Años antes de que yo naciera, mi tío Isidro fue llamado a filas para defender a tiros las últimas posesiones del imperio.
Decenas de miles de hijos del emperador fueron reclutados en las vastas tierras del interior y enviados a las lejanas colonias de ultramar. Los pastores dijeron adiós a sus montañas y a sus perros, los campesinos abandonaron el arado y los bueyes, los golfillos se despidieron de las billeteras y las comisarías. «Restaurar el honor mancillado de nuestro pueblo». «Proteger los logros de la civilización». Desde la gloriosa época de la conquista, ninguna generación gozó como ellos de la oportunidad de dar su sangre por causas tan elevadas.
Después de un viaje en vagones de tren que duró días y de un viaje en bodegas de barco que duró semanas, arribaron a un luminoso puerto del trópico. Los edificios blancos resplandecían al sol. En la bocana, flanqueada por dos garitas vigía, se enseñoreaban los trapos coloreados de nuestra patria. Por entre las almenas de las murallas asomaban los cañones de bronce bruñido. Posados en ellos, unos pajarones desgarbados y jibosos, de plumas verdes y pico negro, escrutaban la espuma de las olas y emitían un incesante «ñac-ñac».
Los reclutas formaron en la plaza y se les ordenó que dejaran la ropa en las losas. Les lavaron el vómito del barco a baldazo limpio, con un agua de mar tan salada y tan caliente que desinfectaba las heridas y reblandecía los callos de los pies. Les cortaron el pelo al cero y los médicos comprobaron que todos tenían la dentadura completa y dos testículos, y cinco dedos en cada mano y en cada pie. Así, tal como vinieron al mundo, entraban ahora en el Mundo Nuevo. Y para que fueran por completo unos hombres nuevos, les entregaron una gorra de plato, una blusa y un pantalón, un cinto de caña trenzada, un par de botas, una pastilla de jabón y diez céntimos para tabaco.
Con esas líneas intensas, llenas de crudeza y de ironía, empieza la última novela de José Marzo (Madrid, 1967), Viento en los oídos, que publica ACVF Editorial.
Autor de varias novelas y de tres volúmenes de relatos reunidos en la trilogía Aurora, que publicó esta misma editorial, José Marzo aborda en Viento en los oídos la historia novelada y verosímil de unos años convulsos, los que van desde la guerra de Cuba y el desastre del 98 a la guerra civil, con episodios intermedios como la guerra del Rif.
La crudeza y la ironía de las primeras líneas son algunas de las claves constantes de esta novela, en una mezcla que quizá pueda explicarse a partir de una reflexión como esta, que le hemos leído a su autor en un artículo en La Fábula Ciencia:
Quien siente el vacío de sus contemporáneos debe distanciarse y mirar el presente con la misma altura desde la que se contemplaría a sí mismo dentro de cincuenta años, dos siglos. Es una ilusión, pero permite alzar la cabeza y respirar.
Narración oral y fábula histórica, Viento en los oídos se ubica en Titulcia, una ciudad imaginaria con catedral y tranvía, telón de fondo de vidas como las de Isidro, Mercedes, Juan Expósito o don Silvestre, unos personajes bien trazados y cuyas existencias individuales, en un ambiente de violencia agazapada, se cruzan en un destino común para trazar el entramado colectivo del que son protagonistas y víctimas.
Por eso, a medida que avanza, la narración gana solidez y hace que aumente el interés del lector por una novela consistente en la que cada uno de esos hilos acaba cumpliendo una función en el conjunto de una obra habitada – como la historia- por personajes de individualidad profunda y contradictoria.
En otro lugar, ha escrito José Marzo unas palabras que resumen el sentido último de su novela: Registrar hoy las injusticias del pasado es un aviso para el presente y una advertencia lanzada desde el futuro.
Una novela que termina así:
Así pasaron los años. Todo pasa, aunque no he visto que el tiempo acabe poniendo a cada cual en su lugar. Algunos tienen más de lo que se merecen, muchos carecen de lo que necesitan. Nunca olvidé ni los cuatro números ni las cuatro letras aprendidas en mi infancia, ni el beso del cariño ni la mano de la amistad. Y por fin he hecho lo que un día me prometí cumplir: una de esas promesas que no se pueden decir hasta que no se han realizado. Tan sólo me prometí contar algún día la experiencia de mi tío Isidro. Para que lo lea quien lo pueda leer, para que lo escuche quien lo quiera escuchar. Para que no caiga en el olvido. Y la he contado sin apartarme un solo punto de la verdad que fluye por debajo de la historia y que seguimos oyendo cuando el viento nos sopla en los oídos.
Decenas de miles de hijos del emperador fueron reclutados en las vastas tierras del interior y enviados a las lejanas colonias de ultramar. Los pastores dijeron adiós a sus montañas y a sus perros, los campesinos abandonaron el arado y los bueyes, los golfillos se despidieron de las billeteras y las comisarías. «Restaurar el honor mancillado de nuestro pueblo». «Proteger los logros de la civilización». Desde la gloriosa época de la conquista, ninguna generación gozó como ellos de la oportunidad de dar su sangre por causas tan elevadas.
Después de un viaje en vagones de tren que duró días y de un viaje en bodegas de barco que duró semanas, arribaron a un luminoso puerto del trópico. Los edificios blancos resplandecían al sol. En la bocana, flanqueada por dos garitas vigía, se enseñoreaban los trapos coloreados de nuestra patria. Por entre las almenas de las murallas asomaban los cañones de bronce bruñido. Posados en ellos, unos pajarones desgarbados y jibosos, de plumas verdes y pico negro, escrutaban la espuma de las olas y emitían un incesante «ñac-ñac».
Los reclutas formaron en la plaza y se les ordenó que dejaran la ropa en las losas. Les lavaron el vómito del barco a baldazo limpio, con un agua de mar tan salada y tan caliente que desinfectaba las heridas y reblandecía los callos de los pies. Les cortaron el pelo al cero y los médicos comprobaron que todos tenían la dentadura completa y dos testículos, y cinco dedos en cada mano y en cada pie. Así, tal como vinieron al mundo, entraban ahora en el Mundo Nuevo. Y para que fueran por completo unos hombres nuevos, les entregaron una gorra de plato, una blusa y un pantalón, un cinto de caña trenzada, un par de botas, una pastilla de jabón y diez céntimos para tabaco.
Con esas líneas intensas, llenas de crudeza y de ironía, empieza la última novela de José Marzo (Madrid, 1967), Viento en los oídos, que publica ACVF Editorial.
Autor de varias novelas y de tres volúmenes de relatos reunidos en la trilogía Aurora, que publicó esta misma editorial, José Marzo aborda en Viento en los oídos la historia novelada y verosímil de unos años convulsos, los que van desde la guerra de Cuba y el desastre del 98 a la guerra civil, con episodios intermedios como la guerra del Rif.
La crudeza y la ironía de las primeras líneas son algunas de las claves constantes de esta novela, en una mezcla que quizá pueda explicarse a partir de una reflexión como esta, que le hemos leído a su autor en un artículo en La Fábula Ciencia:
Quien siente el vacío de sus contemporáneos debe distanciarse y mirar el presente con la misma altura desde la que se contemplaría a sí mismo dentro de cincuenta años, dos siglos. Es una ilusión, pero permite alzar la cabeza y respirar.
Narración oral y fábula histórica, Viento en los oídos se ubica en Titulcia, una ciudad imaginaria con catedral y tranvía, telón de fondo de vidas como las de Isidro, Mercedes, Juan Expósito o don Silvestre, unos personajes bien trazados y cuyas existencias individuales, en un ambiente de violencia agazapada, se cruzan en un destino común para trazar el entramado colectivo del que son protagonistas y víctimas.
Por eso, a medida que avanza, la narración gana solidez y hace que aumente el interés del lector por una novela consistente en la que cada uno de esos hilos acaba cumpliendo una función en el conjunto de una obra habitada – como la historia- por personajes de individualidad profunda y contradictoria.
En otro lugar, ha escrito José Marzo unas palabras que resumen el sentido último de su novela: Registrar hoy las injusticias del pasado es un aviso para el presente y una advertencia lanzada desde el futuro.
Una novela que termina así:
Así pasaron los años. Todo pasa, aunque no he visto que el tiempo acabe poniendo a cada cual en su lugar. Algunos tienen más de lo que se merecen, muchos carecen de lo que necesitan. Nunca olvidé ni los cuatro números ni las cuatro letras aprendidas en mi infancia, ni el beso del cariño ni la mano de la amistad. Y por fin he hecho lo que un día me prometí cumplir: una de esas promesas que no se pueden decir hasta que no se han realizado. Tan sólo me prometí contar algún día la experiencia de mi tío Isidro. Para que lo lea quien lo pueda leer, para que lo escuche quien lo quiera escuchar. Para que no caiga en el olvido. Y la he contado sin apartarme un solo punto de la verdad que fluye por debajo de la historia y que seguimos oyendo cuando el viento nos sopla en los oídos.
Mayra Vela Muzot