7/4/08

París, Zola


Émile Zola.
París.
Introducción de Juan Bravo Castillo.
Traducción de Julio Gómez de la Serna.
Cabaret Voltaire. Barcelona, 2008.

París es un estudio humano y social de la gran ciudad. En el marco dramático de una conmovedora historia de ayer y de hoy, se agitan la inmensa muchedumbre, los dichosos y los hambrientos, todos los mundos: el mundo del trabajo manual, el mundo del trabajo intelectual, el mundo de la política, el mundo de las finanzas, el mundo de los ociosos y del placer. Todo ello en un París, centro de los pueblos, ciudad civilizadora, iniciadora y liberadora.

En esos términos resumía Émile Zola, en un anuncio promocional, una de sus últimas novelas, París, que cerraba en 1898 la serie Las tres ciudades. Las otras eran Lourdes y Roma y el hilo conductor que conecta la trilogía y los distintos ambientes y espacios urbanos es la figura del abate Pierre Froment, uno de los más acabados caracteres de la novelística de Zola.

París apareció, primero por entregas, luego en un volumen, en un momento crucial de la historia social, política y cultural de Europa y el abate Froment es un reflejo de las contradicciones de aquel fin de siglo en crisis de creencias, de políticos corruptos y convulsiones sociales.

Aunque técnicamente responde a las características del Naturalismo, por su voluntad totalizadora, su preferencia por el mosaico colectivo o el ímpetu documental sobre la realidad inmediata, Zola ha abandonado a estas alturas el pesimismo naturalista y descartado la caridad cristiana y la rabia anarquista para convertirse en un apóstol de la utopía socialista y defender la justicia social a través de esta trilogía esperanzada, reivindicativa y contemporánea de su Yo acuso sobre el affaire Dreyfus.

Esa voluntad de reflejar la totalidad de lo real da lugar a una visión del París finisecular como un lugar de enormes contrastes, en donde coexisten la miseria de los bajos fondos y el lujo de los salones aristocráticos o los ambientes selectos del placer y el consumo:

Aquella mañana, hacia finales de enero, el abate Pierre Froment, que tenía que decir una misa en el Sacré-Coeur, de Montmartre, se hallaba desde las ocho en la Butte, frente a la basílica. Y antes de entrar contempló un instante París, cuyo inmenso océano se extendía a sus pies. Después de dos meses de un frío terrible, de nieves y heladas, la ciudad aparecía anegada en un deshielo triste y tembloroso. Del vasto firmamento color de plomo caía la tristeza de una espesa niebla. Toda la parte este de la ciudad, los barrios de miseria y de trabajo, parecían sumergidos en rojizas humaredas, en las que se adivinaba el hálito de los talleres y las fábricas, mientras que hacia el oeste, hacia los barrios de riqueza y bienestar, la abrumadora niebla se aclaraba y no era ya más que un velo de vapor fino e inmóvil. Se adivinaba apenas la línea curva del horizonte; el campo ilimitado de las casas aparecía como un caos de piedras, sembrado de charcas, que llenaban los huecos de un vaho descolorido, y sobre las que se destacaban las crestas de los edificios y de las calles altas, de un negro de hollín. Un París de misterio, velado por nubarrones, como sepultado en las cenizas de alguna catástrofe, medio enterrado ya en el sufrimiento y en la vergüenza de lo que su inmensidad ocultaba.

(...)

Había terminado la dura jornada, el París del placer se iluminaba, empezaba la noche de fiesta. Los cafés, los restaurantes, los bares, centelleaban, mostraban detrás de las lunas sus mostradores de metal claro, sus mesitas blancas, la tentación de las bellas frutas y de las cestas de ostras, en sus puertas. Y aquel París que se despertaba así, con los primeros faroles de gas, estaba sobrecogido ya por una alegría de goce, cediendo al apetito desencadenado de todo lo que se compra.

Una ciudad de luces y sombras en donde conviven en el terreno individual la solidaridad y el egoísmo, la crueldad y el idealismo como el del abate Froment, que al lector español le parecerá, además de un personaje admirable, un antecedente del San Manuel Bueno unamuniano, una figura que a la vista de las siguientes líneas quizá le deba más a Zola que a Kierkegaard:

Sacerdote sin creencias, velando por las creencias de los demás, sirviendo casta y honradamente su profesión, con la tristeza altiva de no haber podido renunciar a su inteligencia como había renunciado a su carne de enamorado y a su ensueño de salvador de los pueblos, permanecía al menos en pie, con una grandeza solitaria y arisca. Y aquel negador desesperado, que había tocado el fondo de la nada, conservaba una actitud tan elevada y tan grave, aromada de una bondad tan pura, que en su parroquia de Neuilly tenía fama de ser un santo amado de Dios, cuyas oraciones conseguían milagros. Era el modelo; sólo tenía el gesto del sacerdote, sin el alma inmortal, como un sepulcro vacío en el que no quedase ni siquiera la ceniza de la esperanza; y mujeres dolorosas, parisienses que derramaban lágrimas, lo adoraban, besaban su sotana; y una madre torturada, que tenía a su hijo en la cuna en peligro de muerte, suplicaba que pidiese su curación a Jesús, segura de que Jesús se la concedería, en aquel santuario de Montmartre, donde llameaba el prodigio de su corazón encendido de amor.

La primera traducción fiable al español (hubo otra anterior que dejaba mucho que desear), que es la que recupera ahora Cabaret Voltaire, con una introducción de Juan Bravo Castillo, apareció en 1933 en la vieja colección de Clásicos Aguilar, firmada por Julio Gómez de la Serna. Una traducción espléndida que, excepto en una reedición mutilada de 1975, no se había vuelto a poner al alcance de los lectores, de modo que la versión íntegra de este París tiene tanto de recuperación de la novela como de rehabilitación de la traducción.

En todo caso, una labor imprescindible esta de recuperar una novela que representa una clara inflexión en el tono de Zola, que cierra la novela con esta otra visión, final y tan distinta, de París por parte del protagonista:

Pierre se quedó muy impresionado y le vino nuevamente a la memoria la idea de la cuba gigantesca, abierta, de una a otra punta del horizonte, donde iba a nacer el siglo futuro, de la extraordinaria mezcla de lo bueno y de lo malo. Pero ahora, por encima de las pasiones, de los vicios, de las ambiciones, de los residuos, veía el colosal trabajo realizado, el heroico esfuerzo manual, en el fondo de los talleres y de las fábricas, el glorioso recogimiento de la juventud intelectual, que él sabía en plena labor, estudiando en silencio sin perder ninguna conquista de sus antecesores, deseando ampliar su dominio. Y era la exaltación de París, todo el porvenir que se elaboraba en su enormidad y que se difundiría en un resplandor de amanecer. Si el pueblo antiguo había tenido Roma, ahora agonizante, París reinaba soberanamente sobre los tiempos modernos; era actualmente el centro de los pueblos, en ese movimiento continuo que los lleva de civilización en civilización, con el sol, de oriente a occidente. Era el cerebro; todo un pasado de grandezas le había preparado para ser entre las ciudades la iniciadora, la civilizadora y la libertadora. Ayer lanzaba a las otras naciones el grito de libertad; mañana las aportaría la religión de la ciencia, la justicia, la nueva fe esperada por las democracias. Era también la bondad, la alegría y la dulzura, el ansia de saberlo todo y la generosidad de darlo todo. En París, entre los obreros de sus barrios, los aldeanos de sus campos, había recursos infinitos, reservas de hombres, de las que el porvenir podría disponer inagotablemente. Y el siglo acababa en él y empezaría otro que se desarrollaría por él, y todo el rumor de su prodigiosa labor, todo su resplandor de faro dominando la tierra, todo cuanto salía de sus entrañas entre truenos, borrascas, claridades triunfales, no brillaría sino con la luz final de la que estaría hecha la felicidad humana.

Y en contraste con la niebla y el frío del principio, esta explosión de luz de un París luminoso, sobre el que cae

el sol oblicuo inundando la inmensidad de París con un polvillo de oro. Pero, esta vez, no era ya la siembra, el caos de techumbres y monumentos como una oscura tierra de labor roturada por algún arado gigantesco, y el divino sol, arrojando a puñados sus rayos, semejantes a granos de oro, cuyo vuelo caía desde todas partes. Y tampoco era ya la ciudad con sus barrios diferentes, al Este los barrios trabajadores, nublados de grises humaredas; al Sur los barrios estudiosos, de una serenidad lejana; al Oeste los barrios ricos, amplios y claros, y en el centro los del comercio, con sus calles sombrías. Parecía que un mismo impulso vital, que una misma primavera había cubierto la ciudad entera, armonizándola, convirtiéndola en un mismo campo sin límites, rebosante de la misma fecundidad. Trigo, trigo por todas partes, todo un infinito de trigo cuya oleada de oro se movía de un extremo a otro del horizonte y el sol oblicuo bañaba así París entero, con idéntico esplendor. Y era realmente la cosecha después de la siembra.
(...)
París flameaba, sembrado de luz por el divino sol, acarreando en su gloria la cosecha futura de verdad y de justicia.


Santos Domínguez