William Carlos Williams.
Poesía reunida.
Edición bilingüe.
Introducción de Juan Antonio Montiel.
Traducciones de Edgardo Dobry,
Juan Antonio Montiel
y Michael Tregebov.
Lumen. Barcelona, 2017.
El descenso nos llama
como nos llamaba el ascenso.
La memoria es una especie
de consumación,
una suerte de renovación,
incluso
de inicio, pues los espacios que abre son lugares nuevos
habitados por hordas
de especies
hasta entonces impensadas;
y sus movimientos
se orientan hacia nuevos objetivos
(aun cuando antes hayan sido abandonados).
L Ninguna derrota es enteramente una derrota, pues
el mundo que abre es siempre un sitio
hasta entonces
insospechado. Un
mundo perdido,
un mundo insospechado,
abre paso a nuevos lugares
y no hay blancura (perdida) tan blanca como el recuerdo
de la blancura.
Con el atardecer, el amor despierta
aunque sus sombras
-que dependen
de la luz del sol-
se adormecen y se apartan
del deseo.
Despierta así un amor
sin sombras
que ha de crecer
con la noche.
Surgido de la desesperación,
inconcluso,
el descenso
despierta a un nuevo mundo
que es el reverso
de la desesperación.
Para lo que no podemos lograr, lo que
se niega al amor,
lo que perdimos por anticiparnos,
se abre un descenso
sin fin, e indestructible.
Ese poema, 'El descenso', con traducción de Juan Antonio Montiel, abre La música del desierto, de William Carlos Williams (1883-1963), uno de los grandes poetas norteamericanos del siglo XX.
Se trata de un poema seminal, porque con él no sólo se produce un giro crucial en su trayectoria poética, sino que se funda una nueva concepción del texto y de la escritura. 'El descenso' es un texto central en la obra de William Carlos Williams también porque contiene las claves temáticas existenciales y formales de la última fase de su poesía, que se inicia en los años cincuenta, y porque funciona como obertura de los temas de este libro y de los dos posteriores, Viaje al amor y Cuadros de Brueghel, con los que forma una evidente trilogía de la poesía madura de Williams Carlos Williams.
Con las que seguramente son las mejores traducciones de su obra al español, firmadas por Edgardo Dobry, Juan Antonio Montiel y Michael Tregebow, se pueden leer esos títulos en el espléndido tomo que con su Poesía reunida acaba de publicar Lumen.
Contiene, en edición bilingüe, cuatro libros fundamentales: desde el primer Williams experimental que delimita su concepción del poema en las prosas de Kora en el infierno, un libro oscuro y raro, de exigente complejidad pero imprescindible para entender su poesía posterior, al último Williams, que fundó en los años cincuenta una nueva estética sobre la materia autobiográfica y el tono confesional con La música del desierto y otros poemas, Viaje al amor y Cuadros de Brueghel y otros poemas, que –como señala Juan Antonio Montiel en su magnífica Introducción al volumen- “estuvo a punto de ser un libro póstumo” cuando se publicó en 1962.
Esa introducción sobre la poética de William Carlos Williams se dedica a desmentir la imagen de poeta irreflexivo y sin lecturas, de iletrado ingenuo que ha rodeado con frecuencia su figura.
Bastaría con leer un libro como Kora en el infierno, de finales de los años veinte, para descartar definitivamente esa imagen, pero además “la presente antología parece, de hecho, una recopilación pensada para dar al traste con la idea de un Williams resignado o ingenuo o, en el mejor de los casos, entregado a su propia fascinación por lo que lo rodeaba”, escribe el prologuista.
William Carlos Williams forma parte de una generación de poetas que rompieron con la tradición inglesa para dar lugar a una época renovadora y brillante en la poesía norteamericana del XX. Eliot, Pound, Wallace Stevens o e. e. cummings son algunos de sus compañeros de viaje, pero quizá W. C. Williams fuese el más radical de todos, el más alejado de la norma, de la tradición métrica y del mundo académico.
Nieto literario de Emily Dickinson, amigo de Hilda Doolittle y Ezra Pound y precursor de Ginsberg y Kerouac, William Carlos Williams buscó la precisión de la palabra poética, la exactitud de lo concreto, la transcendencia de lo cotidiano, la fuerza conceptual del habla coloquial.
Williams parte de la sensación, de la sensibilidad ante lo concreto para transformar la realidad en objeto verbal a través de la imaginación y la sintaxis. En su poesía convergen la vista y el oído para escuchar las cosas, pintar con palabras los objetos cotidianos y nombrar lo próximo.
No ideas but in things - no hay ideas sino en las cosas- fue la frase en la que cifró su poética, su idea de la poesía como exploración y descubrimiento, como resultado de la observación de la vida y de la mirada detenida en el objeto:
¿Cómo decir lo que ha de ser dicho?
Solo el poema.
Solo el poema, medido con exactitud;
imitar, y no copiar, la naturaleza: no copiar
la naturaleza.
¿Y cómo conseguir eso? Con una imaginación que va más allá de la mirada superficial para convertirse en la forma más intensa de observación y con lo que Williams llamaba 'palabra fuerte'.
Autobiografía y conciencia aguda de la temporalidad, memoria y experiencia vertebran una trayectoria poética en la que el oído y mirada se conjugan como instrumentos fundamentales del poeta. Poco a poco, en el último Williams a ese concepto de imaginación se suma el de invención -"la invención es la madre del arte", escribió- y se matiza con la memoria, a la vez que frente al verso libre crea una nueva estrategia poética con la prosodia renovadora del pie variable, que conecta el habla de la calle y el lenguaje poético.
Esa radicalidad renovadora, que modificó la música y el tono de la poesía norteamericana, tiene su momento decisivo, su referencia sin retorno en La música del desierto. Publicado en 1954, cuando daba ya por superada la poesía que había desarrollado en Paterson, La música del desierto es la primera manifestación significativa de su renovador concepto métrico del pie variable, con el que encauzaba la relación entre el habla de la calle y el lenguaje del poema.
Todavía publicaría otros dos libros en ese ciclo de madurez: El Viaje al amor (1955), un libro en el que el tema de la muerte o la vejez va ganando terreno hasta culminar en el extenso 'Asfódelo, esa flor verdosa', un largo poema amoroso que es también un particular descenso a los infiernos.
Cuadros de Brueghel (1962) fue su última obra. Sus diez primeros poemas están centrados en diez pinturas de Brueghel que se reproducen en el libro. Como Wallace Stevens en El hombre de la guitarra azul, como Ashbery en Autorretrato en espejo convexo, Williams acude en ellos a la pintura para reflexionar sobre la realidad, sobre la vejez y el tiempo.
"Todo está en el oído", escribió. Y en estos textos se combinan oído y mirada para recordar el alto puente sobre el Tajo en Toledo, el puente que atravesaban unas ovejas y un pastor que en la vejez recorren los sueños del anciano y aún caminan en sus sueños, continuando mansamente en su verso para siempre en este libro que cierra significativamente el poema El resurgimiento:
Tarde o temprano
llegaremos al final
de la lucha
para restablecer
la imagen la imagen de
la rosa
pero aún no
dices extendiendo
el tiempo indefinidamente
por
tu amor hasta que una
primavera entera
reencienda
el violeta en las propias
orquídeas
y así por
tu amor el mismo sol
es reavivado
el poema.
Santos Domínguez