18/12/06

El castillo alto




Stanislaw Lem.
El castillo alto.
Traducción de Andrzej Kovalski.
Funambulista. Madrid, 2006.



En un prólogo que quizá se hubiera entendido mejor como epílogo, un Lem incómodo y consciente de que escribir sobre la propia infancia es una actividad arriesgada, confiesa que se ha apartado de su objetivo inicial para acabar encontrando la voz de un extraño agazapado en el pasado infantil y en los callejones sin salida de la adolescencia:

¿Y el artista? ¿Encuentra lo que busca en el niño, afianzado en el pozo sin fondo de la excesiva libertad?

La literatura es, bien se sabe, cuestión de intensidad. Por eso El castillo alto, la autobiografía de Stanislaw Lem que publica la editorial Funambulista es mucho más que el relato de sus años de infancia y juventud durante el periodo de entreguerras. Como en Habla, memoria de Nabokov, estamos, más que ante un recuerdo organizado o un inventario, ante una narración que invoca a la memoria y a los sentidos, sobre todo a la mirada.

Lem construye de esa manera una narración sin centro, llena por igual de intensidad y de cabos sueltos, en la que el lector queda atrapado y confuso por la extraña mirada del que recuerda olores y objetos, pero no el rostro de su padre, la indumentaria o los atributos de su ejercicio médico, pero no su aspecto o sus gestos o su talante:

Me es más sencillo hablar de los objetos de mis primeros años de vida que de las personas.

Y durante muchas páginas el relato se convierte en la memoria de los espacios, de los sitios, de los objetos, sin que el narrador memorioso caiga aparentemente en la cuenta de esa rareza de no evocar ni recordar a las personas próximas a aquel niño. Estanterías, mesas, baúles, sillones, adornos parecen ser los únicos pobladores de la infancia. Naturalmente, acabarán personificados, sometidos a una inexplicable lógica en la que las ilustraciones de los tratados de anatomía, o los grabados de novelas eróticas, escrutados con clandestinidad de púber, sustituyen a las personas en su niñez solitaria de interiores:

Creía secretamente que los objetos inanimados no eran menos falibles que las personas.

El niño que fue Lem le interesa y le alarma, como alarmaba a su padre la destrucción sistemática de juguetes, unos actos nihilistas dignos de análisis freudianos que explicasen tan pertinaz destrucción de muelles y resortes, maquinarias y artilugios.

Aquellos impulsos destructivos y autodestructivos (Lem fue un niño al que le gustaba jugar a ahorcarse) se fueron templando y canalizando progresivamente, aunque a esas alturas del libro ningún lector se extraña de que aquella criatura que empezaba a ver las primeras películas de cine sonoro sólo recuerde las de monstruos.

Yo fui un monstruo, recuerda Lem. Y hay que darle la razón. Pues sí. Para qué vamos a andarnos con rodeos.

En todo caso aquel monstruo tiene cuando escribe el libro una intensa memoria espacial y sensorial y una evidente capacidad evocadora. Los recuerdos de compañeros de juegos o colegio son una pura memoria de objetos. El autor no recuerda una cara, pero sí una estría en el pupitre, un gramófono o la primera radio. Se enamora de la maestra y no recuerda su aspecto, pero sí sus nudillos golpeando la cabeza del compañero de pupitre.

La etapa adolescente del Instituto es en principio también un recuerdo de indumentarias y pupitres. Aparecen compañeros cuyos rostros normalmente no se recuerdan. Se recuerdan sus manos o sus mochilas. Pero las visiones de interior se amplían al exterior y en él aparece ya la referencia al Castillo alto:

El Castillo Alto era para nosotros lo que el Cielo es para el cristiano. Era el lugar adonde íbamos cuando se anulaba una clase porque el profesor se sentía de repente indispuesto, una de esas sorpresas maravillosas que el destino sólo brinda en señaladas ocasiones.

Y a partir de ese momento aparecen ya las caracterizaciones de personas. Los profesores del Instituto son descritos con mucha viveza de detalles físicos, con sus peculiaridades de carácter y sus manías, en un conjunto de magníficos retratos que recuerdan el expresionismo fellinianio de Amarcord. Es el momento de las primeras lecturas formativas y los primeros pasos literarios que contienen ya premoniciones de su ciencia ficción, la que culminaría en su excelente Solaris.

Pero los objetos vuelven una y otra vez a la memoria:

Entretanto, una caterva de objetos procedentes de mi casa y de las calles por las que caminé están llamándome a voces la atención. ¿Qué ocurre con los objetos y con los adoquines que nos rodean en la infancia para que nos resulten tan mágicos e irremplazables? ¿Desde dónde viene su voz para que dé fe de su existencia después de haber sido destruidos en la guerra y apilados en montones de basura? No mucho después de la época idílica que he presentado en estas páginas, los objetos inanimados fueron envidiados por su permanencia, puesto que día tras día la gente se fue yendo y de pronto todas aquellas cosas se quedaron huérfanas.

Y la memoria sigue mostrando sus limitaciones, sus resistencias, su vida propia:

Y la memoria sigue negándome el acceso allá donde deseo ir, dejándome acceder únicamente a otros lugares y nunca a los que deseo. Estúpida puerta cerrada con llave. Máquina soberana estúpidamente preocupada con su función y su tarea: recordar, preservar indeleblemente, permanentemente. Aunque eso tampoco es cierto. Morirá conmigo, guardián fanático, mísero tirano, burlón, rebelde, duro de mollera, tan invariable y al mismo tiempo tan incierto, despiadado y a la vez sensible, como una masa de carbón con la delicada impronta de una hoja. ¿Cómo puedo entender la memoria? ¿Cómo puedo aceptarla? ¿Redes neuronales, sinapsis, circuitos de McCulloch? No, no hay explicación en este sabio y absurdamente científico sentido; es inútil, hay que dejar que la memoria siga siendo lo que es. La memoria y yo somos un par de caballos que se observan con suspicacia, que tiran del mismo carruaje. Así que vamos allá, inseparable y desconocido compañero mío, mi enemigo, mi amigo.

Así se cierra El castillo alto que era la localización del paraíso efímero de la adolescencia y que sigue representando todo lo perdido y todo lo que persiste todavía en la memoria o en la imaginación en un libro inolvidable, escrito con una extraña mirada, distante y fría. Sale el lector de aquí intranquilo y desasosegado, herido por la primera frase del epílogo, que resume la pudorosa elegía por un extraño en el que pese a todo aún nos reconocemos:

Cuando yo era niño, no murió nadie.


Santos Domínguez