una obra maestra como La roja insignia del valor, de dos novelas cortas, de más de treinta relatos, dos colecciones de poemas y dos centenares largos de artículos periodísticos. Así resume Auster la breve trayectoria de aquel “muchacho fogoso de rara precocidad a quien se le cerró el paso antes de alcanzar la plenitud de la edad adulta”:
El 28 de septiembre [de 1886], a solo unas manzanas de donde pronto viviría Crane en Manhattan, murió Herman Melville, sin lectores y casi olvidado. El 10 de noviembre, a miles de kilómetros, en Francia, al este de Marsella, moría Arthur Rimbaud a los treinta y siete años. Veintisiete días después, la madre de Crane moría de cáncer a los sesenta y cuatro años. Al escritor en ciernes solo le quedaban ocho años y medio de vida, pero en ese breve tiempo produjo una obra maestra en forma de novela (La roja insignia del valor), dos novelas cortas exquisitas y audazmente concebidas (Maggie: una chica de la calle y El monstruo), cerca de tres docenas de relatos de irreprochable brillantez (entre ellos «El bote abierto» y «El hotel azul»), dos recopilaciones de algunos de los poemas más extraños y feroces del siglo XIX (Los jinetes negros y War is Kind [«La guerra es buena»]), y más de doscientos artículos periodísticos, muchos de ellos tan buenos que están a la altura de su obra literaria.
A ese Crane que “ciento veinte años después de su muerte, sigue ardiendo” lo define Auster como “el primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita”, porque “constituye la respuesta norteamericana a Keats y Shelley, a Schubert y Mozart, y si hoy continúa tan vivo como ellos, es porque su obra no ha envejecido”.
Un Crane que evoca y reivindica Auster en estas líneas al final de su libro:
No era nadie. Y luego fue alguien. Muchos lo adoraban, muchos lo despreciaban, y luego desapareció. Lo olvidaron. Volvieron a recordarlo. De nuevo lo olvidaron. Otra vez lo recordaron, y ahora, mientras escribo las últimas palabras de este libro en los primeros días de 2020, sus obras se han vuelto a olvidar. Es una época oscura para Estados Unidos, sombría en todas partes, y como ocurren tantas cosas que erosionan nuestras certezas sobre quiénes somos y a dónde nos dirigimos, tal vez haya llegado el momento de sacar de su tumba al muchacho fogoso y empezar a recordarlo de nuevo. La prosa aún restalla, la mirada sigue traspasando, la obra todavía escuece. ¿Nos importa eso aún? En caso afirmativo, y solo cabe esperar que sí, debe prestarse atención.
Santos Domínguez
Regresas, ojos verdes, radiante mediodía,
de una noche de fiesta -Esmirna en el crepúsculo-,
diosa recién duchada, con pantalones cortos
y un top que me enloquece.
Has dejado las naves -fenicias, por supuesto-
amarradas al borde de un vaso de gintonic.
Hermosa y bronceada, regresas, ojos verdes,
de todas las apuestas -Lillie Langtree, los ojos
cansados de vivir- perdidas de antemano.
Conquistada en tus piernas -Esmirna-, de regreso
a un terco laberinto, a un campo de batalla,
donde será imposible, si no lo remediamos,
aplazar el encuentro.
Hace calor, susurras, desnuda e insalvable,
besándome en los ojos, hundiéndome en tu cuerpo.
Regresas -¿de qué fuerte sitiado y perdido,
de qué ciudad en llamas, de qué hermoso naufragio?
de una noche de fiesta -Esmirna entre las ruinas-,
con pantalones cortos y un top blanco y magnético,
diosa de mis desvelos y mis sueños prohibidos,
temible y seductora, desafiante hechicera.
'Las naves fenicias' titula David Fraguas ese poema que recuerda al Luis Alberto de Cuenca de los ochenta y los noventa.
Forma parte de la primera de las tres secciones en que organiza su libro Tierras extrañas, que publica El sastre de Apollinaire, y es una muestra de la bien afinada voz de David Fraguas y de una evidente voluntad expresiva que aspira al equilibrio integrador de lo clásico y lo moderno, de ironía y lirismo.
Los finales felices, Nel mezzo del cammin y Los otros mundos son las tres partes en las que se articula un conjunto en el que la mirada crítica al presente y a la historia convive con un culturalismo inteligente e intimista que se expresa a través de una variedad de metros, de versos cortos y largos, de poemas en prosa que se sostiene sobre un predominante ritmo alejandrino o endecasilábico incluso en esos aparentes poemas en prosa.
Las ciudades y el tiempo, la memoria y la muerte, una variación sobre un tema de Kavafis, o la lectura en su marco de la Balada de la cárcel de Reading, el amor y su ausencia, el cine y las canciones atraviesan este libro, tomado por la conciencia de la madurez, por sueños y evocaciones, visiones y ucronías como la de Newton visitando las ruinas de Pompeya o la de Galdós y Beethoven compartiendo unas botellas de vino de Borgoña, cosecha de 1910.
Fritz Lang y Garcilaso, Billy Collins y Mishima, Gil de Biedma y Tolstói, Kavafis y John Ford, Borges y Aznavour, Luis Rosales y Spielberg cruzan las páginas de estas Tierras extrañas, un sólido libro, pródigo en versos contundentes como los de este magnífico El último baile:
Hablas de los imperios -los imperios que caen-,
de los días finales antes de la caída,
del amor y la noche, del otoño que baila
en salones dorados, de manadas de lobos
que devoran imperios, del puñal de Lucrecia,
de su muerte baldía, de sus ojos, los ojos
amados y perdidos, amados en las noches
de extraña claridad, perdidos en las noches
de desmoronamiento.
Hablas de la belleza -la belleza perdida-,
de la sangre y la música,
de los días finales antes de la caída,
antes del bombardeo que hace añicos la noche.
Hablas de los imperios, los imperios que bailan
en salones en ruinas, los imperios que estallan
como hogueras de nieve, como abismos que inundan
de luz rota el futuro.
Santos Domínguez
Más de veinte años después de su primera edición en La Cruz del Sur, Pre-Textos reedita la memorable versión de José María Álvarez de los Sonetos
de William Shakespeare, un modelo de referencia entre la docena larga
de traducciones que se han publicado en España en los últimos años de
esta cima de la poesía occidental.
Una
cima de Shakespeare proyectada en las variaciones psíquicas y morales
del amor, en la belleza del lenguaje, la intensidad del sentimiento y
una sutileza estilística y rítmica que está a la altura de los momentos
más potentes de su teatro.
Los Sonetos, que
se publicaron en 1609 y que entonces pasaron casi desapercibidos, son
hoy, tras más de cuatro siglos de controversias y enigmas, la parte más
viva y conocida de la poesía de Shakespeare. Ciento cincuenta y cuatro
textos de una belleza turbulenta que siguen, después de tanto tiempo,
tan desafiantes y tan resistentes al asedio crítico como el primer día.
Amor
y temporalidad, espiritualidad y grosería, y una variedad de tonos que
van de lo retórico a lo coloquial conviven en estos textos que provocan
constantes perplejidades en torno a un triángulo amoroso rodeado de
emoción y de misterio.
La
desconcertante convivencia que hay en ellos de sutileza y grosería y la
rareza de sus personajes -el amigo joven, el poeta rival, la dama
oscura-, su opaca secuencia argumental siguen planteando interrogantes
al lector actual, que no puede dejar de asombrarse ante la modernidad de
unos textos de enorme calidad que en cada traducción parecen adquirir
nuevos matices y nuevos brillos.
Porque, como ocurre con todos los clásicos verdaderos, los Sonetos
son el mapa de un terreno minado, propicio a la conjetura. Todo es aquí
indicio e incertidumbre: desde la dedicatoria de la primera edición a
un misterioso Mr. W. H. a la ambigüedad sexual a la que alude la
voz lírica que habla en ellos, alusiva y elusiva, de secretas
complicidades y connotaciones.
Los ciento veintiséis primeros sonetos se dirigen a un desconocido y opaco Fair Youth,
un amor platónico del que no sabemos nada, salvo que ese muchacho
responde al ideal de belleza femenina inaccesible del petrarquismo, al
que compara en el delicado soneto XVIII con un día de verano:
Shall I compare thee to a summer's day?
Thou art more lovely and more temperate:
Rough winds do shake the darling buds of May,
And summer's lease hath all too short a date.
¿Deberé compararte a uno de esos días cuando ya muere la Primavera?
Tú eres más apacible y deleitoso.
El fiero viento arrastra de Mayo los capullos
Y pronto se desvanece la promesa de la estación vehemente.
Como ignoramos todo acerca de la Black Lady, la
dama oscura que inspira los textos numerados entre el CXXVII y el CLII
-los que describen una sexualidad explícita- o los que aluden al Rival Poet (¿Marlowe, Chapman o ninguno de los dos?).
No es raro, pues, que estos sonetos hayan provocado una diversidad de enfoques que van desde el estructuralismo a la crítica biográfica o psicoanalítica, pasando por la social o la feminista, sin que ninguna de esas direcciones los explique en todos sus matices inabarcables y elípticos.
“Es probable que no exista
ninguna obra de la literatura mundial sobre la que se hayan dicho y
escrito tantas tonterías y en la que se haya invertido en vano tanta
energía intelectual y emotiva como los Sonetos de Shakespeare”, escribió W. H. Auden.
Rodeados de misterio desde su misma composición, los Sonetos son probablemente, como nos recordaba Wordsworth, la llave con la que Shakespeare nos abre su corazón. Pero la enigmática dedicatoria, la ambigüedad sexual o el pansexualismo declarado de muchos de los dedicados a un hermoso joven, la dama oscura y secreta a la que se dirigen otros, su tono a veces intimista y a menudo escabroso, han contribuido a aumentar el misterio que rodea la vida de Shakespeare y sus relaciones amorosas.
O
han sido la base de las lecturas más mojigatas que defienden la
impersonalidad de estos textos, la ausencia de alusiones biográficas, la
idea en definitiva del personaje poético, del Speaker Poet.
“¿Dónde encontrar a Shakespeare en Shakespeare?” se preguntaba Bloom antes de descartar en los Sonetos el material autobiográfico, antes de decirnos que habría que ser el mismísimo diablo para encontrarlo ahí.
Se
enfoquen de una manera o de otra, los sonetos son la narración de dos
fracasos tras dos historias amorosas (el amigo y la mujer morena) que se
abordan en su proceso y en su desarrollo. Hay más cosas en los sonetos,
claro: las rivalidades amorosas se confunden con las poéticas y hay un
refinamiento amoroso que va más allá del petrarquismo, además de un
envidiable equilibrio, tan inglés, entre sentimiento y pensamiento, como
en el soneto LXXIII, una intensa variación sobre el tópico del Collige, virgo, rosas:
Si me miras verás esa estación del año
Cuando el helado viento lleva
Consigo ya las secas hojas últimas
Y el paisaje es como un coro de ruinas donde alguna vez dulces pájaros cantaron.
Verás el poniente de mis días
Lentamente fundiéndose con las primeras sombras
Hasta extinguirse luego en la cerrada noche,
Espejo de la muerte que ha de sellarlo todo.
Verás las brasas de aquel fuego
Que cubre la juventud con sus cenizas,
Recostarse a morir en los recuerdos de ella,
Sudario su alegría de esta hora amarga.
Si miras y ves eso, fortalece tu amor
Y entrégalo dulcísimo a lo que puedes perder pronto.
“Nunca acabaremos de descifrar estos textos”, escribió Borges. Los sonetos de Shakespeare siguen habitando el territorio secreto de la conjetura: desde el significado de las siglas W. H. de la dedicatoria hasta la identidad del hermoso joven (el ambiguo master-mistress), de la dama oscura o el poeta rival que aparecen en ellos, pasando por los dobles sentidos y los juegos de palabras, por la mezcla de platonismo y sexualidad, de refinamiento y crudeza que los recorre.
Y es que, como señala José María Álvarez al final de su prólogo, “importa que en 1609, los versos del más grande poetas que han visto los siglos, tres lustros después de ser concebidos, tomaron luz del libro en Londres, y desde aquella hora esa Luna majestad espiritual incomparable, imperecedera, no ha dejado de emocionarnos, como el latido en el silencio de nuestro propio corazón.”
Santos Domínguez
Josep Pla.
Viaje en autobús.
Edición de Xavier Pla.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2021
En el momento de tomar el autobús se nos quiere dar la impresión de que viajaremos como si estuviéramos en casa -o, mejor dicho, en una casa bonita y rutilante como una peluquería: papeles pintados, iluminación indirecta, muebles tubulares. Todo tan aerodinámico. La intención es de apreciar; pero, francamente, no me siento capaz de agradecérsela a nadie. Todo el material, por otra parte, está un poco ajado. Veo dos cristales rotos: otro se ha encasquillado y no sube ni baja. Las Revoluciones ajan las cosas. En España, hoy, hasta los arboles parecen sobados y manoseados.
Después del asalto de rigor, logramos tomar un asiento. El derecho de poner las asentaderas en estos tremendos, ruidosos vehículos, está sometido al azar más rigurosamente pascaliano. Digo pascaliano, porque Pascal inventó el cálculo de probabilidades y la ruleta. Este azar le proporciona a uno las contradicciones más extraordinarias.
—Qué flaco está usted, señor Pla -le dice a uno, a veces, el vecino de al lado-. ¿Sabe que está usted muy flaco? Allá por el año 1935 estaba usted mucho mejor, más gordo, más lleno. ¿Qué le pasa?
Otras veces le dice a uno el compañero de viaje:
—Pero, señor Pla, ¡qué gordo está usted! Está usted bien de kilos. ¿Qué le sucede? La última vez que le vi, allá por 1935, estaba usted muy flaco, estaba usted en los huesos. Va usted a perder la línea.
Esta es la primera lección de los autobuses: la relatividad de todo. Para unos, el infrascrito está flaco. Para otros, está gordo. Estas variaciones se producen a veces en una diferencia de horas. Hay razón para quedar perplejo. Uno piensa en las palabras del viejo Heráclito: la Naturaleza tiende a ocultarse a los ojos de los hombres. En este mundo, todo se suele ver a través del pie forzado de lo que a uno le falta. El que es gordo y quisiera ser flaco busca cómplices de su propia gordura. El que es flaco y quisiera estar gordo tiende a ver a sus semejantes en un proceso de acentuada delgadez. Y uno, en definitiva, no está ni flaco ni gordo, ni delgado ni repleto, sino que es simplemente un individuo que va paseando por el mundo, mejor o peor, sus prejuicios y envejecimiento en medio de pequeñas y grandes catástrofes.
Es un pasaje del primer capítulo del espléndido Viaje en autobús de Josep Pla que, casi ochenta años después de su aparición en 1942, publica Cátedra Letras Hispánicas con edición de Xavier Pla, que recuerda en su introducción -‘Lo que queda latente’- la muy favorable acogida de la obra, compuesta a partir de los artículos que Pla había ido publicando en la revista Destino en 1941 y los primeros meses de 1942, aunque en la construcción del libro en su forma definitiva en 1948 hay un proceso de reelaboración de esos textos y de incorporación de inéditos hasta 1947. No se trata, pues, de una mera recopilación, sino de “una operación de gran calado literario”, como destaca Xavier Pla, que inserta el libro en una peculiar poética del viaje, porque -afirma- “el viaje de Pla, los libros de viaje de Pla, tienen su propia poética”, que se levanta como “una construcción mental y literaria.”
La mirada hacia el paisaje y el oído hacia las conversaciones se conjugan en estas páginas que evocan unos recorridos espacialmente menores, casi domésticos, un itinerario comarcal de cien kilómetros de viajes en autobús por la costa catalana entre viajeros y viajantes a lo largo de las cuatro estaciones del año, desde el invierno hasta el otoño.
Un viaje nada exótico que supone una afirmación de ese provincianismo voluntario, conscientemente cultivado por Pla, aquel payés del Ampurdán que escribía en el prólogo, que tituló Cuatro palabras:
Lo esencial para aprovechar un viaje es tomarlo como finalidad misma. Andar por el mundo un poco al azar es muy agradable.Viajar sin tener un objeto concreto es una auténtica maravilla.
[...]
En mis libros no hay mosquitos, ni leones, ni chacales, ni objeto alguno sorprendente o raro. Confieso sentir, por otra parte, poca afición por el exotismo. Mi heroísmo y bravura son escasos. Me gustan los países civilizados. Desde el punto de vista de la sensibilidad, me daría por satisfecho plenamente si pudiera llegar a ser un hombre europeo. He sido siempre aficionado a la matelote de anguilas, a la becada en canapé y a la perdiz mediterránea.
[...]
Aquí está el fruto de mis recientes, insignificantes vagabundajes. Viajando en autobús, el vuelo es gallináceo.
En el Viaje en autobús está el mejor Pla, el que observa y escucha y con la agilidad de su prosa transparente y fluida escribe del paisaje y los paisanos, de los cafés y las estaciones, de las fondas y los mercados, de la lectura o el amor, de la educación y el estraperlo, del clima y la comida, en el tono menor adecuado a la expresión de lo cotidiano y traza una desoladora crónica intrahistórica de la primera posguerra en Cataluña, como él mismo señalaba en el prólogo a la tercera edición ampliada de 1948, en la que naturalmente se basa esta edición: “algunos críticos afirmaron, a modo de exégesis, que su autor pretendía escribir un documental de la época, dar una imagen de los años que estamos pasando. Esa, en efecto, fue la pretensión y la justificación -quizá hipotética- de su tiraje. En la presente edición, esa característica está todavía, creo yo, más acusada.”
Un libro que significaba la madurez de su autor y una confirmación de sus acreditadas virtudes literarias: el límpido castellano casi oral de su “estilo a media voz”, como lo definió Dionisio Ridruejo, la naturalidad y la ironía, la mirada al paisaje o la capacidad para la sugerencia y el matiz descriptivo, la suma de observación y reflexión, de lirismo y sarcasmo, de impresiones y digresiones, de humor y una melancolía casi proustiana, o un sentimiento de desengaño como el que remata el último texto del libro: Epílogo, perplejidad:
Hay razones, me parece, para quedar perplejo. El mundo de hoy es un mundo dominado por la perplejidad. Sin embargo, algo se ha ganado. Las ilusiones se han desvanecido. En muchos aspectos de la vida, la eliminación de las ilusiones es saludable y positiva. Las ilusiones hay que reservarlas para aliñar las pasiones del amor y humanizar la ironía, para hablar con los amigos, para simplificar la vida.
Con estas palabras concluye Xavier Pla su estudio introductorio sobre este “artefacto literario mucho más complejo y sofisticado de lo que pueda parecer en una primera lectura”: “Es quizás en este mundo detenido, el del tiempo sin duelo, también el de la perplejidad moral provocada por la desconfianza ante el progreso, donde mejor se hace evidente la capacidad literaria de Josep Pla para producir efectos de presencia. Y es quizás en Viaje en autobús, uno de sus mejores libros, donde el lector de hoy puede encontrar el retrato moral más completo de los estragos que tres años de guerra y otras tantas décadas de implacable dictadura infligieron en las vidas de la gente corriente en pleno corazón del siglo veinte.”
Cierran la edición, además de un índice onomástico que resume el amplio universo intelectual de Pla, tres apéndices que reproducen los dos primeros artículos de Destino, dos textos suprimidos de la primera edición y una curiosa autoentrevista de Josep Pla, que firmó en la misma revista el 29 de agosto de 1942 con el seudónimo J. Méndez-Bohigas: “Una interviú frustrada con el autor de Viaje en autobús”, donde dice:
-Pero, ¿qué quiere usted que le diga? Hubiera podido hablarle del libro cuando lo escribía, sudando toda clase de cosas, este invierno, en esta misma mesa. Pero, ahora, los que deben hablar son los lectores. El otro día oí decir a un señor, en el tren, que el libro le había hecho pasar un buen rato y que se había reído mucho. A esto contestó otro caballero, con un aire que me pareció disgustado y displicente, que el libro se vendía muy bien. A mí, esto me basta, porque lo que más me sorprende es que se vendan libros. El empeño que tiene la gente en que yo vaya escribiendo me parece un fenómeno extrañísimo. Esto durará lo que dure. Ya lo veremos. Mis ilusiones, en este punto son templos de antes e inciertas.
[...]
-Si algo desearía ser en el mundo, sería eso: el ciudadano más cosmopolita del Condado de Ampurias. Nada más, pero tampoco nada menos. Ilusiones que uno se hace, ¿comprende?
Santos Domínguez