26/12/06

Los ojos de Davidson




H.G. Wells.
Los ojos de Davidson.
Traducción de José Luis López Muñoz.
Prólogo de Alberto Manguel.
Atalanta. Barcelona, 2006.


Casandra en Inglaterra titula Alberto Manguel su brillantísima introducción a Los ojos de Davidson, la colección de relatos fantásticos de H. G. Wells (1866-1946) que publica la editorial Atalanta en su colección Ars brevis.

Habla en ella, y de ahí la alusión a la sibila, de la visión profética de Wells. No voy a entrar en su capacidad visionaria como autor de ciencia ficción, porque sus contemporáneos no le leyeron así en una época en la que ni siquiera estaba inventado el género. Quiero, sin embargo, destacar algo especialmente sorprendente en estos magníficos cuentos: sus premoniciones y su carácter precursor, su capacidad de abrir territorios para la imaginación narrativa.

Ya ocurría en La isla del doctor Moreau, a la que debe tanto La invención de Morel de Bioy Casares, y ocurre en muchos de estos relatos.

Los ojos de Davidson
trata un tema del que dan otras versiones La trama celeste de Bioy Casares y El cuento más hermoso del mundo de Kipling sobre el cruce de espacios y tiempos de universos distintos.

El Sur de Borges y La noche boca arriba de Cortázar recuerdan la trama de Bajo el bisturí. Y en algunas de las Crónicas marcianas de Bradbury parece seguir brillando El astro.

Escribe Manguel sobre ese fondo inconsciente del que se nutre la obra de Wells para proyectarse hacia el futuro:

Wells poseyó una visión profética, al menos en el sentido de que previó nuestra lenta y ciega carrera hacia la autodestrucción, y la facilidad con que volvemos a conductas terribles y bestiales, a nuestros temores prehistóricos y a nuestros prejuicios inmemoriales. (...) Para Wells, nuestros límites son físicos e intelectuales, pero podemos ampliarlos por medio de un intelecto más sofisticado y una ética más aguda que nos permitirá evitar las trampas de la mentira y ser generosamente honestos con nosotros mismos y con nuestros congéneres.

Wells quiso ser un novelística crítico, satírico y filosófico, en la estela de Voltaire y de los librepensadores del siglo XVIII. Con esa voluntad y esos modelos empezó a escribir ficciones científicas y ensayos filosóficos. Fueron años penosos en los que no conseguía publicar lo mucho que escribía: varias novelas y cuentos, poesía y prosa cómica, algún ensayo.

Así hasta que pudo publicar en 1895 La máquina del tiempo, cuyo éxito avaló la edición posterior de La isla del doctor Moreau, El hombre invisible, La guerra de los mundos, Los primeros hombres en la Luna, El alimento de los dioses, y una serie de magníficos cuentos, algunos de los cuales se recogen en este volumen.

El país de los ciegos es uno de los más conocidos relatos de Wells, quizá el más inolvidable. Alberto Manguel lo considera tan inimitable que no le otorga descendencia conocida y lo entronca con el inconsciente colectivo. Sin ánimo de rectificar a ese lector, uno de los más inteligentes y sólidos que uno ha conocido, a mí me parece que están en germen, en el cuento o en ese inconsciente del que surge, el Informe sobre ciegos de Sábato y la epidemia del Ensayo sobre la ceguera de Saramago.

Wells publicó una primera versión de ese cuento en 1904. Treinta y cinco años después modificó el desenlace y dio esta explicación a sus lectores:

Siempre he tenido un sentimiento incómodo acerca de este cuento; lo he recorrido mentalmente en la cama, durante mis paseos y en otras ocasiones inadecuadas, hasta que por fin puse manos a la obra y le di un enfoque enteramente nuevo [...]. La idea central, que un hombre con vista va a caer en un valle de ciegos y comprueba la falsedad del dicho “En el país de los ciegos el tuerto es rey”, sigue siendo la misma en ambas, pero el valor atribuido a la facultad de ver cambia profundamente. Lo he cambiado porque ha habido un cambio en la atmósfera del mundo que nos rodea. En 1904, el énfasis se ponía en el aislamiento espiritual de aquellos cuya visión era más clara que la de sus congéneres, y en la tragedia de su incomunicable apreciación de la vida. El visionario muere, un paria que no encuentra otra manera de liberarse de su don si no es con la muerte, y el mundo ciego continúa, invenciblemente seguro y satisfecho de sí mismo. Pero en la versión más reciente, la visión se convierte en algo mucho más trágico: ya no es una historia de belleza desatendida y de liberación; el visionario observa cómo la destrucción se abate sobre ese mundo ciego que por fin ha llegado a soportar y hasta a amar; lo ve claramente, y no puede hacer nada para salvarlo de su destino.

El joven Wells tenía un sentido optimista de la historia, pensaba que el hombre recorría un camino de perfección. Con el paso del tiempo conoció las experiencias desoladoras de dos guerras mundiales y cuando murió en 1946 compartía con el protagonista de El país de los ciegos el desaliento.

La irreprochable traducción de José Luis López Muñoz es, sin duda, uno de los valores añadidos de esta cuidada edición. El otro es el prólogo de Alberto Manguel, una iluminadora introducción a la narrativa de Wells y a sus anticipaciones y simbolismos.

Wells, que combatió por igual el nazismo, el comunismo y el cristianismo, es para los ingleses el primer escritor del siglo XX, para Wilde un Julio Verne científico y para Borges uno de los más admirables narradores de la historia de la literatura.

Santos Domínguez