David Castillo y Marc Sardá.
Conversaciones con José “Pepín” Bello.
Anagrama. Barcelona, 2007.
Conversaciones con José “Pepín” Bello.
Anagrama. Barcelona, 2007.
No sé si el más recalcitrante, como decía Vila-Matas, pero sí es seguramente el ágrafo más famoso de la historia de la literatura española contemporánea. Y desde luego el más curioso y el más raro.
Estas Conversaciones con Pepín Bello de David Castillo y Marc Sardá que publica Anagrama recogen la memoria viva de un hombre al que con 103 años a cuestas se le sigue llamando Pepín. Otra rareza. Y otra, no menor, que hace poco se le concediera la medalla a las Bellas Artes.
Memoria que no es sólo la de su palabra oral, es también la memoria gráfica recogida en las 65 fotografías incorporadas al libro. Entre ellas, la famosa foto del homenaje a Góngora en el Ateneo de Sevilla. Esa foto la hizo Pepín Bello, que ingresó en la Residencia de Estudiantes a los 11 años y conoció allí a Emilio Prados. Así de sosas son las cosas.
Memoria que es a veces la memoria prodigiosa de un centenario y otras veces la memoria simple de un chismoso. El memorial de afectos y lealtades de un Pepín Bello que, como un abuelo Cebolleta, ha contado mil veces la misma batalla, salpicada a veces de abundantes errores como los relativos a la situación académica de Lorca cuando entró en la Resi. Y otros, ya no sé si errores o caprichos, como adscribir a Guillén o Salinas al Novecentismo sólo porque le parecen mucho más viejos que Lorca.
Memoria de la indisimulada antipatía hacia Luis Cernuda, del desprecio de un superrrealismo que a Bello le parece la más intranscendente de las vanguardias, es también la memoria del hombre contradictorio que se atribuye el invento de los carnuzos y los putrefactos, de quien se siente menospreciado porque Buñuel no lo incluyera en los títulos de crédito de Un chien andalou y a la vez reconoce una y otra vez que él no era nadie.
Un ágrafo, ya lo decíamos, que tampoco fue muy lector. Lo que sabe, lo que cuenta Pepín Bello, viene de la tradición oral de la anécdota, la facecia, la conferencia o el teatro de una época en la que coincidieron escritores de tres momentos generacionales: el 98 de Unamuno y Baroja, el grupo del 14, con Juan Ramón Jiménez y Azaña, o el 27 de Buñuel, Dalí o Lorca.
Considerarle icono o protagonista del 27 es una hipérbole sin sentido. Incluso tomarle por miembro del grupo no deja de ser un exceso que no admite el menor filtro razonable.
Santos Domínguez