26/10/07

Península pentagonal



Mario Praz.
Península pentagonal.
La España antirromántica.

Traducción de Manuel Vicente Rodríguez Alonso.
Almuzara. Córdoba, 2007.


En su serie Noche Española, que recoge la mirada extranjera de distintos escritores sobre España, Almuzara publica Península pentagonal, de Mario Praz (1896-1982), uno de los más interesantes ensayistas italianos del siglo XX.

Es la primera vez que se publica en español este libro con la visión que Praz ofreció de España en 1928, tras el viaje que hizo dos años antes, y ocho años después de la primera España negra de Solana. Una versión cáustica y agresiva que suavizó en la versión revisada de 1955, que es la que se ha utilizado como base de la edición española.

Subtitulada La España antirromántica, el propio autor lo define como un libro pintoresco que intenta desenmascarar la leyenda del pintoresquismo español. El propósito de ir más allá del tópico, de ver lo otro, como destacó Eugenio Montale en la reseña de este libro.

Con el despego irónico y la distancia del anglista que habla del sur, Praz elabora en este libro una contraguía que rompe los tópicos que se habían venido repitiendo sobre España desde los viajes de los románticos franceses Merimée y Gautier o, luego, aquel primer Barrès, desorientado y superficial.

Una desmitificación que ridiculiza y combate el pintoresquismo castizo y va siempre más allá de la superficialidad del turista que llega con las ideas preconcebidas de plazas con naranjos y pasiones y rejas, con guitarras y caballistas y un fondo de jardines y callejones:

Si existe en Europa un país donde menos se cumpla el requisito capital de lo pintoresco, la rápida sucesión de muy variados efectos, ese país es España.

La primera imagen no puede ser más impactante: en Vizcaya, en un paseo, las señoras llevan bajo el brazo lechones con cintas de colores. Una romería en Alcalá de Guadaira, con cigarras y castañuelas, un prostíbulo malagueño, una procesión en Sevilla o una corrida en Barcelona describen con agresividad un país sórdido y a unos españoles que son gente positiva y practican la civilizada virtud de la pereza y la superficialidad:.

Aquí hablaba Luis de León, aquí, todavía ayer, hablaba Miguel de Unamuno. ¿Ofrecen su mensaje los caracteres grabados en los bancos? No: los estudiantes de Luis de León, como los estudiantes de Unamuno, sólo han grabado sus propios nombres y los usuales garabatos idiotas u obscenos. ¿Para quién agitaba el sacerdote su bandera? ¿Para quién pronunció su palabra el profesor del siglo XVI o el del siglo XX?

Para una España monótona que se refleja en los colores de tierra seca de su pintura, del Greco a Goya, en la arquitectura repetitiva de El Escorial y en la noche oscura de San Juan de la Cruz, en la gastronomía o en los espectáculos públicos de la Semana Santa sevillana y en una corrida de toros vista con decepción y sufrida con aburrimiento por una joven norteamericana. Ese episodio le sirve a Praz para redactar sobre la tauromaquia un interesante capítulo que es un ensayo de interpretación simbólica y antropológica de ese rito de sangre, voluptuosidad y muerte.

Y si como en todo rito lo fundamental es la reiteración de determinados actos, la monotonía vuelve a ser una señal de la vida española, del carácter de los españoles o de sus manifestaciones artísticas. De ahí la visión despectiva de la Alhambra como exponente de un arte frágil y decepcionante, perfecto en su monotonía como las telarañas, las colmenas y los cristales de la nieve. Un arte inmóvil e impersonal que tiene su continuación en el plateresco de San Juan de los Reyes, en el barroco escurialense o en la Sagrada Familia, expresiones renovadas de la monotonía de lo español.

Tras eso, y como contrapunto humorístico e irónico, el memorable retrato grotesco de Mr. Cockerell, uno de esos inglesitos españolizados que tanto abundaron en la Andalucía de la primera mitad del XX, o el episodio esperpéntico de un milagro segoviano en Domingo de Pasión.

Y en un nuevo giro inesperado, otro cambio de tono para elaborar un triunfo de la muerte en la visión del arzobispo Carranza o imaginar un diálogo entre Calleancha y Puertaestrecha sobre el tratado sanjuanista de Baruzzi y sobre el misticismo en la pintura del Greco.

Un último capítulo sobre la devoción mariana como peculiaridad española completa este estupendo baedecker corrosivo y profundo, este relato de una decepción, como subraya Juan Bonilla en su epílogo.

Santos Domínguez