Iván Turguéniev.
La reliquia viviente.
Prólogo de José Manuel Prieto.
Traducción de Fernando Otero.
Atalanta. Gerona, 2007.
La reliquia viviente.
Prólogo de José Manuel Prieto.
Traducción de Fernando Otero.
Atalanta. Gerona, 2007.
Con traducción de Fernando Otero y prólogo de José Manuel Prieto, Ediciones Atalanta publica en la serie Ars brevis una cuidada selección de los Apuntes de un cazador de Iván Turguéniev (1819-1883), con el título de uno de los relatos, La reliquia viviente.
Junto con los otros cinco cuentos de este volumen, en 1852 inauguraban no sólo la obra de Turguéniev sino toda una etapa de la literatura rusa, que culminaría en Dostoievski, Tolstoi y Chejov.
Bloom destacaba la belleza inquietante de estos relatos, lo mejor de la obra de Turguéniev según Tolstoi, unos relatos por los que no parece haber pasado el tiempo, como afirma José Manuel Prieto en su prólogo.
Los paisajes de la estepa y las vidas miserables de los siervos de la gleba son los ejes temáticos de estos textos que representan el momento en que se pasa del ensueño y la idealización romántica a la observación y la denuncia que practicó el realismo. Y no es que con Turguéniev desaparezca el sentimentalismo. No desaparece, pero se reorienta y pasa de lo individual a lo colectivo, de lo personal a lo social.
Maestro de Tolstoi y Dostoievski, acabó enemistado con ambos, a punto de batirse en duelo con uno y caricaturizado por el otro en Los demonios.
Estos Apuntes, a medio camino entre el libro de viajes y la colección de relatos, quedan articulados por la figura del cazador y la presencia de un bosque que alcanza con Turguéniev la categoría de realidad estética.
Esbozos del natural, en los que paisaje y personaje se funden con un lenguaje lleno de sutileza y fuerza, tuvieron un enorme impacto social en su momento. Al parecer, la denuncia de las condiciones de vida de los siervos tuvo mucho que ver con que Alejandro II, lector demorado de estos Apuntes, firmara el decreto que los emancipó en 1861.
José Manuel Prieto destaca en su introducción el carácter seminal de Turguéniev, no sólo en la literatura rusa sino en autores norteamericanos como Sherwood Anderson o Willa Cather, en Galdós o la Pardo Bazán, o en el sentimiento de la naturaleza que aparece en el Hemingway de El río de los dos corazones.
Ese carácter precursor es muy evidente en El prado de Bezhin, que, centrado en los miedos atávicos de la niñez, inaugura la literatura infantil rusa, o en La reliquia viviente, que parece anticipar un siglo antes a Funes el memorioso.
Hamlets y Quijotes, los que dudan y los que buscan, son los dos tipos de personas, de personajes de los cuentos de quien aprendió tanto de Shakespeare y de Cervantes. Vulnerables y vivos, integrados en la belleza del paisaje, esos personajes otorgan a estos textos la sensación de frescura que no han perdido después de siglo y medio. Algunos de ellos como el inolvidable e iluminado Chertopjanov, presente en dos relatos, es una de esas creaciones que bastarían para colocar a Turguéniev como uno de los grandes.
Un genio elegante le llamó Henry James, otro genio elegante que sabía de qué iba esto.
Junto con los otros cinco cuentos de este volumen, en 1852 inauguraban no sólo la obra de Turguéniev sino toda una etapa de la literatura rusa, que culminaría en Dostoievski, Tolstoi y Chejov.
Bloom destacaba la belleza inquietante de estos relatos, lo mejor de la obra de Turguéniev según Tolstoi, unos relatos por los que no parece haber pasado el tiempo, como afirma José Manuel Prieto en su prólogo.
Los paisajes de la estepa y las vidas miserables de los siervos de la gleba son los ejes temáticos de estos textos que representan el momento en que se pasa del ensueño y la idealización romántica a la observación y la denuncia que practicó el realismo. Y no es que con Turguéniev desaparezca el sentimentalismo. No desaparece, pero se reorienta y pasa de lo individual a lo colectivo, de lo personal a lo social.
Maestro de Tolstoi y Dostoievski, acabó enemistado con ambos, a punto de batirse en duelo con uno y caricaturizado por el otro en Los demonios.
Estos Apuntes, a medio camino entre el libro de viajes y la colección de relatos, quedan articulados por la figura del cazador y la presencia de un bosque que alcanza con Turguéniev la categoría de realidad estética.
Esbozos del natural, en los que paisaje y personaje se funden con un lenguaje lleno de sutileza y fuerza, tuvieron un enorme impacto social en su momento. Al parecer, la denuncia de las condiciones de vida de los siervos tuvo mucho que ver con que Alejandro II, lector demorado de estos Apuntes, firmara el decreto que los emancipó en 1861.
José Manuel Prieto destaca en su introducción el carácter seminal de Turguéniev, no sólo en la literatura rusa sino en autores norteamericanos como Sherwood Anderson o Willa Cather, en Galdós o la Pardo Bazán, o en el sentimiento de la naturaleza que aparece en el Hemingway de El río de los dos corazones.
Ese carácter precursor es muy evidente en El prado de Bezhin, que, centrado en los miedos atávicos de la niñez, inaugura la literatura infantil rusa, o en La reliquia viviente, que parece anticipar un siglo antes a Funes el memorioso.
Hamlets y Quijotes, los que dudan y los que buscan, son los dos tipos de personas, de personajes de los cuentos de quien aprendió tanto de Shakespeare y de Cervantes. Vulnerables y vivos, integrados en la belleza del paisaje, esos personajes otorgan a estos textos la sensación de frescura que no han perdido después de siglo y medio. Algunos de ellos como el inolvidable e iluminado Chertopjanov, presente en dos relatos, es una de esas creaciones que bastarían para colocar a Turguéniev como uno de los grandes.
Un genio elegante le llamó Henry James, otro genio elegante que sabía de qué iba esto.
Santos Domínguez