Francisca Aguirre.
La herida absurda.
Bartleby Editores. Madrid, 2006.
La herida absurda.
Bartleby Editores. Madrid, 2006.
Una cita de Unamuno (Tinieblas es la luz donde hay luz sola) abre Negativos, la primera parte de La herida absurda, el intenso libro de poemas que Francisca Aguirre acaba de publicar en Bartleby Editores.
Está hecha esa primera parte de textos construidos con palabras escritas en voz alta y dichas con los dientes. Con fuerza oral, con la fuerza terminante que tiene el pulso rabioso de su verso cuando estalla en la maldición o en el látigo de las mujeres fuertes de la Biblia o en los versos de piedra de las tragedias de Esquilo. Aquellas mujeres en las que persistía la llama de la conciencia para convertirse a veces en antorcha de esperanza y otras en la pura raíz de los incendios.
Ante el ignominioso constructor de patrias y en un mundo de sangre y de espanto, Francisca Aguirre ensaya la distancia de la ironía y la descarta porque no se permite esa frialdad del distanciamiento sentimental ante los malos sueños. Y su voz no se anda con chiquitas ni con rodeos:
Ojalá que los dioses nos amparen
y se te pudra el semen en el bálano.
Es la voz de la mujer, de la madre terrible, la que habla en esos versos y grita y ruega por nosotros.
Ante los que todo lo ven claro, este libro es una pregunta sin contestar, una pregunta a la que sucede primero el silencio y luego una afirmación en la que aparecen la salvación de la música y de la infancia, la guitarra, el amor o el recuerdo, para mirar y cantar, como Machado nos enseña, también lo que se pierde.
Por eso la segunda parte, Transparencias, que es una consecuencia de la anterior, está escrita y dicha con otro tono, en el tono íntimo de la media voz o de la canción, en el recuerdo del tango de Cátulo Castillo del que sale el título de esta Herida absurda.
Pero Francisca Aguirre ha decidido no cerrar el ventanal, como propone el tango, sino asomarse a la ventana con temblor ante lo que vive y lo que pasa, herida en doliente hermandad con el mundo y con la vida.
Y entonces crece en el libro la nostalgia secreta, el afecto del diminutivo o el fulgor de la infancia, la guitarra de Paco de Lucía o la Tocata de Santiago de Murcia, lo que tiene nombre propio en la memoria y en el presente de las dedicatorias, la angustia que brilla en el vacío y un dolor que es abrigo y consuelo.
O la iluminación de algunas tardes en que brota inesperada la fuente oculta en la vena más honda del dolor, en su pureza clara, en la virtud germinativa de su jardín secreto y en la tibia transparencia de la palabra o la música.
Lenguaje y destino se dan cita en el libro como en el texto de Celan que abre la segunda parte, se funden en un estilo contundente y cuidado en el que desde lo coloquial va creciendo el poema, va ganando intensidad hasta culminar en los portentosos versos que cierran cada texto.
Este es el testimonio y el destino gozoso de quien siempre se ha negado a que el espanto la ponga de rodillas o la hunda en el desconsuelo, el destino de quien asume los agravios con gallarda altivez, para vivir y dar ejemplo y prescindir del odio.
Para decírnoslo en un libro tan bello y tan intenso como este, ante el que ahora hay que callar y releer y dar las gracias.
Está hecha esa primera parte de textos construidos con palabras escritas en voz alta y dichas con los dientes. Con fuerza oral, con la fuerza terminante que tiene el pulso rabioso de su verso cuando estalla en la maldición o en el látigo de las mujeres fuertes de la Biblia o en los versos de piedra de las tragedias de Esquilo. Aquellas mujeres en las que persistía la llama de la conciencia para convertirse a veces en antorcha de esperanza y otras en la pura raíz de los incendios.
Ante el ignominioso constructor de patrias y en un mundo de sangre y de espanto, Francisca Aguirre ensaya la distancia de la ironía y la descarta porque no se permite esa frialdad del distanciamiento sentimental ante los malos sueños. Y su voz no se anda con chiquitas ni con rodeos:
Ojalá que los dioses nos amparen
y se te pudra el semen en el bálano.
Es la voz de la mujer, de la madre terrible, la que habla en esos versos y grita y ruega por nosotros.
Ante los que todo lo ven claro, este libro es una pregunta sin contestar, una pregunta a la que sucede primero el silencio y luego una afirmación en la que aparecen la salvación de la música y de la infancia, la guitarra, el amor o el recuerdo, para mirar y cantar, como Machado nos enseña, también lo que se pierde.
Por eso la segunda parte, Transparencias, que es una consecuencia de la anterior, está escrita y dicha con otro tono, en el tono íntimo de la media voz o de la canción, en el recuerdo del tango de Cátulo Castillo del que sale el título de esta Herida absurda.
Pero Francisca Aguirre ha decidido no cerrar el ventanal, como propone el tango, sino asomarse a la ventana con temblor ante lo que vive y lo que pasa, herida en doliente hermandad con el mundo y con la vida.
Y entonces crece en el libro la nostalgia secreta, el afecto del diminutivo o el fulgor de la infancia, la guitarra de Paco de Lucía o la Tocata de Santiago de Murcia, lo que tiene nombre propio en la memoria y en el presente de las dedicatorias, la angustia que brilla en el vacío y un dolor que es abrigo y consuelo.
O la iluminación de algunas tardes en que brota inesperada la fuente oculta en la vena más honda del dolor, en su pureza clara, en la virtud germinativa de su jardín secreto y en la tibia transparencia de la palabra o la música.
Lenguaje y destino se dan cita en el libro como en el texto de Celan que abre la segunda parte, se funden en un estilo contundente y cuidado en el que desde lo coloquial va creciendo el poema, va ganando intensidad hasta culminar en los portentosos versos que cierran cada texto.
Este es el testimonio y el destino gozoso de quien siempre se ha negado a que el espanto la ponga de rodillas o la hunda en el desconsuelo, el destino de quien asume los agravios con gallarda altivez, para vivir y dar ejemplo y prescindir del odio.
Para decírnoslo en un libro tan bello y tan intenso como este, ante el que ahora hay que callar y releer y dar las gracias.
Santos Domínguez