21/10/24

Andrés Berlanga. Pólvora mojada



Andrés Berlanga.
Pólvora mojada.
Prólogo de Soledad Alcaide.
Drácena. Madrid, 2024.

 

Cuatro días, de martes a viernes, de enero de 1969, con el telón de fondo del entonces reciente mayo francés del 68, constituyen la secuencia narrativa de las cuatro partes en las que se articula Pólvora mojada, la novela de Andrés Berlanga (1941-2018) que rescata Drácena medio siglo largo después de su primera edición mutilada por la censura en la colección Áncora y Delfín de Destino en 1972.

Una novela en la que, aunando agilidad narrativa y voluntad documental, Andrés Berlanga traza desde la cercanía a los hechos reales, un fresco vívido y vivido de la agitación política antifranquista en los ambientes universitarios madrileños, encabezados por el Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Madrid (SDEUM), en los años finales del franquismo.

Esta reedición restaura los pasajes suprimidos por la censura en 1972 y añade las correcciones que hizo sobre el original el propio autor, que buscó el difícil equilibrio entre literatura y periodismo en la conjunción de la ficción narrativa, muy alejada ya de la línea combativa del realismo social, y la crónica veraz de aquellos días rebeldes y agitados, que se enfocan también con ironía crítica y con distancia desengañada de los personajes, que preparan un atentado en el que harían estallar una Facultad de la Ciudad Universitaria para desestabilizar el régimen de Franco. Pólvora mojada, claro.

Abre esta edición un prólogo en el que Soledad Alcaide resalta que Andrés Berlanga, “ya en esta primera obra, que se puede leer por fin completa y sin los cortes de la censura, da señales de su ávido interés por el lenguaje. En realidad, es otro ejemplo de la sensibilidad especial que tenía para retratar mundos hoy desaparecidos, como si los cubriera de ámbar y los preservara para siempre.”

Dos ejemplos: el impulsivo comienzo y el poco heroico final de la novela:

Sobre los chafarrinones blancos del muro enfoscado Güili escribe «fuera polici» hasta que se reseca la esponjilla del kanfort rojo. Antes de entrar en la Facultad se vuelve para remirar, como un pintor, la pared sobre la que se confunden sus letras de palotes con las viejas negras y churretosas, malamente tapadas con los restregones municipales de cal.
Unos que suben del bar le gritan que si lo sabe. Llega al cuartucho (delegación el curso pasado) cuando aún no huele a goma de pegar, ni a tintas de colores para los murales, ni a colillas de rubio. Pedro Luis le golpea el hombro por delante y le vuelve a retar.
—¿A que no sabes a quién han trincado?

****

Volvió como una furia. Tiró el cristal por la ventana. Han cerrado, han ce cerrado. Arrancó el flexo, que voló al patio (¡os vais a enterar!); le siguió la silla ya desencolada del todo, en un espolvoreo de la madera aquerada al chascar contra el suelo. Y papeles y recortes que zigzaguearon hasta el tejadillo del portero. Paco espumeaba (¡burgueses, oli oligarcas, car carcas!); lanzó la mesilla (¡me niego, me niego, me ni niego!); desencajó de las bisagras una hoja de la ventana que se estrelló en un estrépito de cristales.
—Lo mejor será llamar a un abogado, Paco.
—¡Una mi, una mi para su boca!
Aporreaban la puerta de entrada. En el descansillo, tras el sofoco de la patrona, relucían dos calvas entre los siete inspectores y algunos cascos de crin dorada sobre bomberos de servicio. Loren se echó en el sofá-cama sin perder de vista la puerta que empezaba a ceder. Paco buscó su carné de identidad para rasgarlo a mordiscos en dos, en cuatro, en ocho pedacitos.

Cierra el volumen, muy oportunamente, un apéndice con documentación que, según explica la nota editorial, está compuesta “en su mayoría por panfletos en tamaño folio -superior al actualmente normalizado a A4-, impresos mediante ciclostil, recogidos por Andrés Berlanga en la Universidad Complutense durante 1968 y la primera mitad de 1969. Aparecía en un sobre anejo al original, corregido por la censura, y constituye parte del material documental que nutrió, con las vivencias del novelista, la escritura de pólvora mojada.”


Santos Domínguez  

18/10/24

Juan Peña. El último poema



  Juan Peña.  
El último poema.
 Fundación José Manuel Lara. 
Vandalia. Sevilla, 2024.



EL ÚLTIMO POEMA

La  música llegó de las Esferas, 
del origen, principio de la vida. 
Oí cantar a mi madre, 
las risas que he olvidado 
y resuenan aún 
en un lugar del aire.

He escuchado las voces, he cantado.
Oí los siglos rodando 
con su estrépito cruel 
y sus dulces cadencias, con su rumor de lluvia, 
su calma, su tormenta. 

Esta nota de música 
que soy, aún se escucha, 
y seguirá sonando, 
para qué dios, 
cuando solo sea noche el universo.

De ese texto que cierra el libro toma su título El último poema, con el que Juan Peña obtuvo el XIV Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado que publica la Fundación José Manuel Lara en su colección Vandalia.

Un libro en el que la poesía de línea clara y de tono bajo y contenido de Juan Peña, que surge, como ha explicado él mismo, de la emoción y la memoria, del asombro y la ignorancia para concitar la cercanía del lector y abordar el difícil equilibrio entre el himno y la elegía, la luz y la penumbra, la calma y la tormenta que se evocan en ese último poema.

Entre la pureza y el lamento (“la pureza, tan cerca de la nada”), entre la esperanza y la desolación, El último poema es, pese a todo, un libro de gracias, un libro conscientemente celebratorio en el que la palabra serena y profunda del poeta conjura los tiempos de los vivos y los muertos (“Qué solos y perdidos / los vivos y los muertos”) y provoca, con la intensidad de su expresión recortada y con la sencilla naturalidad de su palabra, la vibración emocional de lo verdadero, como en ‘La flor de la inmortalidad’:

He dejado una flor del helichrysum 
en la balda de mármol de tu tumba.
En sus pétalos de oro siempre hay luz, 
celebran, como tú, haber vivido 
y no morirse nunca.

Una palabra desnuda y una poesía sanadora que templa las disonancias y evoca la plenitud solar de la infancia, asume los finales y ordena el caos para iluminar en lo oscuro de las devastaciones desde la claridad esforzada de un poeta que mira el mundo con el sosiego de la aceptación de lo que desaparece. Un sosiego que se impone a la angustia y renuncia a la queja: 

Pero no me lamento.
Lo probado me basta.

Este ‘Epílogo’ resume esa admirable mirada en calma, construida sin entusiasmo y con una resistente voluntad de alegría: 

Vivir sin entusiasmo, 
sabiéndote que, salvo el amor, 
(si hubo suerte) 
todo decepciona.

Vivir la plenitud 
de la serenidad, 
de una conformidad 
que no aparta la rabia y rebeldía.

No olvidar el asombro 
de que en la eternidad de no ser nada 
ahora lo eres todo.


Santos Domínguez 

16/10/24

Andrés Trapiello. Fractal

  


Andrés Trapiello. 
Fractal 
del Salón de pasos perdidos.
Alianza voces. Madrid, 2024.

“Las cosas que se cuentan aquí han sucedido todas, desde luego, pero no tan juntas ni resaltadas. Mis años, como saben los lectores del Spp, son bastante más tranquilos, la nota predominante en ellos no es alta y el tono tiende a apagado. Entre destellos hay mucha sombra, entre algún que otro alcor, páginas y páginas llanas, y metidos entre el humor, la sátira o la parodia, muchos soliloquios más sombríos y melancólicos de lo que me habría gustado. Soy una persona solitaria y de circulación restringida: Conde de Xiquena, el Rastro, Las Viñas… Aquí, sin embargo, puede uno dar la impresión de andar todo el día de un lado para otro, por medio mundo, que si con unos, que si con otros… Igual me habría ido mejor pareciéndome más al que sale aquí por un efecto óptico, pero mi vida ha sido otra, tirando a aburrida. 
Es posible que el lector que ya los conoce eche en falta tal o cual pasaje, y le sobren otros. Al fin y al cabo aquí está menos de un diez por ciento del conjunto. Habrá quienes prefieran las páginas urbanas a las agrarias, lo poético a lo novelesco, los pasajes de la vida literaria a los introspectivos, el fragmento corto al largo, o al revés. Este es un libro que no podría hacerse a gusto de todos, como tampoco los originales: se han pasado más de treinta años diciéndome que tenía que acortarlos, dejar de escribirlos, repertoriar los temas o modularme de otra manera y hacer así o asá”, escribe Andrés Trapiello en “El paisaje infinito”, el epílogo que ha escrito para cerrar Fractal del Salón de pasos perdidos, la antología de los veinte primeros tomos de sus diarios, publicados por Pre-Textos entre 1990 y 2016, que edita Alianza en la colección Voces.

Como una novela en marcha define esta obra su autor, que se acoge a la cita galdosiana de Fortunata y Jacinta que preside el conjunto: “Por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela.”

“El conjunto sigue siendo una ficción”, advierte Trapiello en una nota al pie del índice de esta monumental obra en marcha que viene publicando desde hace más de tres décadas, desde 1990, en que apareció la primera entrega -El gato encerrado- hasta el reciente Éramos otros (2022), en una secuencia que alcanza ya los veinticuatro volúmenes y de la que este Fractal es una antología significativa.
 
Organizado en Libros en los que se agrupan las diferentes entregas de la serie, este volumen recoge en ochocientas páginas muestras representativas de los diarios escritos entre 1987 y 2006: desde El gato encerrado, Locuras sin fundamento, El tejado de vidrio, Las nubes por dentro, Los caballeros del punto fijo, Las cosas más extrañas a Una caña que piensa en su Libro 1 (1987-1993); de Los hemisferios de Magdeburgo, Do fuir, Las inclemencias del tiempo, El fanal hialino, Siete moderno, El jardín de la pólvora a La cosa en sí en su Libro 2 (1994-2000) y desde La manía, Troppo vero, Apenas sensitivo, Miseria y compañía, Seré duda a Sólo hechos en el Libro 3 (2001-2006).

Reescritos a debida distancia y publicados en diferido varios años después de los hechos -doce años, de 2010 a 2022, en el caso del más reciente-, las notas de cada año, en las que ya importa menos el tiempo que el recuerdo, se reelaboran con la creciente ironía que aporta la distancia, en la lengua de los melancólicos, como la define Trapiello.

El Rastro, Las Viñas o Conde de Xiquena son algunos de los escenarios por los que discurre el merodeo deambulatorio del personaje y sus episodios privados o públicos, significativos o intranscendentes: la literatura, la pintura, los amigos o los enemigos, la vida familiar o los libros, sus referentes temáticos; el subgénero de la vida literaria, las fobias indisimuladas y tenaces, el campo de visión sobre el que se proyecta la irónica mirada solanesca y la afilada prosa barojiana de Trapiello. 

El morbo añadido del cotilleo cultural, las claves identificadoras de los personajes que se ocultan detrás de una inicial, añaden una propuesta cómplice al lector, una invitación a mirar por la cerradura el baile de máscaras en que cada uno -incluido el narrador distante y autocompasivo- desempeña su papel de convidado del autor.

Por sus páginas enjundiosas, páginas de vida y fractales de tiempo, o por sus sucesos insignificantes pasa la vida, contemplada y contada por un melancólico misántropo que desde hace décadas tiene la manía de escribir estos libros adictivos para sus lectores.

Unos lectores que cuando terminan un tomo están pensando ya en el siguiente. Y es que, como explicaba Trapiello en uno de ellos, “la manía de escribir estos libros no se entiende tampoco sin la manía que algunos tienen de leerlos e incluso de no hacerlo.”

A caballo entre la melancolía y el sarcasmo, entre el diario testimonial y la ficción narrativa de un ortónimo que no es exactamente el autor, estos textos híbridos de novela y dietario, dan cuenta de la vida que pasa ante los ojos de un escritor que tiene en Cervantes, Galdós, Baroja, Juan Ramón o Gaya sus referentes éticos y estéticos más reconocibles, a lo largo de “miles de páginas por las que han discurrido centenares de personajes, reales o ficticios, pero siempre verdaderos.”

“Algunas almas caritativas, reclutadas principalmente entre aquellos que no los han leído, le han mostrado alguna vez su sincera preocupación: han temido acaso que, como les ha sucedido tantas veces a otros, sólo viviera en función de su diario, dejando de vivir para escribirlo o viviendo únicamente aquello que pudiera ser escrito. Sosiego, señores consejeros, no hay peligro”, escribía en La manía.

Se va configurando así esta novela en marcha que es, como la vida, siempre igual y siempre distinta, porque “la vida no está en la repetición, sino en las variantes, lo mismo sean verdades o fábulas.” Un diario sin nombres, una novela sin tesis ni viajes, una obra descomunal por la que pasa la vida, contemplada y contada por un narrador que, entre claros y oscuros, humor y melancolía, aforismos y descripciones levantadas sobre un eficaz estilo invisible, aparece como un transeúnte de la vida y sus fragmentos. Como un transeúnte -sobre todo- de sí mismo:

Esto no es, como creíamos, ni un diario ni una novela. Ni siquiera una dianovela o un novelario. Esto, señores, no es más que un vidario, el lugar en el que concurren los sueños y las vidas de las gentes, de modo que podríamos también apodar a su autor como “el soñabundo”.

El otro y el mismo que, por los interiores domésticos, por las calles de Madrid o las callejas rurales de Las Viñas vive días nublados y mañanas de luz transparente, escudriña el Rastro y lee conferencias, habla de su vida familiar, de poetas y editores, del paisaje cultural y la pluralidad del mundo, de amigos y saludados, de vivos y muertos, de lecturas y conversaciones, de viajes y recuerdos en un Salón de pasos perdidos repleto de personajes y de paisajes, de fragmentos de vidas y de historias porque “sin historias, ¿qué es la vida?”

Un ejemplo, la evocación de Ferlosio en el entierro de Carmen Martín Gaite que dejó en La cosa en sí:

Y por la tarde acudimos a El Boalo, donde iba a tener lugar el entierro. Íbamos R. y yo. Llegamos minutos antes de que sacaran el féretro del ayuntamiento del pueblo. La plaza de enfrente estaba llena de amigos y curiosos. Y, claro, al ver el féretro, volvió uno a acordarse del entierro de su hija, hace más de diez años, también en El Boalo.
Cuando quisimos entrar en la habitación donde la habían puesto, nos sorprendió una oleada de cámaras de televisión y fotógrafos, que seguían al director de cine A. Empezaba a parecerse aquello más a unos Oscar que a un entierro. Desistimos, y nos quedamos fuera. Cuando sacaron la caja, se pusieron en movimiento las turbas, como una espesa comitiva. Había, no sé, quizá trescientas, cuatrocientas personas. Caminábamos todos lentamente. Los que se conocían, llegaban, se saludaban y empezaban a hablar de sus cosas, sin recatar la voz, como en la procesión del pueblo. Nosotros dos nos quedamos al final, para no tener ni que ver ni que saludar a nadie. Delante de nosotros iba F. Llevaba chaqueta, pero la camisa la llevaba por fuera del pantalón y se había anudado al cuello una corbata negra que parecía el banderín de un barco pirata, como un guiñapo que le caía por el pecho. Ni siquiera se la había anudado de una manera decorosa. Caminaba renqueante, apoyándose en una garrota y en el brazo de su mujer. No nos vieron porque no nos dejamos ver, quedándonos a su estela, a solo unos pasos. Caminaban tranquilamente, como unos veraneantes, mientras hablaban entre sí y con dos amigos que los acompañaban. Les explicaba F. lo que era aquel pueblo, al que él venía cuando estaba casado con la difunta, hacía cuarenta años. A veces señalaba con la contera del bastón un cerro o un paraje que se columbraba desde donde estábamos, y les decía, allí no había nada, allí había tal cosa, por allí hubo un frente, en la guerra y por allí se iba a… Y de ese modo, mirando a un lado y a otro, seguíamos nuestro lento cortejo.
(…) Sale en El País el artículo que envié. Al principio le dijeron a uno: sesenta líneas. Cuando ya estaba escrito, volvieron a llamar. Solo treinta. Al principio uno se dice, pero ¿cómo lo van a cortar? ¿Es que esa mujer no se merecía sesenta? Si hubieran sido de otro, quizá sí, quién sabe. Se publican también algunas fotos del entierro, una de F, por ejemplo, pero en las fotos desaparece lo real, que este iba en la cola del cortejo, que llevaba la camisa por encima del pantalón, suelta, como un blusón, el cuello sin abotonar y la corbata mal anudada y floja, que se sentó en el bordillo de la acera, al lado de la iglesia, con la cayada entre las piernas, como un feriante, garabateando con la contera en el camino polvoriento misteriosos criptogramas, mientras atendía las conversaciones apacibles de sus amigos.
En el periódico le adjudican el papel de deudo, quizá de viudo, pero no fue así. X, descontada la muerte de su hija (por cierto, en circunstancias parecidas a la muerte del hijo de su amigo el poeta; otro paralelismo trágico), X, decía, no tuvo en su vida más viva herida que su separación de F. El día en que este se casó con su mujer actual, X llamó a casa y me dijo, R. se ha casado, pero no me importa, y habló de ello durante media hora. Creo que había bebido un poco, para ahogar la pena. Antes de que muriera su hija, su casa era un santuario lleno de fotos de R. por todos los rincones. Ella decía, las conservo porque son también las fotos de su padre. 
(…) Creo que sufría también por muchos de los admiradores que tenía. Le hacían feliz, desde luego, todas esas colas que se le formaban en la Feria del Libro, pero no le hacían olvidar que acaso nunca tuvo la admiración sincera, rendida, de aquellos a los que ella respetaba más. De su generación ninguno la admiró de verdad, ni su marido ni nadie. Y eso lo llevaba ella como una espina clavada. Por eso, de todos los que fueron sus amigos y compañeros, acabó hablando solo del único que se murió joven, treinta años atrás, el único, por tanto, que nunca llegó a saber todo lo que ella misma escribiría y que estaba por tanto excusado de haber emitido un juicio sobre su obra.

Esta oportuna antología es la antesala de la próxima reedición desde 2025, en El libro de bolsillo de Alianza Editorial, de las distintas entregas del Salón de pasos perdidos.

Santos Domínguez 


14/10/24

Joseph Conrad. El duelo



 Joseph Conrad.
El duelo.
Traducción y notas 
de Arturo Agüero Herranz.
Alianza Editorial. Madrid, 2024.


Silesia, 1806. Poco después de Austerlitz y en los campos de batalla que describieron Stendhal y Tolstói para que creyéramos haber estado en Waterloo o Borodino algún día, entre un combate y otro, dos tenientes de húsares del ejército napoleónico, el impulsivo y valeroso Feraud y el frío y paciente D’Hubert, se enfrentan en un duelo perpetuo e implacable que tiene más de metáfora de aquella Europa o de la condición humana que de mero reportaje inspirado en hechos reales.

Ese es el argumento de El duelo, un relato de Joseph Conrad en el que se basó Ridley Scott para rodar su inolvidable primera película, Los duelistas,  en 1977.

Normalmente las novelas más mediocres son las que dan los resultados más brillantes en el cine y decepcionan como literatura. Y por el contrario es raro que una novela o un relato de altura generen buen cine. Hay excepciones, claro. Una de las más evidentes y más notables es el espléndido Los muertos, de Joyce, que se convirtió en el memorable testamento cinematográfico de John Huston. 

Otra excepción, este El duelo. Un relato militar, la novela corta que rescata Alianza Editorial en El libro de bolsillo con traducción y notas de Arturo Agüero Herranz.

Cuando Conrad escribió este relato, en 1907, era ya un narrador maduro que había publicado sus tres obras mayores (El corazón de las tinieblas, Lord Jim y Nostromo), dominaba la distancia corta del relato y sabía provocar, como aquí, la perplejidad y el asombro del lector por el duelo que persiste durante años entre esos dos húsares.

En la nota que escribió en 1920 para introducir su A Set of Six (Una serie de seis), la colección de seis relatos que corona El duelo, explicaba Conrad que esta narración tuvo su origen en diez líneas de un modesto periódico del sur de Francia en el que se aludía de pasada a la “célebre historia” de dos oficiales napoleónicos que se batieron en una serie de duelos entre una batalla y otra por algún motivo trivial.

“Su origen -reconocía Conrad- es muy sencillo. Nace de un párrafo de diez líneas en una pequeña gaceta de provincias publicada en el sur de Francia. Ese párrafo, ocasionado por un duelo con resultado fatal entre dos conocidos personajes parisienses, hacía referencia por una u otra razón al «conocido hecho» acerca de dos oficiales del Gran Ejército de Napoleón que se habían batido en una serie de duelos en medio de grandes guerras y a causa de algún pretexto fútil. El pretexto nunca se descubrió. Por lo tanto, tuve que inventarlo; y me parece que, dado el carácter de los dos oficiales, que también tuve que inventar, he conseguido que sea suficientemente convincente por la mera fuerza de su absurdidad. A mi juicio el relato no es más que una seria y sincera tentativa de pequeña ficción histórica. Oí hablar mucho en mi mocedad de la gran leyenda napoleónica. Sentía genuinamente que habría de encontrarme a gusto dentro de ella, y «El duelo» es el resultado de esa sensación o, si el lector lo prefiere, de esa presunción.”

Conrad hizo el resto. Inventó el motivo nebuloso del duelo y a los húsares y los hizo convincentes en cien páginas sobre un duelo que, al reiniciarse una y otra vez, desdibuja su origen y su causa y da lugar al misterio y a la perplejidad del lector.

Los contrincantes olvidan las causas, pero no la deuda pendiente de un duelo que alcanza la altura de una obsesión y una metáfora que acaba contagiando a quien lee esta obra maestra de la narrativa breve, de la que se han editado varias traducciones en los últimos años.

Así comienza la de Arturo Agüero Herranz en Alianza:

Napoleón I, cuya carrera fue semejante a un duelo contra toda Europa, veía con desagrado los duelos entre oficiales de su ejército. El gran emperador militar no era un espadachín, y tenía escaso respeto por la tradición.
Sin embargo, una historia de duelo, que llegó a ser legendaria dentro del ejército, atraviesa la épica de las guerras imperiales. Ante la sorpresa y admiración de sus camaradas, dos oficiales, como artistas locos que intentaran dorar el oro o pintar el lirio, mantuvieron una contienda privada a lo largo de esos años de carnicería universal. Eran oficiales de caballería, y su relación con el brioso aunque antojadizo animal que conduce a los hombres a la batalla parece singularmente apropiada. No cabe imaginar como héroes de esta leyenda, por ejemplo, a dos oficiales de infantería de línea, ya que las prolongadas marchas cortan el vuelo a su arrogancia, y su valor ha de ser necesariamente de un tipo más mesurado. En cuanto a los artilleros e ingenieros, que mantienen la cabeza fría a dieta de matemáticas, es sencillamente impensable.
Los oficiales se llamaban Feraud y D’Hubert, y ambos eran tenientes de un regimiento de húsares, pero no del mismo.

“Personalmente -concluía Conrad en la nota de 1920 que abre esta edición- no tengo remordimientos de conciencia por esta obra. La historia podría haberse contado mejor, desde luego. Toda obra personal podría haberse hecho mejor; pero éste es el tipo de reflexión que un creador ha de dejar a un lado con coraje si no quiere que cada una de sus ideas sea por siempre una visión privada, un ensueño evanescente. ¡Cuántas visiones de ésas he visto desaparecer en mi vida! Ésta, sin embargo, ha quedado como testimonio, si gustan, de mi coraje o como prueba de mi temeridad. Recuerdo con mucho cariño el testimonio de algunos lectores franceses que, de modo voluntario, opinaron que en ese centenar de páginas había conseguido yo reproducir «maravillosamente» el espíritu de toda la época. Exageración o amabilidad, sin duda; pero, aun así, lo agradezco de corazón,  porque en verdad eso es justo lo que intentaba atrapar en mi pequeña red: el Espíritu de la Época, nunca puramente militarista en el fragor de las armas, juvenil, casi infantil en su exaltación de sentimiento, ingenuamente heroico en su fe.”

Santos Domínguez 




11/10/24

Julio Mariscal. Cien poemas


Julio Mariscal Montes.
Cien poemas.
Edición de Blanca Flores Cueto.
La Isla de Siltolá. Colección Poesía. Sevilla, 2024.


“Poeta desasistido, uno de los más desasistidos críticamente hablando, de nuestra actual realidad literaria”, decía de Julio Mariscal un indignado Juan de Dios Ruiz Copete, que denunciaba el silencio que rodeaba la obra de un poeta de enorme calidad.

Ese oscuro pozo de silencio en el que se le había desterrado no era solamente consecuencia de su aislamiento en Arcos de la Frontera o de su confinamiento en Paterna de Rivera, sino el precio de la homosexualidad que vivió de manera muy conflictiva y que marcó decisivamente su existencia y su escritura desgarrada.

“Extraviado como una hoja de octubre, Luzbel involuntario, nardo tronchado por las tempestades malas, como una flor frente al rayo...” Esas son algunas de las expresiones con que presentaba su figura en 1978 Antonio Hernández en La poética del 50. Una promoción desheredada.

Aquella antología crítica, la primera de repercusión nacional que lo incluyó como poeta imprescindible, sacó de la zona de sombra a Julio Mariscal, que llegó a contestar -muy escuetamente, es cierto- el cuestionario final que planteaba el antólogo a los poetas y que no llegó a ver el libro en la calle, porque murió en noviembre de 1977, unos meses antes de su publicación.

No debe olvidarse ese hecho, pues ni la antología que hizo Ruiz Copete y publicó la Universidad de Sevilla, ni las que firmaron después Pedro Sevilla o Francisco Bejarano tuvieron la difusión de aquella antología de referencia. Tan sólo la amplia selección que publicó el primero de ellos en Renacimiento en el volumen La mano abierta (2007) tuvo una cierta transcendencia entre la crítica y los lectores.

El paso más decisivo en la recuperación de la obra poética de Julio Mariscal se dio con la edición de su Poesía completa hace diez años en la renovada colección Arrecifes de La Isla de Siltolá, la editorial que reúne ahora una muestra representativa en Cien poemas de Julio Mariscal en su colección Poesía con selección de Blanca Flores Cueto, que había sido también la responsable de la edición de su poesía completa y la autora del amplio estudio introductorio que la abría.

Entre el existencialismo torturado de Corral de muertos, un Spoon River gaditano, y el póstumo Aún es hoy, la poesía de Julio Mariscal se mueve en el cruce del amor y de la muerte, entre la mirada al paisaje horizontal de los trigales y el sentimiento de culpa de su religiosidad atormentada y problemática.

Y entre esos dos títulos, libros como Pasan hombres oscuros, con el amor como respuesta a la destrucción del tiempo; los espléndidos sonetos penitenciales de Quinta palabra, en los que proyectó su propio viacrucis; la poesía social de Tierra de secanos, con el paisaje de Paterna al fondo y la pobreza del campesino en primer plano; o la que posiblemente sea su mejor obra, Tierra, un libro de 1965 construido sobre la polisémica metáfora del título, que evoca el tiempo y el amor desde la raíz trágica y telúrica que alimenta la poesía de Julio Mariscal.

De la potencia de su mundo poético puede dar idea este poema de ese libro:

Tenías treinta años. Eran
treinta monedas de oro. Treinta 
soles dorados, plenos como el trigo de Mayo. 
Treinta arroyos de luna. Treinta 
mañanas de domingo. 

Pero no, treinta duras agonías. Treinta 
mordiscos de agonía en el pan del sosiego. 
Treinta robles de sombra. Treinta 
ciclones de egoísmo y plomo derretido.
Treinta caballos locos pisoteando estrellas. 

Tenías treinta años. La tarde 
de setiembre, de pronto, se me quedó pequeña. 
Y ya no era la fuente, ni el río, ni la nube, 
ni el corazón saltando de arcángel a nostalgia. 

Como treinta cohetes, como treinta plomadas, 
como treinta tizones sobre mis ojos, ciego, 
comprendí que eras tú mi setiembre, que estaba 
esperándote siglos antes de nacer y era 
mi sangre un gusanito, un ojal de solapa 
donde prender los treinta 
clavelones oscuros de tu sangre.

Manuel Mantero afirmaba que desde Salinas a Miguel Hernández no ha habido un poeta más volcado en el tema amoroso que Julio Mariscal, que es muchas veces un poeta elegiaco, pero es también algo más radical: alguien que escribe casi como un poeta póstumo, como quien está ya fuera del mundo, al otro lado de todo. 

Así lo reflejan estos versos de Último día:

Aquí tenéis a un hombre 
ya tan horizontal, 
tan desoladamente horizontal, 
que cualquier niño puede 
mirarlo como un surco o al tomillo. 
Y este hombre se ha muerto bien calzado 
con un gesto de reto a las estrellas.
Y este hombre…
           ¿Qué importa su bien morir, 
qué importa, si ya está muerto para siempre?

En su introducción Blanca Flores Cueto destaca que “Julio Mariscal Montes cultivó una poesía de validez universal y su influencia entre coetáneos y epígonos fue de trascendental importancia para la poesía contemporánea.
Su legado es el valioso ejemplo de un testimonio inigualable de la época que le tocó vivir. Su capacidad lírica, sobria y equilibrada, le han permitido mantenerse en el imaginario colectivo de la poesía del 50. Un poeta y una obra que deben permanecer ya para siempre en un lugar privilegiado de los anaqueles de la Literatura Española con mayúsculas.”


Santos Domínguez

9/10/24

Proust. La prisionera. La fugitiva

 





Marcel Proust.
La prisionera.
 A la busca del tiempo perdido, V.

La fugitiva.
 A la busca del tiempo perdido, VI.
Edición de Mauro Armiño.
El Paseo Editorial. Sevilla, 2024.

Desde por la mañana, con la cabeza vuelta todavía contra la pared y antes de haber visto, por encima de las grandes cortinas de la ventana, de qué matiz era la raya de la luz, ya sabía yo el tiempo que hacía. Me lo habían hecho saber los primeros ruidos de la calle, según que me llegaran amortiguados y desviados por la humedad o vibrantes como flechas en el aire resonante y vacío de una mañana espaciosa, glacial y pura; desde el rodar del primer tranvía ya había notado yo si iba aterido por la lluvia o rumbo hacia el azul. Y esos ruidos quizá habían sido precedidos a su vez por alguna emanación más rápida y más penetrante que, filtrada a través de mi sueño, difundía en él una tristeza anunciadora de la nieve o hacía entonar a cierto minúsculo personaje intermitente, tan numerosos cánticos a la gloria del sol que estos terminaban por traer para mí, que todavía dormido empezaba a sonreír mientras mis párpados cerrados se preparaban a ser deslumbrados, un ensordecedor despertar musical. Además, fue sobre todo desde mi cuarto desde donde percibí la vida exterior durante ese período. Sé que Bloch contó que, cuando venía a verme por la noche, oía un rumor de conversación; como mi madre estaba en Combray y él nunca encontraba a nadie en mi cuarto, dedujo que yo hablaba solo. Cuando, mucho más tarde, supo que Albertine vivía entonces conmigo, comprendiendo que yo la había ocultado a todo el mundo, declaró que por fin veía la razón de que, en esa época de mi vida, nunca quisiera yo salir. Se equivocó. Por otra parte, se la podía disculpar fácilmente, pues la realidad, incluso si es necesaria, no es completamente previsible, quienes descubren de la vida de otro algún detalle exacto se apresuran a sacar consecuencias que no lo son y ven en el hecho recién descubierto la explicación de cosas que precisamente no guardan ninguna relación con él. 

Con ese portentoso párrafo, que podría resumir el mundo y el estilo proustianos, se abre La prisionera, el quinto volumen de A la busca del tiempo perdido, que acaba de publicar El Paseo Editorial con la espléndida edición anotada y la traducción puesta al día de Mauro Armiño.

 En su inicial “Nota sobre la obra póstuma”, Mauro Armiño recuerda el cambiante proyecto narrativo del ciclo  y los constantes ajustes que “terminaron convirtiendo el proceso de gestación narrativa y de edición de A la busca del tiempo perdido en el más complejo de la historia de la literatura” y que “durante esa tregua provocada por la contienda se había producido un hecho de carácter biográfico que iba a alterar profundamente el plan narrativo: el joven chauffeur de Proust, Alfred Agostinelli, que en mayo de 1913 se había instalado en casa del novelista para huir luego de ella en diciembre, moría el 30 de mayo de 1914, cuando el avión que aprendía a pilotar se precipitó en alta mar, frente a Antibes; la peripecia del amor de Proust por Agostinelli, su huida y muerte iba a germinar narrativamente tras un nombre: Albertine. El modesto personaje que aparecía en los borradores de la segunda estancia en Balbec con el de Maria, y que inscribe por primera vez su nuevo nombre de Albertine en una nota del verano de 1913 (Cahier 13), se transfigura y crece hasta convertirse, después del Narrador, en el principal protagonista de la Busca con 2 360 apariciones y con su presencia o su ausencia como articulación y eje de dos de los volúmenes póstumos: La prisionera y La fugitiva /Albertine desaparecida.”

Primero prisionera, luego fugitiva, Albertine es el centro de referencia de estas dos novelas en las que ocupa también un lugar central el inolvidable episodio de la muerte de Bergotte mientras contempla la Vista de Delft de Vermeer.
 
Cuando murió Proust, el 18 de noviembre de 1922, estaba corrigiendo las pruebas de esta novela, que apareció el año siguiente. Como las otras dos partes póstumas -la sexta, La fugitiva (Albertine desaparecida), y la séptima, El tiempo recobrado-, La prisionera tiene una menor extensión que las cuatro entregas anteriores, algo lógico si se tiene en cuenta el método expansivo con que trabajaba Proust sus textos.

“La idea inicial de Proust para este y el siguiente volumen de su novela -explica Mauro Armiño- era titularlos Sodoma y Gomorra III y Sodoma y Gomorra IV, y solo en junio de 1922, cinco meses antes de su muerte el 18 de noviembre de ese año, decidió darles los de La prisionera y La fugitiva respectivamente. “

La prisionera se cierra cuando Albertine abandona al narrador. De la muerte de esa Albertine desaparecida, muerta al caer de un caballo, de los celos persistentes, de la pertenencia de Albertine al territorio homosexual de Gomorra y de los sentimientos contradictorios del narrador, entre la perturbación por la huida, el dolor de la pérdida y el olvido ocasionado por el paso del tiempo, trata La fugitiva, que en cierto sentido es el reverso de La prisionera.

La fugitiva es la novela más breve y por eso mismo la más intensa del ciclo. En sus páginas, que podrían tomarse como cifra de A la busca del tiempo perdido, la literatura se convierte en tabla de salvación del protagonista frente a sus decepciones amorosas y sociales. Decepciones profundas o superficiales, triviales o decisivas, pero con un obsesivo amor pasional al fondo y con una amarga secuela de posesión y celos, infidelidades y desconfianza, memoria y muerte.

Con intensidad emocional, densidad narrativa e inigualable brillantez verbal, la conciencia existencial del tiempo perdido se transforma en La fugitiva en experiencia de búsqueda, en tiempo recobrado en un entramado circular, en propuestas de salvación a través de la memoria y la literatura y en la imposibilidad de una separación acordada, porque toda separación es la huida de una de las dos partes, la que reina sobre la otra:

Cierto, ese golpe físico que asesta al corazón una separación así y que, gracias a ese terrible poder de registro que posee el cuerpo, hace del dolor algo contemporáneo a todas las épocas de nuestra vida en que hemos sufrido; cierto, ese golpe al corazón sobre el que quizá especula un poco –nos preocupa tan poco el dolor de los demás–, la mujer que desea dar a la pena el máximo de intensidad, bien porque, limitándose a esbozar una marcha falsa solo quiera pedir condiciones mejores, bien porque yéndose para siempre –¡para siempre!– desee herir, por vengarse o para continuar siendo amada, o, en interés de la calidad del recuerdo que ha de dejar, para romper violentamente esa red de cansancios, de indiferencias, que había sentido tejerse; desde luego, este golpe al corazón nos habíamos prometido evitarlo, nos habíamos dicho que nos separaríamos amistosamente. Pero en última instancia es muy raro separarse como amigos, porque si se estuviera en buenas relaciones no habría separación. Y además, la mujer con la que nos mostramos más indiferentes siente de todos modos, oscuramente, que al cansarnos de ella, en virtud de un mismo hábito, cada vez estamos más unidos a ella, y piensa que uno de los elementos esenciales para separarse amistosamente es marcharse avisando al otro. Pero teme que el aviso lo impida. Toda mujer siente que, cuanto mayor es su poder sobre un hombre, el único modo de irse es huir. Fugitiva porque reina, así es. Cierto que hay un intervalo inconcebible entre ese cansancio que inspiraba hace un instante y, porque se ha marchado, esa furiosa necesidad de recuperarla.

Así comienza el primero de sus cuatro capítulos, La pena y el olvido:

«¡Mademoiselle Albertine se ha marchado!» ¡Cuánto más lejos llega el sufrimiento en psicología que la psicología! Un momento antes, analizándome, había creído que aquella separación sin habernos vuelto a ver era precisamente lo que yo deseaba, y comparando la mediocridad de los placeres que Albertine me daba con la riqueza de los deseos que me impedía realizar, me había encontrado sutil, había llegado a la conclusión de que no quería volver a verla, de que ya no la amaba.


Santos Domínguez 


 


 

7/10/24

Franz Kafka. Cartas 1914-1920

  


Franz Kafka.
Cartas 1914-1920.
Obras Completas V.
 Edición dirigida por Jordi Llovet.
Traducción de Carlos Fortea.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2024.

“Hoy ha llegado tu carta, Felice, así que se ha perdido una, tu carta o la mía, es abominable. A partir de ahora voy a enviarte regularmente una carta certificada cada quince días. Sí, hay mucho que decir, pero decirlo en cartas abiertas es casi imposible. Además, casi siento aversión hacia las cartas; ¿de qué sirve que lo escrito salga bien si todo lo demás fracasa?”, decía Franz Kafka en la carta que dirigía desde Praga a Felice Bauer, que estaba en Berlín. Era el miércoles 3 de marzo de 1915.

Y a pesar de esa aversión declarada hacia las cartas, Kafka escribió centenares de ellas, como las que recoge el quinto volumen de las Obras Completas de Kafka en la edición de Galaxia Gutenberg que dirige Jordi Llovet, el segundo de los tres que reúnen por primera vez en castellano, con la nueva traducción de Carlos Fortea, la serie integral de su epistolario.

Publicado en 2018 un primer tomo con sus cartas entre 1900 y 1914, con traducción de Adan Kovacsics, este segundo volumen recoge las pertenecientes al periodo 1914-1920, un momento central en la vida y en la escritura de Kafka, cuando empieza a escribir El proceso, redacta la parte final de El desaparecido y compone En la colonia penitenciaria.

Como explica Jordi Llovet en el prólogo, estas cartas “están dominadas, ante todo, por el dilema permanente que Kafka vivió- y expresó tanto en su correspondencia como en sus diarios, así como en parte de su obra narrativa- entre su necesidad de aislamiento para poder escribir y su voluntad de establecer algún tipo de lazo con la sociedad. Algo que testimonia, por un lado, su interés en ver publicada su obra, y por otro, su esfuerzo continuado por alcanzar una relación sentimental estable.”

Como se indica en la ‘Nota inicial sobre esta edición’, “el recorrido de cerca de seis años que abarca el presente volumen comprende unos años decisivos para Kafka, que se adentra en ellos en su madurez y a quien se le declara, justo en la mitad del mismo, la enfermedad que acabará con su vida. La manifestación de la tuberculosis redefinirá -como se deja ver bien en estas cartas- la actitud de Kafka hacia la vida -y hacia la muerte- tanto como su relación con la escritura, que alcanzará una nueva dimensión para él.”

Desde la carta que dirige a Erna Bauer, la hermana de Felice, con la que había tenido ya una primera ruptura, el 28 de agosto de 1914, muy poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, hasta la larga misiva que envía desde Praga a Milena Pollak, que estaba en Viena, el domingo 18 de julio de 1920, se recogen en secuencia cronológica más de medio millar de cartas, muchas de ellas (casi doscientas) inéditas hasta ahora en castellano, en una nueva traducción de Carlos Fortea que parte de la exigente y probablemente definitiva edición crítica alemana de Hans-Gerd Koch.

Al igual que en el tomo anterior, “se trata de proponer para estas cartas un itinerario de lectura que se corresponda con el de la trayectoria biográfica de Kafka y, al hacerlo, brindar al lector las herramientas adecuadas para ubicar y contextualizar cada carta en esa trayectoria.”

Son decenas las personas a las que Kafka dirige sus cartas, pero sus padres y su hermana Ottla, su confidente entre 1917 y 1920, sus amantes Felice y Julie Wohryzek (con la que se comprometió efímeramente en otoño de 1919 con el rechazo frontal de su padre), sus amigos Max Brod (tan decisivo como discutible en la difusión de su obra) y el filósofo Felix Weltsch, el editor Kurt Wolff (que publicó las primeras ediciones de El fogonero, La condena, La transformación, En la colonia penitenciaria y Un médico rural) y Milena Pollack son los destinatarios más frecuentes de esas cartas.

A Felice Bauer, a la que, tras recuperar la relación rota en 1914, remite ciento sesenta y siete cartas entre 1915 y 1916, le escribe la última el 16 de octubre de 1917. En esta, la penúltima, redactada entre el 30 de septiembre y el 1 de octubre de 1917, se despide tras unos días felices compartidos en Marienbad: 

Te consta que hay en mí dos seres que combaten entre sí. Que el mejor de los dos  te pertenece es algo de lo que dudo menos que nunca en estos últimos días. Del curso de la lucha has estado informada durante cinco años mediante palabras o el silencio o una mezcla de las dos cosas, la mayor parte de las veces para tu tormento. Si me preguntas si he sido siempre veraz, sólo puedo decir que nunca, ante ninguna otra persona, me he abstenido tanto de mentir de modo consciente o, para ser más exactos, nunca me he abstenido con tanta energía de hacerlo como ante ti. Ha habido algunos disimulos, mentiras muy pocas, suponiendo que pueda haber «muy pocas» mentiras. Soy un mentiroso, no puedo mantener el equilibrio de otra forma, mi barca es muy frágil. […]
No preguntes por qué levanto una barrera. No me humilles de este modo.

Desde la primavera de 1920 hasta la ruptura en julio de ese mismo año, las dirigidas a Milena (más de sesenta en tres meses) constituyen, “como en el caso de Felice Bauer, un espléndido corpus de cartas que desde que que vio la luz ocupa un lugar de excepción no sólo en el marco de la correspondencia de Kafka, sino en el de su obra entera”, según se afirma en la nota sobre la edición.

La intensa y conflictiva relación de Kafka con Milena, una mujer casada, explica la importancia de estas cartas en el conjunto de la obra del autor de La metamorfosis. Hay comentaristas que han visto esa correspondencia no como un complemento marginal de su obra literaria, sino como una esencial de ella, como una novela de amor expresada con una sola voz, porque de esa relación epistolar sólo conocemos una parte: no se conservan las cartas a Kafka de Milena, que publicó su necrológica el 6 de junio de 1924.

En aquellas cartas, que empezaron siendo ceremoniosas y que acabaron siendo  diarias -Kafka habla en una de ellas de su deseo inmoderado de cartas-, encontró una forma de contacto si no más satisfactoria sí menos problemática que la de la relación directa. Frente a su propia inseguridad, veía en Milena la imagen de la firmeza y la seguridad de una mujer decidida y dueña de su destino. 

Y tal vez lo mismo que le atraía de Milena -su experiencia, su desenvoltura, su inteligencia- es lo que le acabó asustando. En una de sus cartas Kafka se refiere al doble efecto, perturbador y tranquilizante, que le produce su relación con Milena. Posiblemente sea eso lo que explique la resistencia de Kafka a viajar a Viena para encontrarse con ella, aunque finalmente iría.

Porque Kafka hablaba de una Milena epistolar, no de la Milena real, cuando decía en una carta a su amigo Max Brod que era un fuego vivo como nunca había visto antes… Y al mismo tiempo extraordinariamente delicada, valerosa, inteligente. 

Había entre los dos una dependencia mutua que explica el ritmo febril del intercambio epistolar durante esos pocos meses de 1920. Pero sus proyectos vitales divergentes, y posiblemente también un problemático contacto físico durante los cuatro días en que Kafka estuvo con ella en Viena, provocaron una ruptura temprana, que fue ya inevitable tras otro encuentro, de unas horas, en Gmünd, del que la relación salió ya rota.

La angustia empieza a sobrevolar a partir de entonces las cartas de Kafka, que le dice a Milena en una de ellas que su relación es imposible porque los dos están casados: ella con un hombre en Viena, él con la angustia en Praga.

Tras varios anexos que recogen casi cien cartas dirigidas al autor de El proceso, además de las dedicatorias conservadas de Kafka y a Kafka, se incorpora un voluminoso cuerpo de notas aclaratorias a cada carta.

Y finalmente varios apéndices ofrecen unas iluminadoras reseñas biográficas de los destinatarios de las cartas, una minuciosa cronología de la vida de Kafka en ese periodo y seis índices que facilitan la consulta de las cartas desde distintas perspectivas.


Santos Domínguez 


4/10/24

Luis Ramos de la Torre. Lo que funda el silencio



 Luis Ramos de la Torre.
Lo que funda el silencio.
Lastura. Madrid, 2024.

Entrar despacio, 
           casi de puntillas, 
como quien nunca sabe 
que tras de sí se olvida de algo.

Como si de la estancia
quisiera huir sin prisa el conjuro del tiempo.

Y así, sin dudas y en silencio, 
                                 alzarse, entrar.

Ese poema abre Lo que funda el silencio, el libro de Luis Ramos de la Torre que publica Lastura.

Ya en ese umbral poético se perfilan algunos de los rasgos esenciales de la obra: el tono sereno y transitivo de su voz, la contención verbal de sus versos, la palabra meditada y precisa, transparente y pulida con paciente esmero, la reivindicación de la inmovilidad y el sosiego, de la lentitud y el silencio creador, cimientos consistentes de una poesía contemplativa y meditativa por ese orden. Una poesía que viaja hacia la raíz de un pensamiento que indaga en lo esencial y explora hacia dentro en busca de la luz de las revelaciones.

Con su concentración expresiva y de fondo, el tiempo y el misterio flotan sobre unos poemas que buscan el centro esencial del ser y el estar a través de los frecuentes infinitivos intemporales que recorren Lo que funda el silencio:

Cernir el canto, 
               rescatar 
de la congoja la palabra, 
tornarla en asombro y regocijo 
                                             y después, 
de aliento o cálamo vestirla. 
Izarla, 
       hacerla únicamente 
participar de la sorpresa 
y atender a los vientos que la amparan.

Alto propósito.

Es esta una poesía del conocimiento, pero sobre todo de la conciencia existencial del yo en el mundo, expresada con un difícil equilibrio entre la solidez de la palabra que pesa y la levedad aérea de sus sugerentes imágenes. Como en este poema:

Lo que escribe el agua en el árbol tras la lluvia, 
lo que no se repite pero impregna, 
lo inadvertido.
                Ser el aire 
que aviva y unce la palabra, 
o simplemente ser tempero y claro. 
Abrir la aurora, 
                  el olor del aún.

Y siempre al fondo, frente a la desazón existencial, el asombro, la proclamación de la luz y la aspiración a la claridad, como en este texto, del que procede el título del libro:

La luz, 
     la voz serena, 
tras la palabra llena de otra voz.  

Hilos de sombra que tejen su haz, 
                                                presagios. 
  
Lo que funda el silencio,  
                               lo que espera. 
Cunde la incertidumbre. 

Nunca las esperanzas 
fueron tan álgidas y el miedo tanto.  

Célula loca en ristre alzado y cómputo.

2/10/24

Tedio y narración


Inma Aljaro.
Tedio y narración. 
Sobre la estética del aburrimiento en la narrativa: 
de James Joyce a David Foster Wallace.
Cátedra. Madrid, 2024.

 “¿Es ético aburrir al lector?”, se pregunta Inma Aljaro en el epílogo de Tedio y narración. Sobre la estética del aburrimiento en la narrativa: de James Joyce a David Foster Wallace, que publica Cátedra en su colección de Crítica y Estudios Literarios.

Esa llamativa pregunta es la segunda parte del epígrafe “El gozo del aburrimiento”,  que resume no sólo el contenido del epílogo, sino el de todo este magnífico recorrido por el aburrimiento como experiencia estética y como una de las bellas artes desde la antigüedad clásica, porque “en un principio fue el tedio”, como señala uno de los apartados del primer capítulo de los cinco que componen la obra. Cinco capítulos precedidos de una amplia introducción que se abre con estos párrafos:

«No hay nada más aburrido, más fatigoso que esas invenciones insulsas y rebuscadas», se quejaba molesto el poeta Joaquim Gasquet tras saber que Marcel Proust había recibido el Premio Goncourt en 1919 por su libro A la sombra de las muchachas en flor, el segundo tomo de su gran proyecto En busca del tiempo perdido. Es un «parfaitement ennuyeux» lo calificó el dramaturgo Robert Dieudonné e incluso Joyce, que consideraba a Proust «el mejor escritor francés moderno», reconocía que había que tener cierta paciencia para leerlo: la novela está «sobrecargada», decía (¡Joyce!), mientras Virginia Woolf, en cambio, la consideraba «un milagro» que la dejaba sin aliento. En cambio, la lectura del Ulises de Joyce la hacía sufrir como una «mártir»: «Nunca había leído un libro tan aburrido», llegó a decir de la obra que cambiaría para siempre la narrativa contemporánea. Pese a sus críticas, también ella exploraría lo banal creando una novela que, en la actualidad, ha llevado a algunos a plantearse si es más aburrido leer La señora Dalloway o mirar fijamente una pared blanca.
Estas tres obras que hoy consideramos esenciales para comprender la literatura contemporánea no son las únicas que han sido consideradas como aburridas de un modo, a mi parecer, injusto. […]
Y si aceptamos que estas obras son aburridas, podríamos argumentar que con ellas sus creadores han logrado dotar a lo aburrido de una fuerza narrativa sin precedentes, demostrando que este estado de ánimo puede ser un recurso estético que poco tendría que ver con el calificativo de obra fallida. Es esto último lo que nos interesará en este estudio: la posibilidad de aburrir voluntaria y estéticamente al lector.

Así queda delimitado desde esas primeras líneas el objeto de estudio -“la posibilidad de aburrir voluntaria y estéticamente al lector”- de este Tedio y narración, que aborda el aburrimiento como propuesta creativa del autor y como motor de la experiencia estética del lector.

El origen de este curioso estudio, según explica la autora, está en la lectura de El rey pálido (2011), la novela póstuma de David Foster Wallace, una obra que tiene como tema central el aburrimiento y que busca deliberadamente provocar el tedio del lector.

Porque, en su ambigüedad paradójica y significativa, “el aburrimiento -afirma Inma Aljaro- nos lleva a la desmotivación, a la desilusión, a la apatía, a la depresión o incluso a la autodestrucción, pero también hay quien defiende que promueve un desesperado ímpetu creador que permite escapar de él.”

Y de esa manera se entra en un territorio, el del desafío narrativo y las gramáticas del aburrimiento, donde ocupa un lugar esencial el Ulises de Joyce, que hace del tedio de los personajes y del aburrimiento de la acción una obra de arte que cuestiona la idea de la literatura como mera forma de entretenimiento.

Ese es un tema que Tedio y narración rastrea desde Homero hasta la actualidad a través de autores como Dante y Petrarca, Balzac y Flaubert, Hölderlin, Baudelaire y Rimbaud,  Proust y Virginia Woolf, Kafka y Beckett, Thomas Mann y André Gide o Leopardi, que definió como el aburrimiento como “el más sublime de los sentimientos humanos “ y a la vez como “la más estéril de las pasiones humanas.”

Y además estudia en profundidad su reflejo en obras como el ya mencionado Ulises, En busca del tiempo perdido, Molloy, El mirón, La broma infinita, las novelas de William Gaddis y de Tomas Pynchon, La señora Dalloway, El desierto de los tártaros, 2666 o Mme. Bovary, donde el aburrimiento es el desencadenante de la acción de la novela.

La banalidad como reflejo de una realidad vulgar, el hartazgo, la falta de sentido, la significación de lo insignificante, las poéticas de la cotidianidad y la originalidad de lo cotidiano, el culto a lo ininteligible y las tentativas de agotar la paciencia del lector, el tedio como punto de partida o la recompensa del aburrimiento son algunos de los aspectos que desgrana este libro antes de preguntarse en el ya citado  epílogo, “El gozo del aburrimiento o ¿es ético aburrir al lector?”:

¿Qué valores refuerza la estética del aburrimiento?, ¿el valor del aburrimiento?, ¿el hastío de las personas aburridas? ¿Nos aburriremos de un modo diferente después de leerlas? ¿Aprenderemos a aburrirnos mejor? ¿Menos?

Y es que, como concluye Inma Aljaro haciendo suya una frase de Barthes, “el aburrimiento no es sencillo.”


Santos Domínguez 




30/9/24

Colección de relatos de Uji

  


Colección de relatos de Uji.
Edición de Efraín Villamor Herrero.
 Cátedra Letras Universales. Madrid, 2024. 


CUANDO EL DIOS DŌSOJIN VISITÓ AL MONJE DŌMYŌ

Esta es una historia antigua, de cuando vivía un monje llamado Dōmyo, hijo del noble Michitsuna, el cual estaba absorto en diferentes relaciones amorosas. Se veía asiduamente con la famosa poetisa Izumi Shikibu. Su forma de recitar los escritos budistas era realmente impresionante. Una noche, cuando dormía tras haberse acostado con Shikibu, se despertó de repente. A continuación, puso todo su corazón en la recitación del Sūtra del Loto. Cuando estaba terminando de leer el octavo tomo, empezó a amanecer. Aún adormilado, notó la presencia de una persona y preguntó:
—¿Quién eres tú?
—Soy un simple anciano que vive en la quinta calle de Nishinotōin —le dijo aquel.
—¿Y qué haces aquí? —le preguntó Dōmyō, a lo cual él respondió:
—Esta noche escuché su recitación del Sūtra del Loto y quedé tan fascinado, mi señor, que no podré olvidar su voz en todas mis vidas venideras.
El monje Dōmyō afirmó que lo recitaba todos los días del mismo modo y que no entendía por qué ese día era merecedor de tal elogio, pero aquel anciano resultó ser el dios sintoísta Dōsojin, deidad protectora de la quinta calle.
—Cuando usted se purifica debidamente y recita el sūtra, los dioses Bonten y Taishakuten, entre muchos otros seres ilustres, vienen a escucharle atentamente. Entonces, alguien de tan bajo rango como un servidor no puede aproximarse a usted. Sin embargo, esta noche ha recitado el sūtra sin haber purificado su cuerpo, por lo que yo he aprovechado que no venían a escucharle los dioses Bonten y Taishakuten. Estoy muy contento de haber podido venir; no olvidaré esta experiencia nunca.
Por este motivo, siempre que se reciten las escrituras budistas es decoroso haberse purificado adecuadamente el cuerpo.
—La recitación del nenbutsu y el canto de los textos sagrados son prácticas que deben llevarse a cabo cumpliendo los preceptos de conducta propios de un monje, también en el día a día —señaló el monje Eshin recordando esta historia.

Es el cuento que abre la Colección de relatos de Uji, un clásico de la literatura medieval japonesa y una de sus más importantes recopilaciones de cuentos orales, que publica Cátedra Letras Universales con edición de Efraín Villamor Herrero, que sitúa en su introducción estos textos en el contexto histórico, cultural y religioso del sincretismo budista del que surgen.

Sus abundantes notas permiten esclarecer las referencias históricas, sociales y culturales de unos relatos de tradición oral, puestos por escrito a principios del siglo XIII, que reflejan un mundo lejano en el tiempo y en el espacio. 

Conviven en estos relatos, que comienzan siempre evocando su antigüedad, lo real y lo fantástico, los nobles y los plebeyos, los ricos y los pobres, lo cotidiano y lo maravilloso, lo serio y lo cómico, el humor y la enseñanza budista, la edificación moral y la sátira burlesca, los sueños y las apariciones prodigiosas, los templos y los castillos, lo mágico y la crítica social.

Poco conocidos en el mundo occidental, los relatos de Uji son un conjunto de 197 cuentos de los que este volumen ofrece una amplia antología. Enraizados en tradiciones folclóricas y ambientados en Japón, China o la India, sus personajes son poetas y samuráis, fantasmas y viajeros, ogros y ascetas, ancianos y niños, tigres que combaten con cocodrilos y monjes venerables, gorriones y milagros, cazadores y ciervos de cinco colores, emperadores y zorros, serpientes y hechiceros, piratas y sirvientes, maestros y discípulos, duendes y tinieblas, monjes y más monjes budistas. 

Uno de los mejores relatos del libro narra la historia del hombre que compró a una vidente el sueño de otro. Uno de los más divertidos es este otro:

LA INSPECCIÓN GENITAL DEL CHŪNAGON A UN MONJE

Esta también es una historia antigua, de cuando vivía el consejero imperial, el chūnagon. A su residencia se presentó un monje con un hábito especialmente corto y oscuro que había sido teñido con tinta china. Encima llevaba una estola de Fudō propia de los yamabushi y un gran rosario colgante hecho de la madera de un árbol de farolillos. El consejero chūnagon preguntó:
—¿Qué clase de monje es ese?
El monje, con una voz inesperadamente triste, contestó lo siguiente:
—Vivir en este mundo ilusorio y pasajero es una tarea ardua. Desde el pasado continuamos naciendo y muriendo constantemente, reencarnándonos a causa de los pensamientos mundanos que nos arrastran una y otra vez, no permitiéndonos liberarnos de las ataduras de este mundo plagado de sufrimiento. Hastiado de esto, soy un monje que ha decidido abandonar la rueda de las reencarnaciones sobrepasando el umbral de la vida y la muerte tras haberme alejado de los pensamientos del cuerpo.
A esto el consejero chūnagon le preguntó:
—Así que has sobrepasado el umbral entre la vida y la muerte, ¿eh?
—Mire lo que tengo aquí —respondió el monje, y mostró que bajo su hábito no había otra cosa que no fuera su vello corporal.
El consejero, muy sorprendido, se percató de que el vello púbico del monje era extraño y mandó venir a sus sirvientes. Dos o tres se aproximaron y el consejero les ordenó que tirasen del monje. Este, con una expresión turbia, comenzó a implorar el mantra del Buda Amitābha (el nenbutsu) y, abriendo las piernas tras gesticular de forma insólita y entrecerrar los ojos, dijo:
—Venga, hagan rápido lo que tengan que hacer.
Entre dos o tres lo alzaron en alto. Entonces, un joven samurái de unos doce o trece años se acercó al monje y comenzó, tal y como se le había ordenado, a subir y bajar la mano frotándole las partes íntimas. Durante un rato, siguió haciéndolo con su mano suave y rellenita. El monje comenzó a fingir y dijo que pararan, pero el consejero imperial chūnagon dijo:
—Le está empezando a gustar, sigue frotándole.
—Deteneos, esto es denigrante —pidió el monje. Sin embargo, el joven obedeció la orden y continuó su tarea hasta que de entre su vello se alzó un gran champiñón que le llegaba hasta el vientre. Todos los allí presentes, que eran muchos, soltaron una gran carcajada al unísono. El monje cayó golpeándose la mano y tampoco pudo ocultar la risa. ¡Menuda sorpresa! El monje tenía la seta escondida tras la bolsa que usaba para mendigar y hacía pasar por su vello púbico las hebras de arroz.
Así es como se hacía el piadoso y mendigaba a la gente comida. Menudo mequetrefe estaba hecho aquel monje.


Santos Domínguez 


27/9/24

Javier de Hoz. Introducción a la literatura griega


 Javier de Hoz Bravo.
Introducción a la literatura griega.
Épocas arcaica y clásica.
Prólogo y edición de
María Paz de Hoz García-Bellido.
Alianza editorial. Madrid, 2024.


Esquilo escribió entre setenta y noventa tragedias, Sófocles más de ciento veinte; de ambos conservamos siete. La literatura griega que conocemos es el resultado de una selección que se inicia desde el momento mismo de la composición de una obra y toma formas diversas en los sucesivos momentos históricos. El que Homero y Platón se hayan conservado está relacionado con un hecho característico de los grandes autores: que su complejidad les permite ofrecer algo de interés a culturas muy  distintas; pero aun así gran parte de la obra de los grandes trágicos y líricos se ha perdido, a pesar de que no se produce ninguna auténtica ruptura catastrófica en la totalidad de Grecia hasta una época en que ya los manuscritos se valoraban en la Italia del quattrocento, lo que demuestra el grado de decadencia cultural por el que atravesó Europa en algunos momentos, y lo aleatorio de nuestra imagen de la literatura clásica.

Con esa observación abre Javier de Hoz Bravo (1940-2019) el capítulo inicial de su Introducción a la literatura griega. Épocas arcaica y clásica, que publica Alianza editorial con edición de María Paz de Hoz García-Bellido, quien señala en su prólogo que “en enero del 2019, cuando falleció Javier de Hoz, este libro estaba terminado en su mayor parte, sobre todo su esqueleto y órganos principales, y con ello el enfoque y el fondo intelectual con el que se ha interpretado y presentado la literatura de esta época. Faltaba completar la descripción de algunos autores y sólo parcialmente la de algunos géneros de la parte dedicada a la literatura clásica.”

Aunque el criterio rector de esta Introducción a la literatura griega es el histórico, como se refleja en la ordenación cronológica del volumen, De Hoz presta mucha atención, además de a su marco histórico, social y político, a la creación, transmisión y recepción de las obras que se han conservado y convertido en parte del canon cultural occidental. 

Esta obra se centra en las obras fundamentales de ese canon y propone las claves de lectura necesarias para abordarlas, aunque, como señalaba el autor en el párrafo inicial que reproducíamos arriba, sólo nos ha llegado un bajo porcentaje de obras de esa época. Un ejemplo: de las casi cien tragedias de Eurípides se conservan sólo diecinueve incluidas en una o dos cajas, que fueron las únicas de las que contenían sus obras completas, ordenadas alfabéticamente, que llegaron a un copista.

Los dos factores que han condicionado la creación, la transmisión y la conservación de la literatura griega arcaica y clásica han sido la tradición cultural y el azar. La transmisión predominantemente oral y la utilización como soporte de escritura de materiales blandos y de duración limitada como el papiro han dificultado la conservación de los textos. Porque durante muchos siglos la literatura no se leyó, sino que se oyó. Sobre todo la poesía, épica o lírica, pero también la tragedia o las obras de los primeros filósofos, tan cercanas a veces a la poesía. 

Ese panorama cambió decisivamente con la creación de la Biblioteca de Alejandría en el siglo III a. C., que supuso una recopilación, una selección y una depuración de textos en un proceso muy bien descrito en el primer capítulo -Una literatura mal conocida-, que rastrea la pervivencia de la literatura griega clásica en las épocas helenística y bizantina o en la Italia renacentista tras la caída de Constantinopla. 

Tras describir las raíces complejas de la cultura griega, resultado de un mestizaje prolongado de base indoeuropea en el que confluyen también la tradición micénica y una potente influencia oriental ligada al palacio y al templo, tras fijar algunas constantes en la historia literaria griega que configuran una tradición común, De Hoz hace un repaso por la literatura griega en un orden que combina el criterio cronológico con el de género, porque “el criterio del género es central en la obra y es en el género donde se centra el peso del análisis más que en los autores. La razón de este tratamiento radica en que aparte de una historia de la literatura este libro es una literatura en su historia”, como señala en su prólogo María Paz de Hoz García-Bellido, que resalta además que “de forma a veces explícita pero generalmente implícita, este recorrido por la literatura griega arcaica y clásica se nutre también de la tipología literaria y de la comparación con el fenómeno literario de otras culturas, ámbitos a los que el autor dedicó mucho interés y estudio. Este enfoque, que busca y presenta los elementos generales y a veces difíciles de apreciar que generan la obra literaria en general y la griega antigua en particular, puede verse sobre todo en los tres largos capítulos introductorios, que ocupan una parte importante del libro. Es además la razón por la que la obra, aunque dirigida especialmente a estudiosos del mundo grecorromano, puede ser de interés para los de cualquier otra literatura.”

La épica y los orígenes de la literatura griega entre la edad oscura y el siglo VIII a.C., el período hexamétrico y el problema cronológico de Homero, la construcción de una edad heroica en  sus poemas monumentales, la lengua homérica, las fórmulas de los recitadores y la improvisación oral, la función de la poesía, Hesíodo y la poesía sapiencial, la poesía epigráfica, la lírica monódica y la coral, la prosa teogónica y genealógica, la prosa filosófica, los logógrafos y los comienzos de la historiografía, el origen del teatro y su desarrollo institucional en la Atenas del siglo V, las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, la comedia de Aristófanes, la lírica de Píndaro y Baquílides, la historiografía de Heródoto a Jenofonte, la oratoria de Lisias, Demóstenes e Isócrates, Platón y el apogeo del diálogo filosófico en el siglo IV a.C., Aristóteles y sus escritos sobre ética, política y retórica son objeto de estudio en las apretadas páginas de esta magnífica Introducción a la literatura griega de Javier de Hoz. 

Una soberbia obra que demuestra que no hace falta un volumen descomunal para abordar con rigor y profundidad un panorama tan amplio y tan complejo como el de la literatura griega de las épocas arcaica y clásica. Bastan estas casi cuatrocientas páginas, que incluyen una bibliografía actualizada, cuatro mapas y un útil índice onomástico, para trazar una completa síntesis de la literatura griega entre los siglos VIII y IV a.C.

Santos Domínguez