James Joyce.
Dublineses.
Ilustraciones de Javier García Iglesias.
Traducción de Susana Carral.
Reino de Cordelia. Madrid, 2022.
Esta vez no había esperanza para él; era el tercer derrame cerebral. Noche tras noche había pasado frente a la casa (estaba de vacaciones) y observaba el cuadrado de luz de la ventana; y noche tras noche comprobaba que la iluminación era prácticamente la misma. Pensé que, si hubiera muerto, vería el reflejo de las velas en la contraventana oscurecida, pues sabía que junto a la cabeza de un cadáver deben situarse dos velas. Me había dicho muchas veces: «No duraré mucho en este mundo», y sus palabras siempre me parecieron frívolas. Pero entonces supe que decía la verdad. Todas las noches, al mirar hacia la ventana, me repetía a mí mismo la palabra parálisis. Siempre me había sonado rara, como la palabra gnomon en Euclides y simonía en el catecismo. Pero ahora me parecía el nombre de algún ser maléfico y pecador. Me llenaba de miedo y a la vez deseaba acercarme más y observar su obra letal.
Así comienza en la traducción de Susana Carral, Las hermanas, el primero de los relatos de Dublineses, que publica Reino de Cordelia en una magnífica edición ilustrada por Javier García Iglesias, que en palabras del editor, Jesús Egido, “ilumina en blanco y negro ese Dublín sucio y atrasado de principios del siglo XX que describe Joyce. Lo hace a bolígrafo de tinta negra, como el carbón, mostrando su dominio para retorcer el realismo, para caricaturizarlo y atraparlo. Nunca herramienta tan humilde adquirió mayor nobleza.”
Las hermanas cumple una función de obertura y anuncia algunas de las líneas temáticas de Dublineses, que entre ese magnífico relato y el portentoso Los muertos ofrece un conjunto de quince cuentos ordenados según una estructura muy meditada que obedece a una pensada secuencia cronológica interna: infancia, adolescencia, madurez y vida social para componer la representación del fresco humano de una ciudad sórdida.
Su escritura fue para Joyce una liberación, un ejercicio de exorcismo de muchos demonios personales agrupados en torno a una ciudad y un país del que se había alejado antes de escribir estos relatos en Trieste y en Roma. Esa distancia física y emocional marca el tono de los textos, que tardaron en publicarse casi diez años. No aparecieron hasta 1914, tras un largo y tormentoso proceso editorial lleno de incidentes y de frustraciones.
Bajo la aparente levedad de estos cuentos en los que parece no ocurrir nada se oculta un mundo tempestuoso contemplado con una mirada corrosiva hacia el insoportable ambiente moral de Dublín. Porque estos relatos no pretenden ser una crónica naturalista de la ciudad y sus ambientes, sino algo más profundo y más complejo: “un capítulo de la historia moral de mi país”, como afirmó el propio Joyce, que aludió a que estas historias de parálisis colectiva con fondo autobiográfico, que no esconden ni lo trivial ni lo desagradable, tenían “el olor de los cubos de basura, de los hierbajos y los desperdicios.”
Ezra Pound escribió a propósito de Dublineses una muy elogiosa reseña en la que destacaba, por encima de su valor local, su sentido universal: “Nos ofrece Dublín como presumiblemente la ciudad es. No desciende a la farsa. No se nutre de la caricatura dickensiana. Nos ofrece las cosas como son, no sólo en el caso de Dublín, sino de cualquier ciudad. Basta borrar los nombres locales, unas pocas alusiones específicamente locales, y unos pocos hechos históricos del pasado, y sustituirlos por nombres locales distintos, por alusiones y acontecimientos diversos, y estas historias podrían volver a contarse de cualquier ciudad.”
Y si hay un relato que confirma, por encima de cualquier reduccionismo localista, esa universalidad de los materiales narrativos es el que cierra el volumen, Los muertos, que termina con estas memorables líneas:
Unos leves golpecitos en el cristal lo hicieron volverse hacia la ventana. Había vuelto a nevar otra vez. Adormilado, observó los copos, plateados y oscuros, caer en oblicuo, recortados contra la luz de la farola. Había llegado el momento de emprender su viaje hacia el oeste. Sí, la prensa tenía razón: la nieve afectaba a toda Irlanda. Caía por toda la oscura llanura central, sobre las colinas sin árboles, caía suavemente sobre la turbera del Bog of Allen y, más hacia el oeste, caía delicadamente sobre las olas rebeldes y oscuras del río Shannon. También caía en el solitario cementerio de la colina en el que habían enterrado a Michael Furey. Se amontonaba en las sinuosas cruces y lápidas, en las lanzas de la pequeña verja, en los desamparados espinos. Su alma se fue ensimismando poco a poco, mientras oía la nieve caer suavemente por todo el universo, caer suavemente, como el descendimiento de su mortalidad, sobre los vivos y los muertos.
En el sentido coherente que tiene la escritura de Joyce como un proceso de obra en marcha, Dublineses es el banco de pruebas del Ulises, la primera aparición de lugares y personajes que reaparecerán en la novela. Pero considerado en sí mismo, al margen de su posición en el proceso evolutivo de la narrativa joyceana, tiene un indiscutible como un conjunto narrativo fundamental en la literatura del siglo XX.
“No hay nada en la literatura actual que esté a su altura”, decía Ezra Pound en su reseña.
Santos Domínguez