29/3/24

María Sanz. Los maestros de Herat

 



LOS MAESTROS DE HERAT

Ellos solo vivían para quedarse ciegos. 
Pero antes, sus ojos convulsos agotaban 
resplandores, tatuándolos en libros 
para la ilustración de la memoria.

Pintar es recordar, decían entre velas, 
alejados del día y de la noche.
Manos que embalsamaban miniaturas 
luminosas con cálamos sombríos.

Ellos solo querían engendrar la belleza. 
Pero después el tiempo fue dorando
cada contemplación, la paz de sus pupilas. 
Pintar es recordar que todo sigue oscuro.

De ese poema, central en el conjunto orgánico del libro y en su significado, toma su título el último libro de María Sanz, Los maestros de Herat, que publica la Editorial Balduque.

Un libro que se abre con esta cita de Orhan Pamuk (“El maestro Mirek estuvo tres días y tres noches contemplando sin parar las páginas maravillosas de los libros legendarios de los antiguos maestros de Herat..., y luego se quedó ciego”) y que desde las tinieblas iniciales del primer poema construye un juego de espejos que da cauce expresivo a un yo oculto y latente, “tan lejos ya de todos y de todo.”

Juego de espejos en los que se reflejan la delicadeza oriental y la sutileza de la percepción, la palabra matizada y la mirada a lo hondo, la contención expresiva del sentimiento y el casi imperceptible trazo del miniaturista, la sensibilidad que se ejercita en lo leve y lo fugaz, la conciencia del tiempo y un secreto latido de jardines en las noches en calma, el fulgor del pájaro y la claridad del astro, la explosión de los sentidos, el perfume y la música o la armonía serena de los versos de sus gacelas que huyen hacia el deslumbramiento y la ceguera.

Y las palabras, que van por dentro del sueño y el silencio, más allá de la soledad y la desazón, hacia la claridad y hacia una luz más alta:

Tus palabras te esperan dentro. Vuelve 
 a ascender desde ellas sobre el mundo.

Santos Domínguez 



27/3/24

Francisco Umbral. Manual de instrucciones

  


José Besteiro.
Francisco Umbral. 
Manual de instrucciones.
 Renacimiento. Sevilla, 2024.

Umbral, fallecido en 2007, volvió a resucitar fugazmente en 2020 gracias a un documental titulado Anatomía de un dandy. […] Pero, ¿qué lugar ocupa Umbral en la historia de la literatura española ahora que ya falta menos de una década para celebrar los cien años de su nacimiento? No sé quién dijo que el sitio que cada cual ocupa en ese paraíso con aire acondicionado que es el Parnaso depende mucho de los acomodadores.
Efectivamente en estos tiempos digitales Umbral puede sonar analógico y seguramente desprende cierto tufo a alcanfor, porque el tiempo amarillea las vidas y los libros, y las modas pasan rápidamente de moda en el imperio de lo efímero, pero Umbral es un clásico moderno (de hecho, ya lo fue en vida) y conserva el supremo encanto de lo vintage. Es cierto que todo lo que nace vinculado a la actualidad corre el riesgo de quedarse viejo (de hecho, eso es lo que ha ocurrido con buena parte de su obra periodística porque ya se sabe que los artículos son de obsolescencia programada, como las lavadoras o los microondas, «antes se decía que servían para envolver el pescado»), pero hay obras suyas que permanecerán para siempre y ocuparán un sitio de honor en la Historia de la literatura española del siglo xx. Desde Mortal y rosa a Diario de un escritor burgués (dos libros en carne viva), pasando por Un ser de lejanías. Y por supuesto sus mejores libros de memorias: Memorias de un niño de derechas, La noche que llegué al Café Gijón, Las ninfas, Trilogía de Madrid y Los cuadernos de Luis Vives.

Así comienza José Besteiro “El ABC de Umbral”, el primero de los trece capítulos en los que ha organizado su Francisco Umbral. Manual de instrucciones, que publica Renacimiento en su colección Biblioteca de la memoria.

Ese texto, que funciona como introducción del volumen, apareció en la Tercera de ABC cuando se estrenó el documental Anatomía de un dandy.

Están ahí anunciadas, como en una obertura, las líneas que desarrollará Besteiro en este volumen, que se abre con un prólogo en el que Ángel Antonio Herrera señala que este libro es “un monumento con Umbral en pie, [...], un tratado de la vida y la obra de Umbral que va incluyendo además la biografía, literaria y vivencial, del propio Besteiro, en un tuteo virtuoso, en un desacato mágico, en un monólogo a medias en donde a menudo no sabemos si Besteiro se aplica de lector de Umbral o si son más bien las páginas de Umbral las que de pronto se han puesto a desentrañar a Besteiro. A ratos, no sé yo muy bien quién empuja aquí el empleo de biógrafo, y quién el de biografiado. Eso, sin olvidar que esto no es una biografía, sino un artefacto de indagación, a bordo del estilo, sobre Umbral como clima o juguete o desafío.”

Es esta no sólo una teoría de Umbral, sino un manual de instrucciones que explora las claves de su literatura e indaga desenfadada y profundamente en la vida y la obra de Umbral, en la importancia de su imagen y en la solidez de su escritura, en su impostura y en su estilo, en sus zonas oscuras y en sus laberintos biográficos,   en su sentido del espectáculo y en el resplandor de su prosa.

Teoría y crítica del escritor y de la imagen que va construyendo él mismo del escritor/personaje que se reinventa a sí mismo con el paso de Pérez a Umbral, sobre lo que escribe Besteiro:

En realidad, Umbral no era un self-made man, sino un selfie man hecho a sí mismo con material de derribo de otros. […]
Umbral es la herencia de muchos. Él se considera el epígono de un árbol genealógico en el que figuran Quevedo, Larra, Valle y Cela, pero la lista tiene muchas más ramas porque Umbral era un aldeano global, o, mejor dicho, un castizo cosmopolita que convirtió Madrid en un Manhattan manchego y en un París mesetario. Algo así como un afrancesado de Chamberí: desde Baudelaire a Proust, pasando por Sartre y Baudrillard, todos fueron fagocitados por su thermomix. Siempre a hombros de gigantes, claro.
Y es que, como decía Emerson, sólo los genios saben pedir prestado.
Y Umbral era un genio.

Un genio trabajador, habría que matizar, porque decidió desde muy joven fundir vida y literatura con una concepción cada vez más explícita del escritor como espectáculo desde un dandismo anacrónico que se reclama heredero de Larra, al que dedicó una estupenda biografía: Larra. Anatomía de un dandy.

“Si bien se mira, Umbral era un psicópata de la literatura. No escribía para vivir, sino que vivía para escribir y luego lo contaba. Más de cien libros y miles de artículos dan fe de su quijotada. Delibes dijo de él que escribía como meaba. En realidad, escribía como respiraba, pues ya sostenía Azorín que lo difícil no es escribir, sino pensar, y Umbral era un ensayista de farmacia de guardia. De Menéndez Pidal se decía que pensaba bien, pero que escribía mal. Umbral pensaba bien y escribía mejor”, afirma Besteiro, que aborda en estas páginas la compleja interrelación que hay en Umbral entre vida y literatura, su configuración como icono de la Transición, la impostura como refugio frente al dolor y su actitud vital y literaria como huérfano de hijo (Mortal y rosa), como viudo de madre con padre ausente (El hijo de Greta Garbo), la relación con las mujeres (los amores diurnos y nocturnos, Blanca Andreu y María Vela Zanetti) de un machista feminista, sus retratos a mano armada, las crónicas ensayadas y sus libros sobre escritores, que constituyen una historia chismosa de la literatura de Larra a Cela, de Valle a Lorca, pasando por Delibes o Gómez de la Serna.

Porque Umbral -añade Besteiro- “no fue un escritor sin género, como a veces se ha dicho, sino un escritor de muchos géneros y todos ellos cruzados: la crónica biografiada, el columnismo ensayado, la memoria novelada, el ensayo articulado. Salvo el teatro, los cultivó todos, y todos con originalidad y acierto.”

Y a partir de ahí, los capítulos de este Manual de instrucciones proponen un recorrido por el Umbral memorialista y el escritor de artículos, por el biógrafo y el novelista que representan su escritura múltiple y plural, escindida entre la persona y sus máscaras, porque, como dice Besteiro, “en realidad, Umbral fue dos hombres: Umbral y Pérez (Paco para los amigos). Lo digo porque la suya es la increíble y fantástica historia de un niño de la guerra a quien la posteridad le había reservado un brillante destino como botones de banco y, sin embargo, consiguió convertirse en Príncipe de Asturias de las Letras. Se trata de una de las metamorfosis más espectaculares de la cultura española del siglo xx: de Pérez a Umbral, un cuento de hadas escrito por él mismo donde se reservó el papel de ogro para defenderse de las muchas cornadas que le dio la vida. Por eso mismo nos vendió su storytelling de dandy y consiguió que nos lo creyéramos, pero lo cierto es que los dandis no mascan tiza para nutrirse de calcio ni comen cáscaras de naranja en su infancia. Se lo dijo una vez Oriana Fallaci: «Te pareces a Paganini, pero comes como un camionero».”

Con esa perspectiva se hace en estas páginas un recorrido por el Umbral confesional desde las memorias iniciales (Memorias de un niño de derechas y Los cuadernos de Luis Vives) hasta las memorias finales de Un ser de lejanías, pasando por la memoria de Madrid en su Trilogía de Madrid.

Esa memoria, que borra con frecuencia los límites entre géneros y funde el género memorial y la narrativa, atraviesa también novelas como Mortal y rosa o La noche que llegué al café Gijón. 

Umbral fue también un incansable y prolífico articulista, creador de un nuevo columnismo neocostumbrista, pop y posmoderno con su Diario de un snob o Spleen de Madrid en las páginas de El País, y luego en Diario 16 y El Mundo.

Y hasta en una obra como el Diccionario de literatura (1941-1995) aflora en primer plano el Umbral rey de la literatura selfie, el autor de una escritura del yo y de su máscara: “El ego de Umbral -escribe Besteiro- era exhibicionista, frívolo, cínico, irónico, humorístico, masturbatorio, un poco macarra y muy brillante, orgiástico, o sea. Pero las apariencias, como los líderes populistas, engañan. Exhibir su yo era la mejor manera que tenía Umbral de ocultarse. A fin de cuentas, Umbral hablaba de un personaje inventado, no de Pérez, pero todos nos creímos su fantasía.” Y es que en Umbral “el personaje se comió a la persona y a partir de entonces siempre fue con la mentira por delante.”

También sus ensayos biográficos (Lorca, poeta maldito; Larra. Anatomía de un dandy; Ramón y las vanguardias; Valle-Inclán. Los botines blancos de piqué) los escribe desde un cruce de géneros que los hace brillantes, heterodoxos e inconfundibles. El último de esos ensayos biográficos (Cela, un cadáver exquisito) es un sorprendente libro/traición en el que Umbral oficia el rito de matar al padre sobre el cadáver de un Cela que siempre lo había protegido. Quizá un rencor secreto explique su escritura. Es el  “aullido de resentimiento” al que aludió Anna Caballé en su espléndida biografía Umbral. El frío de una vida.

Con estas líneas resume José Besteiro la importancia de Umbral:

Hay escritores termómetro y escritores termostato; los primeros le toman la temperatura a la vida y los segundos se la cambian. Umbral pertenece a estos últimos porque no estrenó solamente una nueva manera de escribir («literatura es escribir como no lo hace nadie»), sino que puso de moda un abrigo y un nuevo modo de mirar el mundo: el umbralismo.

Santos Domínguez 






25/3/24

Castellet. Nueve novísimos

  


José María Castellet.
Nueve novísimos poetas españoles.
Austral. Barcelona, 2024. 

Estimado Sr.
Me pide usted una Poética.
Me acuerdo de aquella noche en que tocaba Johnny Hodges. Y un curioso le preguntó que cómo tocaba. Entonces Hodges se quedó mirándolo, cogió el saxo, y empezando JUST A MEMORY, dijo: Esto se toca así.
Mire Vd. Yo escribo igual que aquella gente se iba con Emiliano Zapata.
No sé qué decirle. Escribir, aparte de todo, me parece una especie de juego. La Ruleta Rusa, por supuesto.
Considerando, además, que mi verdadera vocación es jugador de billar o pianista.
Si tuviera que encerrar en una sola frase lo que pienso de mi trabajo, le diría aquella del maestro A. Breton: AQUÍ Y EN TODAS PARTES HAY QUE ACORRALAR A LA BESTIA LOCA DEL USO.
Suyo,
José María Álvarez 

Con esa Poética, provocadora, lúdica y lúcida, contestaba José María Álvarez a José María Castellet a la encuesta que había enviado a los nueve poetas que formarían parte de la antología Nueve novísimos poetas españoles que publicaría Barral en 1970.

Ordenados según la fecha de nacimiento, aparecían allí Manuel Vázquez Montalbán,  Antonio Martínez Sarrión, José María Álvarez, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Vicente Molina Foix, Guillermo Carnero, Ana María Moix y Leopoldo María Panero. Y el conjunto se organizaba además en dos secciones: ‘Los seniors’ y ‘La coqueluche’, en los que alternaban el culturalismo y la estética pop, la tradición poética europea desde el Romanticismo alemán a las vanguardias y la contracultura o los mass media.

Nueve poéticas heterogéneas, tan dispares como la escritura de los poetas incluidos, abrían la selección de nueve o diez textos con los que quedaba representado cada uno de ellos. 

Enlazando con el final de su declaración poética, este es el primer texto de José María Alvarez: 


AQUÍ Y EN TODAS PARTES HAY QUE ACORRALAR A LA BESTIA LOCA DEL USO

El patizambo y la chepadita se aman apasionadamente y ofrecen, por tanto, en su doble aspecto, la mejor garantía para un "efecto armónico de segundo orden".
FRIEDRICH ENGELS

¡Siglo veinte, cambalache
problemático y febril...!
ENRIQUE S. DISCÉPOLO

Despide a Alejandría Nombre obscurísimo
Perdido en el bajorrelieve
                                          Oh Derrotado

"Hombre astuto que erró mucho
tiempo" como se asegura
al comienzo de
la Odisea Hombre que
evoluciona en el conflicto

                                         Qué historia

patética Incluso antes
El Viejo Lao-Tsé pensando
seriamente en ahorcarse

La maldición no está anticuada

Inutilmente perece la Vanguardia
Tranquilo Bajo nombres antiguos
El verdugo Bajo fuegos antiguos

Disipación de Inteligencia

                                            Toco
el piano para ti levemente
echada sobre tu cama Bajo
un techo confuso lleno de carteles

Porque sucede que los animales
con facilidad enferman

Que la prevención no evita
el rigor de sufrirlos
llevarlos a su última morada

Molestos como animales
Precisamente acostumbrados
a desaparecer sin ruido

Oh erótica y canalla mansedumbre

Ponga un pie primero sobre
la acera Luego suspenda
otro
Al grito "¡Viva Juana de Arco!" Déjese
caer penosamente
sobre la calle

Ojos Caras Manos Exvotos
de una grandilocuente Civilización
transfuga como Sade

Estructura económica del cadáver

Ya Fanon lo decía
                             La Tortura
es una modalidad de relaciones
entre ocupante y ocupado

Mas por encima del bien y del mal
y de los comic y del venerable
precedente de Antonín Artaud ya frío
con un zapato en la mano
Bajo el orgullo de la Soledad
Buenos días querida

Defiendo la Inteligencia y la Imaginación
Canto tus grandes ojos
Bella como Beatrice Henley en
el retrato que hizo Charles L. Dogson

Oh Defender la Libertad

Lucha a muerte contra la Muerte y contra
quienes con ella pactan

Descifrar Hierónimus Bosch
Cualquier sala con ectoplasma

Una dulce maravillosamente desnuda
sobre sábanas verde play boy

Histórico! Histórico!

Hablarte por ejemplo de E. G. Robinson
literalmente borracho

Monseñor en el sastre Monseñor
en el sastre por supuesto N'est
pas le même

El fenómeno de los novísimos carecía de un programa común mínimamente homogéneo. Había entre los nueve novísimos más diferencias que parecidos. Lo que vinculaba entre ellos a los poetas seleccionados por Castellet radicaba más en sus aspectos reactivos: la ruptura con el realismo y la poesía social, cuyas carencias formales y limitaciones de propósito eran palmarias a finales de los sesenta incluso para autores como Blas de Otero, que exploraba ya nuevos caminos estéticos con Historias fingidas y verdaderas, que aparece en 1970, el mismo año de los Nueve novísimos.

Cavafis, Saint-John Perse, Rimbaud, Lautréamont, Dylan Thomas, Ezra Pound, Eliot, Wallace Stevens, entre los poetas extranjeros, Borges, Octavio Paz y Lezama Lima entre los sudamericanos, o los españoles Aleixandre y Cernuda eran algunos de sus también heterogéneos referentes poéticos.

En la primera de las cinco secciones de su prólogo, Castellet analizaba la nueva sensibilidad poética que reflejan los textos de estos nueve poetas y señalaba que “las bases de la ruptura hay que buscarlas, entre otros factores extraliterarios, en los supuestos socioculturales que intervienen en la formación -y en la educación sentimental- de la nueva generación. Porque, aunque algo desfasado respecto a los de otras sociedades occidentales, el grupo generacional al que nos estamos refiriendo es, en España, el primero que se forma íntegramente desde unos supuestos que no son los del «humanismo literario», básico en la formación de las generaciones precedentes, sino los de los mass media, aunque en un medio histórico, político y sociológico distinto del de los equivalentes extranjeros.
[…]
En todo caso, la nueva generación, consciente o inconscientemente -esto es lo de menos- se formaba más que en contra, de espaldas a sus mayores. Y ahí residía no la polémica, sino la ruptura que había de traducirse en las obras que, de pronto, en una modesta aunque sorprendente irrupción, rompían una continuidad de tradición de la palabra escrita.”

En 2006 se reeditó Nueve novísimos poetas españoles con dos interesantes apéndices, uno documental, el otro sentimental. Esta reedición es la que recupera Austral en su reciente edición en formato de bolsillo. 

El apéndice documental -“La crítica”- incorpora las primeras reacciones de la crítica, entre diciembre de 1969 -antes de que se publicara el libro aparece una nota en la revista Triunfo, seguramente inspirada por Vázquez Montalbán, que escribía habitualmente allí)- y febrero de 1971, cuando Félix Grande publicaba en Caracas una reseña (“Poetas novísimos, vieja confusión”), que comenzaba así: “Un fantasma recorre la poesía española. Para unos, el fantasma es un libro: Nueve novísimos. Para otros, el fantasma es el cerco de desprecio o de ira que ese mismo libro solivianta en muchos de sus abundantes lectores.” Y añadía: “Los nueve novísimos no son un grupo generacional. Ni cronológica ni ideológicamente son homogéneos. El benjamín, Leopoldo María Panero, tiene veintidós años. Vázquez Montalbán, treinta y uno. Los supuestos estéticos, sociológicos, mitológicos de cada uno de ellos son, reunidos, un muestrario abrumador de la diversidad más excelsa. […] Buena parte de estos nueve poetas ni siquiera son semejantes a sí mismos. Y digo esto sin alegría y sin sofocación. Sencillamente, muchos de ellos están comenzando a escribir.”

Ese apéndice incluye también la curiosa carta que a título preventivo, antes de que se publicara la antología, enviaron a Triunfo Julián Chamorro Gay y Aníbal Núñez, que reflejan en ella “la sospecha de que tras esta actitud renovadora no existe más que una poesía metropolitana de evasión y de divertimentos formalistas.” Y lamentan, claro, no disponer ellos mismos “de plataformas de lanzamiento tan poderosas y sugestivas como la que José María Castellet ofrece a los poetas de Madrid y Barcelona.” Ay, la provincia.

El apéndice sentimental -“Hablan los novísimos”- recoge los textos en los que los nueve poetas homenajean a Castellet décadas después de la aparición del libro. ‘El mestre’ (Vázquez Montalbán), ‘El mejor jefe de marketing que he tenido’ (Azúa), ‘Un clásico de leyenda’ (Ana María Moix), ‘Sobre mi maestro José María Castellet’ (Panero) son los orientadores títulos de algunos de esos artículos y de la tonalidad general del homenaje a Castellet en sus ochenta años.

Más de cincuenta años después de su primera edición, siguen vigentes las observaciones que se apuntaban en la nota editorial de 2006, que empezaba así: “En la literatura castellana del siglo XX, Nueve novísimos poetas españoles no es la única antología que ha servido para fechar la eclosión de una nueva generación poética, pero sí es, sin duda, la más discutida. Ya había empezado a ser polémica algunos meses antes de aparecer, cuando se difundió la noticia de su próxima publicación; la distribución del volumen, en abril de 1970, fue saludada por un coro de voces más o menos amistosas con el antólogo y con los antologados, y también por algún alarido de escándalo.”

Dos muestras:

“Como testimonio -deprimente o no- de nuestra poesía actual, la antología es válida, atrevida, única. Y un fiel reflejo de nuestras actitudes: el rechazo de los valores morales, sociales y políticos que nos lleva a la negación de todo valor. En este sentido los más novísimos son los más «coqueluches». Y, por suerte, los menos poetas.” (Masoliver Ródenas)

“Me parece perfectamente justa mi exclusión de esta ensalada a lo divino. Castellet, doctor ignorante del reino, confundió esta vez la coqueluche con la menstruación. La antología, por lo demás, se asemeja a un montaje carpetovetónico de apoteosis revisteril donde algún poeta potable y otros varios muy mediocres han servido de coristas para que resaltase la figura de egregia, bilingüe y emplumada de la Celia Gámez de la novísima poesía en castellano, alias Pedro Gimferrer.” (Ullán)

Y ahí seguimos. Entre la amistad y el alarido.

Santos Domínguez 

22/3/24

José Antonio Sáez. La memoria en llamas

  


José Antonio Sáez.
La memoria en llamas.
[Poesía reunida 2010-2020]
Editorial Alhulia. Granada, 2022


No hay piedad para el hombre 
cuya memoria en llamas 
los dioses han prendido.
Nadie más extraviado 
entre los seres y las cosas.
Nadie más indefenso 
y a merced del terror. 
Nadie más favorable 
para afrontar la muerte 
que un dios enloquecido.

Así termina La memoria en llamas, el poema que da título a la recopilación de la Poesía reunida 2010-2020 de José Antonio Sáez en Editorial Alhulia.

Diez años de poesía y cuatro libros -En gran silencio, Luminaria, Unción y Arroyo de las torcaces- que combinan intimismo y reflexión en la configuración de una honda poesía del conocimiento en la que arde la memoria y alienta la esperanza.

Y mientras la conciencia indaga en el interior desde el silencio, la palabra existencial y meditativa de José Antonio Sáez se hace carne contemplativa con la intensidad de unos destellos emocionales y verbales que dan sentido al mundo en su búsqueda de la esencia del ser y en la presencia de la luz desde la devastación de las sombras:

Blanco muro de sombras: tras de ti está el vacío.
En mis ojos la luz. Nadie podrá arrancarla.

Un mundo que ordena en sus versos bien afinados, de solemne porte clásico, con la autenticidad de una voz poderosa en su deslumbrante viaje interior hacia la luz de las revelaciones, de la música o el pájaro desde la oscuridad germinativa del silencio o el vacío:

Se diría que el silencio germina 
en las nocturnas sombras, que discurre 
desde su centro y se expande en un punto 
de luz donde los ecos reverberan.
[…]
Y siempre el sol, ardiendo, en la distancia.

Ese viaje interior, que culmina con la celebración de la vida en la poesía amorosa de Arroyo de las torcaces, había comenzado en el primer poema de En gran silencio

CITA A SOLAS 
Ante mí, ve el silencio. Ese espacio que abarca, 
absorto, cuanto intuyes perdido en el abismo.
La ausencia me delata. Las pupilas vagando  
en el vacío. Puedes despojarte de todo, 
ahora que eres nada y se cierra la noche 
a los sentidos. Deja que escuche, si no suena. 

Vienes tras mí girando. Me envuelves en tu círculo 
y damos vueltas breves en torno a la vorágine. 
Más allá del sonido, la región de los hielos. 
Aguzas el oído y nadie te responde: 
al otro lado del sueño, la música del agua.

Influida por el quietismo de Molinos, filtrado por la razón poética de María Zambrano y la poesía del silencio de Valente, en la voz poética de José Antonio Sáez arde el fuego que conjura la muerte en el acecho de la palabra salvadora o en la actitud receptiva ante la música y el paisaje:

                                                       y recibes la luz 
con beatitud solemne, como un réquiem de Mozart.

Una palabra poética que resiste al tiempo desde la conciencia de la fugacidad con la serenidad de la aceptación, con la incansable búsqueda de la armonía en la mística del paisaje y en el despojamiento del desierto:

                        Perfilados 
cerros caídos de mi patria: 
no moriréis si no es conmigo.

A vuestro lado me sitúo 
con el espíritu apacible, 
pues siempre supe que esperaba 
la hora final que ha de llegarnos.

Porque antes de esa hora, el retiro ascético del mundo permite al poeta encontrarse consigo mismo, como en ‘Beatitud’, el poema inicial de Luminaria:

Dulces son, y apacibles, los días de retiro 
en que al presente tiempo me refugio, entregados 
a la contemplación y al cultivo interior. 

Quizá el azar quisiera, gozosamente ahora, 
favorecer mi tránsito; pues mi espíritu obtiene, 
en su disfrute oculto, la rara plenitud.

Bendigo este sosiego que me aleja del mundo 
y me lleva al encuentro de mi propia conciencia.
Otra vida no sé, mas su perfume anhelo.

En ese proceso espiritual, el tercero de los libros -Unción-, atravesado por la explícita influencia de María Zambrano y sus Claros de bosque, es un paso decisivo hacia la afirmación de la luz y la plenitud del ser. Así termina el espléndido ‘Himno del despojado’:

Mira al cielo azulado, contempla su esplendor 
y siente que en las nubes aguarda la promesa 
de un vigoroso día, de una noche vencida 

tras la cerrada niebla que oculta el claro anhelo.
Son posibles los pájaros, el sol que nos alumbra 
y la ascendente música regalo de los dioses.

Las canciones a la esposa de Arroyo de las torcaces son una confirmación de ese triunfo -momentáneo, pero pleno- de la luz sobre las sombras, amor más poderoso que la muerte:

Ha vencido tinieblas que atenazan su espíritu 
y clama en la esperanza de un nuevo amanecer 
donde la luz lo acoja, desposado y triunfante.

Poesía, verdad y belleza en la intensidad poética y humana de un poeta verdadero, en diálogo creador y capaz de versos como estos:

Afortunado aquel a quien le fue otorgada 
la gracia perdurable de admirar la belleza. 

Santos Domínguez                                          


20/3/24

Pitágoras y la ciencia sagrada


Christopher Bamford, Robert Lawlor, 
Keith Critchlow, Arthur Zajonc, 
Anne Macaulay y Kathleen Raine
 Pitágoras y la ciencia sagrada.
Traducción de Miguel Candel.
Atalanta. Gerona, 2024.


Y si de lo terrestre fueras descuidado, 
a la callada tierra exclama: fluyo.
A las rápidas aguas diles: soy

Con esa estrofa final de los Sonetos a Orfeo de Rilke, que “comprendió claramente el misterio de la magia, el ensueño, la presencia y la premonición que es Orfeo”, cierra Christopher Bamford su ‘Homenaje a Pitágoras’, que sirve de espléndida introducción del volumen colectivo Pitágoras y la ciencia sagrada, que publica Atalanta con traducción de Miguel Candel.

Se reúnen en él nueve textos sobre las matemáticas sagradas de las tradiciones pitagórica y platónica, procedentes de seis conferencias y ponencias en las que Christopher Bamford, Robert Lawlor, Keith Critchlow, Arthur Zajonc, Anne Macaulay y Kathleen Raine abordan la importancia de la herencia pitagórica y su transcendencia en la historia de las ideas y en la cultura occidental.

Porque, a medio camino entre la historia y la leyenda, entre lo apócrifo y lo mágico, entre la filosofía y la ciencia, entre la música y la religión, la figura de Pitágoras atraviesa la historia del pensamiento occidental de los últimos veinticinco siglos.

Filósofo y chamán, astrónomo y orador, Pitágoras formuló una imagen del mundo en clave numérica, creyó en la inmortalidad del alma y en la reencarnación, oyó la música de las esferas astrales y percibió el movimiento armónico del universo. Su pensamiento originó una secta y sus seguidores fundaron un movimiento político que tuvo consecuencias trágicas.

Desde el siglo VI a. C., en que aún se confundían el mito con la historia y la poesía con la filosofía, el adjetivo pitagórico califica a una decisiva tradición órfica, literaria y filosófica, que arranca de la figura legendaria y carismática de Pitágoras de Samos y de sus innumerables seguidores.

Porque, como explica Christopher Bamford, “para los antiguos, aunque Pitágoras había viajado y aprendido mucho sobre Dios, la naturaleza y la humanidad en Egipto, Babilonia, Creta (y quizá incluso en la India, donde pudo haber recibido la denominación de Pitta Guru), lo que enseñaba y practicaba era desde el punto de vista griego una forma de orfismo. De hecho, relativamente pronto llegó a atribuírsele cierto número de textos órficos, lo que confirma su orfismo a la vez que sugiere que la naturaleza de Orfeo era la de un estado iniciático angélico tal vez similar al de Hermes Trismegisto.”

Hijo de Apolo, o avatar hiperbóreo del dios, según algunas tradiciones, sobre su vida se desarrolló entre el siglo I a. C. y el X d. C. una literatura abundante y tardía, distante de los hechos y emparentada con el neoplatonismo, que tuvo sus secuelas en la tradición medieval y en el idealismo renacentista en que confluyó su herencia con la de Platón y con el cristianismo.

Una herencia persistente, porque si en el ensayo inicial, que comienza con una estancia de Holderlin, se invoca a Rilke en varias ocasiones, el texto que cierra el volumen lo dedica Kathleen Raine a explorar la mirada crítica hacia Pitágoras en la obra poética de Blake y de Yeats, “los dos poetas que más radicalmente han puesto en cuestión las premisas del materialismo occidental.”

En el neoplatónico ‘Entre niñas de escuela’ evoca irónicamente Yeats la imagen de Pitágoras y la armonía matemática de la música de las esferas:

 Pitágoras, de dorado muslo y famoso en todo el mundo, 
tocaba sobre un arco o unas cuerdas 
lo que un astro cantaba y las despreocupadas Musas oían: 
viejas ropas sobre viejos palos para asustar a un pájaro.

La luz de la naturaleza y la armonía, la arquitectura sagrada y el número cósmico, el color y la geometría del tiempo, el orfismo de la poesía y la música, la proporción y el símbolo en los templos antiguos son los ejes de los nueve ensayos que recoge este Pitágoras y la ciencia sagrada, una recopilación que es una admirable aproximación desde una perspectiva contemporánea, a “la «reimaginación» de la metafísica, la cosmología y la geometría antiguas.”

Santos Domínguez 




18/3/24

Javier Sáez de Ibarra. Un réquiem europeo


Javier Sáez de Ibarra.
Un réquiem europeo.
 Páginas de Espuma. Madrid, 2024.


Contempla el lugar tomándose su tiempo, sus ojos barren la realidad de un lado al otro con lentitud, de izquierda a derecha. Y luego otra vez lo mismo, en sentido contrario. Observa lo que hay delante, el camino disponible del que la separa ese claro. Su rostro es serio, tenso por la concentración. Quizá transcurran de esa manera uno o dos minutos. O tres, o cinco. La mujer baja la mirada. O diez, o doce. El espacio vacío ante ella se ha ido ensanchando.
Sin que nada lo anticipe, comienza a agitarse. La sacude un escalofrío, varios temblores. Ahora respira con relativa dificultad. Sufre, no hay duda, un mareo. Se toca la frente, palidece. Opta por caminar unos pasos hacia su derecha, adonde se halla el gran recipiente en el que se acumula el agua de las últimas lluvias que se adivina, más bien, bajo una superficie tejida de hojas amarillas, marrones, negras. La mujer llega hasta la estatua de piedra y se apoya en su base. Vuelve a mirar hacia la plaza abierta. Ha cesado el viento por completo y el tiempo hace rato que se ha detenido.
Algo la obliga a agacharse, se diría que un dolor le ataca el vientre. Gime. Se dobla sobre sí y sus rodillas casi tocan la tierra. La vemos inmovilizada en ese lugar cuando se aprecia de forma ostensible una transición. Su imagen va adelgazándose, como si una fuerza la consumiera con rapidez, toda ella pierde volumen, se ha ido convirtiendo en una lámina delgada, de mínimo espesor. Uno de sus brazos insiste todavía en agarrarse a la esfinge. En ella se sostiene mientras, sin que nadie pueda evitarlo, las manchas de color que ya son su cuerpo tiemblan, se difuminan y desaparecen.

Así termina el texto que abre Un réquiem europeo, de Javier Sáez de Ibarra, que publica Páginas de Espuma. Un texto hipnótico y potente, situado en un espacio oscuro que sugiere un recinto funerario, en el que un personaje dice: “Aquí no puede entrar nadie que no sepa leer. No es conveniente.” 

Precedidos de ese texto y organizados en las once partes de la estructura musical del réquiem (I. Introito, II. Kyrie, III. Gloria, IV. Aleluya, V. Credo, VI. Sequentia, VII. Ofertorio, VIII. Santo, IX. Agnus Dei, X. Communio, XI. Bendición) y en sus subdivisiones internas (Dies irae, Tuba mirum, Confutatis, Lacrimosa, etc.), sus veintitrés relatos se organizan en la secuencia musical de un libro que, como es lógico, no tiene índice sino partitura. 

Veintitrés relatos que se integran en un conjunto orgánico que va modulando las distintas tonalidades de su polifonía narrativa en un mosaico de voces en primera persona que dibujan un fresco de situaciones y protagoniza un elenco de personajes huidizos y complejos.

Las difíciles relaciones humanas, familiares y de pareja, la escisión del hombre contemporáneo frente al mundo virtual, el secreto y la incertidumbre ante una realidad ambigua y problemática en la que irrumpen los inmigrantes y los mendigos, la identidad y la conciencia de las máquinas inteligentes, la explosión amorosa heterosexual de dos adolescentes, los catorce resucitados que regresan a sus casas en 1916 en una región cercana a Londres, la traición entre hermanos y el remordimiento que impulsa un viaje vertiginoso entre la nieve en busca del perdón, la obsesión de una gota fantasmal, ilocalizable y egoísta en el silencio de la noche, las pérdidas y el destino, la incomunicación y la confusión en la que conviven sensaciones antagónicas:

Entonces, en aquella semioscuridad tan acogedora de los bares de copas, sentí que era un hombre digno y que no lo era en absoluto. Que iba a llorar y que no podía parar de sonreír, de reír, de enloquecer. Que todo quedaba resuelto y nada lo estaba. Que me hallaba solo y perdido en la tierra, cuando los extraños que me rodeaban podían comprenderme. Sentí que una sombra benéfica descendía a mi corazón. O que el destino se burlaba de mí.
Quería volar como un ángel, aunque no podía hacerlo. No deseaba encontrarme allí y, sin embargo, era mi sitio. ¿Quién era yo? ¿Quién se atrevería a decírmelo? Podía  enamorarme de la vida o arrojarme de un quinto. Ah, y con la copa vacía y la gratitud golpeándome.

Inquietantes y perturbadores, estos cuentos  proyectan en su conjunto una serie de miradas muy distintas al presente, a la existencia del hombre contemporáneo y a la crisis de la civilización europea: “El ocaso es la clave de esta tierra del confín del mundo llamada Occidente”, dice la periodista narradora de Confutatis. La Moraleja.

Y abundan en estas páginas los homenajes y relecturas de los cuentos de fantasmas y los relatos de ciencia ficción, la actualización de las figuras de Pleberio y Alisa, padres de la suicida Melibea, en Lacrimosa. O de la figura de Eva en el espléndido texto de cierre, Cuatro momentos de Eva, que corresponde al momento final de la Bendición y que culmina un viaje interior desde la sombra a la luz, desde la muerte a la vida. Termina con este párrafo, puesto en boca de la primera madre:

A veces me acuerdo de la Voz; pienso si no lo tramó todo desde el principio. Si bien nos prohibió comer, nos entregó el árbol; dejó deslizarse a la serpiente que me sedujo; abrió nuestros ojos a nuestros cuerpos para que nos amáramos, y ha permitido que brote una criatura de mi vientre. Yo no me cambiaría por lo que fui en aquel entonces; menos aún por los terribles ángeles inmóviles que vigilan si se nos ocurre la absurda idea de regresar. Alguna noche medito en el enigma de la Voz, que trazó este plan y renunció a tocarnos, pero no nos ha abandonado.


Santos Domínguez 


15/3/24

Antonio Carvajal. Nos diferencia el cuerpo



Antonio Carvajal.
Nos diferencia el cuerpo.
(Antología 1968-2022
Edición de Francisco Silvera.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2024.

“Mi moral era luchar por una vida más bella, más justa, siempre sagrada, cuya plenitud entreví en la delicia del amor compartido, de las primeras amistades con artistas y poetas con quienes compartí la indescriptible emoción de engendrar, conservar y transmitir la belleza. Ése es el germen de Tigres en el jardín y ése he querido que sea siempre el sentido de mi poesía. Una poesía donde cabe todo cuanto sea defensa y afirmación de la vida, denuncia y rechazo del mal”, afirmaba Antonio Carvajal (Albolote, 1943) en ‘Propósitos poéticos’, el texto con que presentó la lectura de su obra poética en la Fundación Juan March hace veinte años. Y añadía: “Encontré la singularidad de mi voz en la disciplina del estudio y en la aceptación razonada de los consejos de los mejores.”

Ese diálogo constante con la tradición recorre la obra poética de Antonio Carvajal, que acaba de recogerse en Nos diferencia el cuerpo, una amplia antología de su escritura entre 1968 y 2022 que publica Cátedra Letras Hispánicas con edición de Francisco Silvera, que en la introducción define la poesía de Carvajal como “una obra amplísima, diversa y monumental.”

Libros como Tigres en el jardín, Serenata y navaja, Sitio de ballesteros, El viento en los jazmines, Testimonio de invierno o Un girasol flotante son el testimonio poético de lo que Francisco Silvera resume como “una vida entregada a la poesía y la reflexión en torno a ella.”

Reflexiones como las que contiene este texto, que contiene las claves formales y temáticas de su poesía.

ARTE POÉTICA

Arte poética,
lección primera:
cuerda y tijera.

Arte poética,
lección segunda:
Que la palabra sea
como la luna,
mudable y engañosa
y exacta y única.

O sea, lección dos:
Que la palabra sea
puntual como el sol
que da, entre dos tinieblas,
luces al corazón.

O, por mejor decirlo,
que la palabra tenga
al par la luna, el sol:
Ágil la luz sagrada,
sangrando el corazón.

Con palabra heredada se titula muy significativamente una de las abundantes antologías poéticas de Antonio Carvajal. Y es que su poesía surge del diálogo con la tradición y de la emulación de los maestros en un proceso de escritura y reescritura en el que el himno se impone como elección frente a la elegía, el arte y la amistad se alzan frente a las pérdidas, la palabra se yergue frente al  silencio y el amor frente a la soledad con una mirada cósmica emparentada con la de Vicente Aleixandre.

Entre el fuego y el juego, entre la vida y la literatura, la constante celebración de la existencia y el amor que hay en su poesía hímnica encuentra su cauce formal en un diálogo renovador con la tradición poética y las estructuras métricas de la poesía culta, del soneto de raíz garcilasista, gongorina o quevedesca en Tigres en el jardín, de la silva de Serenata y navaja o o de la tradición popular del arte menor y la asonancia en Del viento en los jazmines o en Una canción más clara.

De Miradas sobre el agua es este soneto a modo de autorretrato poético y vital:

Quizá de la poesía sea yo el mejor obrero.
Lo dicen tantos. Ellos deben saber por qué.
Pero no saben darme la palabra que quiero,
toda ella encendida de esperanza y de fe.

Pero no saben darme el abrazo que espero;
porque antes que poeta, antes que artista, que
domador del vocablo rebelde, hubo un certero
rayo que hirió mi alma y curarla no sé.

Porque antes que poeta, y antes que profesor
de vanidades, soy un varón de dolor,
un triste peregrino que busca su alegría.

Tal vez cordial o vano, tal vez il miglior fabbro;
pero pocos entienden que en mis palabras labro
esa fosa con flores que llamamos poesía.

Santos Domínguez 

  
                                      

13/3/24

Jean Tulard. Napoleón


Jean Tulard.
Napoleón.
Traducción de Jordi Terré.
Editorial Crítica. Barcelona, 2024.


En las Memorias de ultratumba, dos personajes aparecen deformados: Napoleón y el propio Chateaubriand. Olvidémonos de este último. Por lo que respecta al primero, si la leyenda dorada lo hizo nacer en un tapiz donde estaban representados los combates de la Ilíada, la leyenda negra, cuyo principal chantre fue precisamente Chateaubriand, no se quedó a la zaga. Desde luego, se ha probado que Napoleón nació el 15 de agosto de 1769, pero no todo es falso en la corrección que llevó a cabo Chateaubriand de los momentos iniciales de la vida de Napoleón. En efecto, hay algo de extranjero en Napoleón, y Chateaubriand no se equivoca al hablar de una «existencia caída del cielo y que podría pertenecer a todos los tiempos y a todos los países». Aun así, Napoleón nació en Ajaccio, el 15 de agosto de 1769, en una Córcega todavía sobresaltada por su «anexión» a Francia.

Así comienza el primer capítulo (‘El extranjero’) del Napoleón de Jean Tulard, una magistral biografía que se ha convertido ya en un clásico de los estudios sobre la figura de Bonaparte y que acaba de publicar la Editorial Crítica con traducción de Jordi Terré.

Un clásico que se articula sobre la narración ágil de la biografía de un personaje que ha generado una inabarcable bibliografía desde Chateaubriand y Stendhal, una bibliografía ingente que en forma de folletos, panfletos y elogios oficiales circulaba mucho antes de la muerte del emperador en 1821, el  año en que se publica también la primera biografía completa de Bonaparte.

“El héroe de esta aventura -afirma Tulard en su introducción- inspiró más libros que días hayan transcurrido desde su muerte. Esta inflación no es un fenómeno estrictamente nacional ni siquiera europeo. Llega hasta Asia: en 1837 Ozeki San'ei escribió en chino una biografía de Napoleón.”

Y ha habido además una constante atención en el tratamiento cinematográfico de su figura, desde 1897 en que Lumière filmó su Entrevista entre Napoleón y el Papa y que, pasando por esa cima cinematográfica que es el Napoleón de Abel Gance, llega hasta la reciente y polémica versión bonapartista de Ridley Scott

Polémica ha sido también la figura de Napoleón. ¿Héroe de la libertad o dictador?, ¿salvador de la República o autócrata?, ¿usurpador del trono, aliado de los realistas o jacobino?, ¿defensor de los derechos humanos y la libertad o tirano sanguinario, obsesionado con fundar una dinastía que dominara Europa?, ¿un aventurero ambicioso o el fundador de la Francia moderna?

Dilucidar esa  controversia es el objetivo fundamental de esta magnífica obra que al final de cada uno de sus veinticinco capítulos incorpora una interesante y muy valiosa sección titulada “Debates abiertos”, en donde se analizan las distintas interpretaciones de los hechos a través de la extensa bibliografía sobre Napoleón. 

El ensayo comienza con una introducción -‘La elección’- que lleva al lector al momento central de la vida de Napoleón con la reconstrucción del golpe de estado del 18 de Brumario (9 de noviembre) de 1799, “uno  de los golpes de estado peor concebidos y peor desarrollados que imaginar se pueda”, según Tocquevillle.

Había pasado un mes justo desde su regreso a Francia el 9 de octubre de 1799, en un momento de crisis de la revolución, rodeado de prestigio militar y de popularidad tras las campañas de Italia y Egipto. Era un Napoleón ya muy consciente de la importancia de la propaganda y de la imagen: “Pocas veces -escribe Tulard- un personaje histórico se habrá preocupado tanto en fraguarse un perfil: pequeño sombrero y redingote gris, mano en el chaleco: apenas tuvieron trabajo la caricatura y la imagen de Épinal para aprovecharse del Emperador.”

Organizado en cuatro partes, la primera -‘Nacimiento de un salvador’- recorre  sus orígenes, su meteórica carrera militar y sus primeros escarceos políticos en Córcega. Desde esas primeras acciones se confunden en el comportamiento de Napoleón la acción militar y el propósito político, una confluencia que sería constante en la campaña de Italia y la explotación política de las victorias con la prensa puesta a su servicio o en la expedición a Egipto en donde se aunaron, además de  los intereses políticos, los objetivos militares, económicos y científicos.

La segunda parte -‘La Revolución salvada’- se centra en el proceso de liquidación de la Revolución, tras el fracaso del Directorio y el consiguiente paso de una dictadura revolucionaria a la dictadura militar del Consulado napoleónico. Bajo la dirección de Bonaparte se redactó una nueva constitución que suscitó el consenso de los antiguos revolucionarios burgueses y campesinos y de los nobles; se impulsó la recuperación financiera y la superación de la crisis económica y se restauraron instituciones inspiradas en el Antiguo Régimen; se procedió a una labor de pacificación interna, social, política y religiosa y se aspiró también a conseguir una paz continental.

Nombrado Cónsul vitalicio por plebiscito, la concentración de poderes en Napoleón como Primer Cónsul era solo el primer paso en el camino de un despotismo monárquico o imperial y en el retorno a las formas monárquicas del poder, que se concretarían en la proclamación de Bonaparte como emperador de los franceses, una dignidad que además se declaraba hereditaria en su familia.

El 2 de diciembre de 1804 en Notre-Dame se coronó a sí mismo Emperador ante el Papa Pío VII. Se iniciaba así simbólicamente un proceso que, tras las victorias en Austerlitz y Jena, llevarían al imperio napoleónico a su apogeo en 1807. Ese momento se aborda en la tercera parte -‘El equilibrio’-, donde se repasan los aspectos más relevantes de ese apogeo: el dominio sobre Europa, los avances sociales y económicos, el progreso de las ciencias, el estilo imperio o el desarrollo de la literatura y las artes, puestos al servicio propagandístico de Napoleón. 

En la cuarta parte -‘Los notables traicionados’- se resume el proceso de decadencia política del modelo napoleónico: la ruptura con los notables, sus viejos aliados del golpe de Brumario, a raíz de la creación de la nobleza de Imperio que recuperaba a la aristocracia antigua, y a causa del conflicto con España y “la locura dinástica de Napoleón”. 1808 fue “punto de inflexión en la aventura napoleónica, un verdadero comienzo del fin” de quien había pasado de ser un salvador a ser un déspota, afirma Tulard, que describe así su rutina diaria: 

El Emperador se despertaba a las siete y se hacía leer los periódicos y los informes de policía centralizados por Duroc, mariscal de Palacio, examinaba las facturas de sus proveedores y se entretenía con sus familiares. A las ocho estaba en su despacho de trabajo, donde dictaba su correo a sus secretarios, Bourrienne, y luego Méneval y Fain, y echaba un vistazo a los boletines de la policía. A las nueve: petit lever [ceremonia íntima del soberano con familiares y cortesanos], seguido a las diez por un desayuno del que daba cuenta en diez minutos, regado por el habitual chambertin cortado con agua, según una tradición heredada del Antiguo Régimen. Luego regresaba a su despacho, donde lo aguardaba el estudio de expedientes, catálogos y hojas de servicios, y consultaba los mapas que le preparaba Bacler d’Albe. A la una de la tarde asistía a las sesiones del Consejo de Ministros, del Consejo de Estado o de los consejos de administración. Cenaba a las cinco, aunque a menudo no se sentaba a la mesa hasta las siete. Después de cenar, se entretenía en el salón con la emperadora, echaba un vistazo a los últimos libros que le facilitaba Barbier, su bibliotecario, y luego regresaba a su despacho para acabar el trabajo del día. Se acostaba a medianoche y se despertaba hacia las tres de la madrugada para meditar en los asuntos más delicados, tomaba un baño caliente y se volvía a acostar a las cinco. 
Solo los viajes y campañas militares perturban este tipo de vida.

Esa última parte incide en el progresivo agotamiento intelectual y físico de Bonaparte, en el desapego de los notables, en el fracaso de la política exterior en el avispero español con una intervención que provocó la resistencia nacional y la Guerra de Independencia, en la que Napoleón acumuló unos errores sobre otros, lo que tuvo consecuencias desastrosas para él. A ello se sumaron la guerra con Austria, el conflicto con los Estados Pontificios que había invadido, la crisis económica, las derrotas militares en la desastrosa campaña de Rusia, el desmoronamiento de la Alemania napoleónica y el fin del reino de Italia, las sucesivas derrotas en España o la ruina de las colonias francesas en América.

Se fraguó así su caída, su pérdida de legitimidad, el abandono de sus aliados, la abdicación en 1814 en la persona de Luis XVIII, el exilio en la isla de Elba, el retorno a París en 1815, la derrota en Waterloo y una segunda abdicación antes del destierro definitivo y la muerte en Santa Elena el 5 de mayo de 1821.

Con descripciones vivas de los acontecimientos y el apoyo de un enorme aparato de erudición en notas y referencias, este ensayo desarrolla, además de la parte expositiva, una constante voluntad interpretativa ante la controversia sobre la actuación de Napoleón y sobre su significado histórico. Por eso su más admirable aportación son esos ‘Debates abiertos’ en los que al final de cada capítulo Tulard hace un análisis de la situación en que está el debate historiográfico sobre los diferentes aspectos de la figura de Napoleón, de sus ideas políticas y de su mandato.



11/3/24

Un artista del hambre



Franz Kafka.
Un artista del hambre. 
Traducción de Isabel Hernández. 
Ilustraciones de Federico Delicado.
Nórdica. Madrid, 2024.

Nórdica conmemora el centenario de la muerte de Kafka con la publicación en una bellísima edición conmemorativa de uno de sus relatos más perturbadores y significativos, Un artista del hambre, con una estupenda traducción de Isabel Hernández  y espléndidas ilustraciones de Federico Delicado.

Se abre con este párrafo:

En las últimas décadas ha disminuido mucho el interés por los artistas del hambre. Mientras que antaño merecía la pena organizar por cuenta propia grandes exhibiciones de este tipo, hoy resulta completamente imposible. Eran otros tiempos. Entonces la ciudad entera se entretenía con los artistas del hambre: con cada día de ayuno aumentaba el interés, todos querían ver al artista del hombre al menos una vez al día; las últimas jornadas había abonados que se pasaban horas enteras sentados delante de la pequeña jaula, incluso se hacían visitas por la noche para aumentar el efecto a la luz de las antorchas. Los días que hacía bueno sacaban la jaula al aire libre y entonces el artista del hambre se exhibía especialmente para los niños; mientras que para los adultos a menudo no era más que una diversión en la que participaban porque estaba de moda, los niños, asombrados y boquiabiertos, agarrándose de la mano unos a otros por seguridad, veían cómo el artista, sentado en la paja esparcida por el suelo, despreciando incluso una silla, pálido, con su maillot negro y las costillas muy marcadas, respondía a las preguntas con una sonrisa forzada, asintiendo a veces cortésmente con la cabeza, incluso sacando el brazo por entre los barrotes para que pudieran percibir su delgadez; pero luego volvía a sumirse en sus pensamientos, sin preocuparse de nadie, ni siquiera de las campanadas, tan importantes para él, del que era el único mueble de su jaula, el reloj, sin dejar de mirar al frente con los ojos casi cerrados y, de vez en cuando, beber un sorbito de un diminuto vaso de agua para humedecerse los labios.

Kafka lo publicó en 1922, dos años antes de su muerte, en la revista literaria Die neue Rundschau. Ese mismo año había muerto Arnold Ehret, uno de aquellos artistas del hambre que se habían puesto de moda como espectáculos circenses. Se había encerrado en una jaula de vidrio en Colonia en junio de 1909 y había estado casi cincuenta días sin comer. 

Ese ayunador o el italiano Giovanni Succi podrían haber sido el punto de partida de esta parábola kafkiana sobre cuyo sentido se siguen proponiendo diversas interpretaciones. El aislamiento y la muerte, la incomprensión y el fracaso, la degradación de las relaciones humanas o la soledad son los ejes temáticos de una alegoría irónica sobre el papel del artista, marginado en una sociedad indiferente, sobre la relación con el público, que lo acaba despreciando, y sobre la dificultad de la creación a través de un personaje que ayuna inevitablemente, porque no puede hacer otra cosa:

Porque -dijo el artista levantando un poco la cabecita y, redondeando los labios como para un beso, le habló al inspector al oído para que no se le escapara nada-, porque no he podido encontrar una comida que me guste. De haberla encontrado, créeme que no habría levantado ningún revuelo y me habría hartado de comer igual que tú y que todos. 

Fue uno de los pocos relatos que salvaba de todos los suyos cuando pidió a su amigo Max Brod que destruyera casi toda su obra. Un intenso y frustrante relato kafkiano sobre un viaje profesional hacia ninguna parte.

Santos Domínguez 




8/3/24

Ángel García López. Luna del verbo

 


Ángel García López.
Luna del verbo.
Antología.
Prólogo de Ángel Luis Prieto de Paula.
Selección de Felipe Benítez Reyes. 
Renacimiento. Sevilla, 2023.  


Pagado en ti, dolor, mi verso queda. 
Y, al igual que me saben, sé quién soy.

Así cerraba Ángel García López ‘Últimas voluntades’, uno de los poemas que forman parte de la antología Luna del verbo que publica Renacimiento con selección de Felipe Benítez Reyes y un prólogo en el que Ángel Luis Prieto de Paula destaca que García López “está naturalmente imbuido de sensorialidad muelle, liturgia ritualizadora y riqueza verbal derivadas de los neomodernistas meridionales, y es dueño del aparato compositivo de los grandes poetas barrocos. Dotado para hacer sonar todos los instrumentos de la orquesta, parece responder más a la imagen de un poeta sinfónico que de cámara.”

Veintiocho textos son los que recoge esta selección que ofrece un recorrido por los temas, los tonos y las formas de una extensa obra poética que más allá de su variedad temática y estilística responde a la profunda unidad de una mirada profunda al mundo y al fondo de sí mismo y una expresión exigente que, sin renunciar a la búsqueda de imágenes renovadoras y a los hallazgos verbales, se integra en una amplia tradición literaria.

Y esa integración se sustancia en la poesía de Ángel García López en la coexistencia armónica de lo antiguo y lo moderno, del rigor métrico y la libertad del verso libre, de la contención clásica del soneto y el desbordamiento expresivo del versículo.

Esta selección -advierte el antólogo en una nota inicial- responde a “un intento de componer una suerte de «libro de libros», una especie de recorrido biográfico sustentado en referencias especialmente características de las contenidas en la extensa y poliédrica obra poética de Ángel García López: el recuerdo de su tierra nativa, su vida en Madrid, el testimonio amoroso, la experiencia de la enfermedad reflejada en Trasmundo, la reflexión sobre la escritura propia…”

Con tonos distintos, conviven en esta poesía la expresión directa y la metáfora elaborada, la melancolía del sur de  Elegía en Astaroth y la exaltación del presente de Auto de fe, la confesionalidad autobiográfica y la bajada a los infiernos de Trasmundo, el impulso hímnico de Mester andalusí o la fuerza elegíaca de Memoria amarga de mí.

Esa tendencia elegíaca es una de las líneas vertebrales de la poesía de Ángel García López.  ‘Juventud ya fábula de fuentes’, uno de los textos incluidos en la antología, lo resume en sus versos cortos e interrogativos que hablan existencialmente del tiempo y de la identidad: 

La noche habla a la noche 
y, en sonidos de humo, 
se diluyen las voces.

A quien calla pregunto 
por saber quién me esconde 
del silencio en lo oculto.

Árbol solo, sin bosque, 
¿en algún otro mundo 
alguien me reconoce? 

Si pregunto, ninguno 
quiere oírme, responde 
confundido en lo mudo. 

¿Encontrarme ahora dónde 
si tan largo conjuro 
ha borrado mi nombre?


Santos Domínguez 




6/3/24

Una carta sin pedirla. Correspondencia de Virginia Woolf


 Virginia Woolf.
Una carta sin pedirla. 
Correspondencia 1912-1941.
Edición y traducción de Patricia Díaz Pereda.
Editorial Páginas de Espuma. Madrid, 2024.


“Virginia Woolf asegura, en carta a Hugh Walpole, que el escribir cartas «es uno de los dones que las hadas no me dieron cuando se asomaron a mi cuna». Afirmación de la que cualquier lector discrepará a lo largo de estas páginas ya que su vitalidad y frescura epistolar nunca decae, ni siquiera pocos días antes de su muerte. Fue una infatigable escritora de cartas, incluso cuando dispuso de teléfono, si bien con los años insiste en que cada vez detesta más escribirlas, pero le encanta recibirlas. Prueba de ello es que se han conservado casi cuatro mil”, escribe Patricia Díaz Pereda en la introducción con la que presenta Una carta sin pedirla, su magnífica edición de la correspondencia de Virginia Wolf entre 1912 y 1941 en un cuidado volumen publicado por Páginas de Espuma.

Y de este fragmento de otra carta a Walpole, narrador amigo, fechada el 1 de julio de 1928, toma su título esta selección. Escribía allí Virginia Woolf: “Sí, tengo tu carta y fue un gran placer recibirla. Es tan poco frecuente recibir una carta sin pedirla y sin que haya necesidad de escribirla y son las únicas que merece la pena recibir.”

Patricia Díaz Pereda, que reunió en De viaje (Nórdica, 2023) las cartas y notas de viaje de Virginia Woolf, recoge en este volumen una selección anotada de sus miles de cartas, que trazan un retrato cercano con las claves vitales y literarias de una creadora en la que se cruzan constantemente la literatura y la vida, la desazón íntima y el reconocimiento público, la lectura y la escritura, la vida privada y los proyectos editoriales. 

“Sí, soy una desgraciada que nunca escribe cartas”, afirmaba en 1932. Y sin embargo escribió miles de cartas. Familiares y amigos, lugares en los que transcurrió su vida, los paisajes campestres y urbanos en los que discurrió su existencia recorren esta abundante correspondencia que refleja de primera mano las claves personales, estéticas y ambientales que convirtieron a Virginia Woolf y al grupo de Bloomsbury en la expresión de la modernidad en la literatura inglesa.

Esta selección de casi doscientas cartas refleja sus cambios anímicos e incluso su evolución personal y literaria, la brillante aventura editorial que bautizó como The Hogarth Press, los laberintos creativos y los desalientos de la depresión, sus lecturas (Henry James, D. H. Lawrence, Proust, Guerra y paz, Chéjov, Dickens…) y sus enfermedades, las vacilaciones creativas y las dudas existenciales, sus relaciones con su marido Leonard Woolf (“queridísima mangosta”), con su hermana Vanessa Bell y con su amante Vita Sackville (“queridísima criatura”, “ángel”, “potrillo”).

Junto con ellos, amigos como Lytton Strachey, T. S. Eliot, Gerald Brenan, John Lehmann, Roger Fry, Dora Carrington o Stephen Spender son los destinatarios principales de sus cartas,  afectuosas, espontáneas y desinhibidas con las que “deseaba entretener, divertir, interesarse por la salud o las penas de sus destinatarios y aliviarlas en lo posible. Deseaba intercambiar ideas, comunicarse, conocer cotilleos, saciar su curiosidad por la vida de sus amigos, por sus relaciones, incluso por sus casas”

“En las páginas que siguen -apunta Patricia Díaz Pereda en su Introducción, ‘El don de escribir cartas’- el lector podrá disfrutar de una selección de las mismas, la gran mayoría inéditas en español; el período elegido abarca desde 1912, cuando se casó con Leonard Woolf, hasta su muerte en 1941. La elección de fechas no es aleatoria. Con ella se descubre a una Virginia Woolf a punto de convertirse en escritora de ficción, pues si bien es cierto que había empezado su primera novela antes de casarse, no publicó Fin de viaje, una vez revisada y corregida varias veces y superada su crisis mental, hasta 1915.[…]
La selección ha sido un trabajo exhaustivo y arduo, dado el interés y la calidad de este ingente material, y para ello se ha atendido a tres grandes criterios temáticos: la literatura, las casas y las gentes, tres temas esenciales para Woolf y a menudo entremezclados en una misma carta.”

Ordenadas de forma cronológica en cinco bloques (desde 1912, a punto de convertirse en escritora de ficción, hasta su muerte el 28 de marzo de 1941), las cartas de esta selección recorren los tres temas principales de su correspondencia -la literatura, las casas y las gentes-, para acercar al lector el retrato íntimo y el mundo literario y humano de Virginia Woolf, su papel como lectora y escritora, el ámbito literario de la casa, la habitación propia y sus espacios vitales en Monk’s House, Hogarth House o Bloomsbury. 

O su papel como editora, por ejemplo cuando renuncia a editar el Ulysses. El 17 de mayo de 1918 le escribe a Harriet Weaver, mecenas de Joyce: “Hemos leído los capítulos de la novela del señor Joyce [Ulysses] con gran interés y desearíamos poder imprimirla. Pero en estos momentos su extensión es una dificultad insuperable para nosotros. No tenemos a nadie que nos ayude y a nuestro ritmo, un libro de trescientas páginas nos llevaría producirlo al menos dos años, lo que es inadmisible, por supuesto, para usted o para el señor Joyce. 
Lamentamos  mucho esto, puesto que nuestro objetivo es producir libros de valía que los editores corrientes rechazan. Sin embargo, nuestro equipamiento es tan pequeño que nos resulta difícil sacar un libro de más de cien páginas.”

La presencia de lo doméstico y lo trivial en muchas de esas cartas, llenas de humor, de complicidad y cotilleos contribuye a acercar al lector la imagen de una Virginia Woolf espontánea y directa, cuando le cuenta sus problemas el 21 de agosto de 1921 a su amigo Roger Fry, pintor y crítico de arte: “He estado fastidiada por todo tipo de dolencias menores desde que llegamos y así hemos llevado una vida aburrida, triste y apenas humana, hasta la semana pasada, cuando me recuperé  y gracias a Dios retomé la escritura. Pero ¿por qué inventaron el sistema nervioso?”

O cuando hace esta autocrítica jocosa al final de una de sus cartas más largas: “¡Vaya carta! ¡Vaya carta! Es como el monólogo interminable de una vieja de pueblo a su puerta. Cada vez que le dices buen día e intentas irte, piensa en algo nuevo y todo empieza otra vez.”

El primer bloque lo constituyen las cartas escritas entre 1912, cuando Virginia Woolf se casa con treinta años, y 1918, cuando conoce a T. S. Eliot, al que le acabaría publicando en Hogarth Press La tierra baldía. De ese periodo es una carta a su amiga y protectora Violet Dickinson, del 11 de abril de 1913 en la que le cuenta: “Toda la mañana escribimos en habitaciones separadas. Leonard va por la mitad de su nueva novela [Las vírgenes prudentes], pero en cuanto el reloj da las 12 empieza un artículo sobre el trabajo para algún pálido periodicucho, o una crítica de literatura francesa para The Times o una historia del movimiento cooperativista.
Cosemos artículos para todo el mundo. Yo también estoy escribiendo para The Times, reseñas, artículos y biografías de mujeres muertas, así que esperamos ganar lo suficiente para mantener a los caballos.”

Las cartas de 1919 a 1925 forman otro apartado. En 1919 Leonardo y ella compraron Monk’s House, la que sería desde entonces su casa de campo: una casa de madera del siglo XVII, en Sussex, donde escribió gran parte de su obra y donde en 1925 terminaría La señora Dalloway. En ese periodo conoció a Vita Sackvile-West, que acabaría siendo su amante. “¿Tienes alguna opinión acerca de amar al propio sexo?”, le pregunta en una carta a su amigo Jacques Raverat el 24 de enero de 1925, a propósito de Vita.

Entre 1926 y 1931 Virginia Woolf escribió sus mejores novelas, Al faro y Las olas y tuvo una intensa relación amorosa hasta 1929 con Vita Sackvile-West, a la que inmortalizó en Orlando. En la carta que le envía el 9 de octubre de 1927 le dice “no podía atornillar una palabra y al final hundí la cabeza en las manos: mojé mi pluma en la tinta y escribí estas palabras, como de forma automática, en una hoja en blanco: Orlando: una biografía. En cuanto lo hice, mi cuerpo se inundó de éxtasis y mi cerebro de ideas. Escribí con rapidez hasta las doce. Luego le dediqué una hora a la novela. Así que todas las mañanas voy a escribir ficción (mi propia ficción) hasta las doce y novela hasta la una. Pero escucha; suponte que Orlando es Vita Y es todo sobre ti y las lujurias de tu carne y los señuelos de tu mente […] ¿te importaría? Di sí o no.”

Entre 1932 y 1936 se fecha otro conjunto de cartas. La muerte de su amigo Lytton Strachey y el suicidio de Dora Carrington abren ese periodo. En una de esas cartas, del 15 de marzo de 1932, evoca la última visita a Dora, que se suicidó el 11 de marzo, un día después de la visita de Virginia y Leonard: “fue terrible dejarla sola aquella noche, sin nadie en la casa.”

Es la época en la que escribió Los años, la última que publicó antes de morir. En una carta del 29 de septiembre de 1935 dice de ella: “me está llevando más tiempo del que esperaba, pero espero que esté lista para Navidad. He decidido llamarla Los años, pero preferiría no dar ninguna descripción de ella hasta que la haya leído entera […] Me queda aún mucho por hacer en cuanto a revisión y todavía es demasiado larga. En estas circunstancias, me parece difícil ofrecer un resumen inteligible.”

“Disculpa este egotismo. Aún más, disculpa este aburrimiento. No he visto a nadie. Mis amigos se mueren o caen enfermos.[…] solo leo sólida Historia o Dickens, para aliviar mi mente de las comas. El amor me parece algo que nunca sentí, esperé o creí, le escribe a su amiga feminista y música Ethel Smyth,, el 10 marzo de 1936. Y firma una “entintada, amarga y vieja V.”

Ethel Smyth, mucho mayor que ella -había nacido en 1858, casi veinticinco años antes que Virginia Woolf- es sin embargo la destinataria de sus cartas más sinceras. A ella le confiesa en otra ocasión que “como experiencia, la locura es tremenda, te lo aseguro, y no debe menospreciarse; en su lava aún encuentro la mayoría de las cosas acerca de las que escribo.”

Los años apareció el 15 de marzo de 1937, la referencia temporal que se ha tomado como inicio del último bloque de cartas. Por entonces había empezado a trabajar en Tres guineas, que terminó en octubre, y poco después inició la redacción de Entre actos, una novela que no acabó de satisfacerla.

La selección de cartas de 1941, el año de su muerte, más que a los tres criterios que guían el conjunto,  responde a su interés biográfico y humano, porque esas cartas permiten comprobar que Virginia Woolf siguió trabajando y escribiendo cartas hasta sus últimos días.

Antes de suicidarse el 28 de marzo de 1941 en el río Ouse dejó escrita esa misma mañana su última carta, dirigida a Leonard:

Queridísimo: 
Quiero decirte que me has dado una felicidad completa. Nadie podría haber hecho más de lo que tú has hecho. Por favor, créelo. 
Pero sé que nunca superaré esto: y estoy malgastando tu vida. Es esta locura. Nada de lo que me diga nadie puede persuadirme. Puedes trabajar y lo harás mucho mejor sin mí. Ya ves que ni siquiera puedo escribir esto, lo que demuestra que tengo razón. Todo lo que quiero decir es que hasta que llegó esta enfermedad fuimos perfectamente felices. Todo se debió a ti. Nadie podría haber sido tan bueno como lo has sido tú, desde el primer día hasta ahora. Todo el mundo lo sabe.
V.
Encontrarás las cartas de Roger a los Mauron en el cajón del escritorio en el cobertizo. Destruirás todos mis papeles.

Cierran el magnífico volumen, editado en tapa dura, una estupenda selección de fotografías de Virginia Woolf y sus corresponsales epistolares, una biografía de los principales destinatarios y dos índices: uno onomástico y otro general de las cartas seleccionadas en Una carta sin pedirla.

Santos Domínguez