Justo Vila.
Lunas de agosto.
Los libros del Oeste. Badajoz, 2006.
Lunas de agosto.
Los libros del Oeste. Badajoz, 2006.
Justo Vila, que acaba de publicar Lunas de agosto en la editorial pacense Libros del Oeste, tiene ya una larga y acreditada trayectoria como historiador y novelista. Gran parte de su trabajo en ambos campos se ha centrado en la guerra civil, la posguerra y la represión en Extremadura.
Rigor histórico, valor documental y capacidad narrativa, se combinan en estas Lunas de agosto, que es una novela, no un tratado histórico pero tampoco una obra de imaginación. El mismo rigor que tiene Justo Vila como historiador lo utiliza narrativamente en Lunas de agosto. No se trata por tanto de que la novela se distinga de la historia por contar mentiras. Es una cuestión de tratamiento de la materia, de enfoque, no de mentiras.
El relato supone la actualización narrativa de la historia, con especial intensidad en su parte central, entre los días 13 y 15 de agosto de 1936, en los que tienen lugar la preparación y el desarrollo del asalto a los baluartes y brechas del recinto fortificado de Badajoz.
La crueldad del teniente coronel Yagüe y su deseo de escarmentar por adelantado y aterrorizar al resto de las poblaciones leales a la legalidad republicana, ocasionó una matanza que, junto con el bombardeo de Guernica, fue una de las mayores que sufrió la población civil durante la guerra.
El interés del autor por este tema arranca de un episodio que se cuenta al principio de la novela: una manifestación en los primeros años de democracia que al llegar a la Plaza de Toros Vieja, se para y se calla. Alguien le dijo entonces que allí habían matado a mucha gente.
El núcleo de estas Lunas de agosto lo constituyen, pues, los días anteriores y las primeras horas de la entrada en Badajoz de las columnas de Asensio y Castejón el 14 de agosto de 1936 y la madrugada de las ejecuciones, la del quince de agosto, una madrugada sin luna. Las lunas del título son una imagen del espanto en los ojos aterrorizados de una de las mujeres que sufrieron el miedo, el dolor y las humillaciones de los vencidos que habían perdido a sus padres, a sus maridos, a sus hermanos.
Hay en la obra una mezcla de narración e historia, conducida por un sistema de narradores múltiples y alternantes que van sucediéndose como se suceden en el desarrollo de la acción personajes reales y personajes inventados y la perspectiva de quienes ocuparon la capital pacense en el verano de 1936 y quienes la defendieron y fueron luego represaliados.
Víctimas y verdugos sobre los que se proyecta la mirada actual de sus descendientes, simbolizados en las figuras del nieto de Rafael Alcántara, un maestro asesinado en la plaza de toros, y de Dolores, la nieta del falangista que mató al maestro y que ha ido recogiendo su versión de los hechos en una memoria escrita en sus últimos días en un hospital.
Ese cuaderno del falangista Benito Albarrán, conservado por su nieta, es, junto con el relato de Marcelo Rojas un superviviente de los ametrallamientos en la plaza de toros, uno de los dos ejes narrativos del libro.
Era imprescindible fundir lo documental y lo intrahistórico, lo colectivo y lo individual y eso requería no sólo la presencia de varias perspectivas narrativas, sino la construcción de una novela coral, con técnica caleidoscópica y un enfoque deudor del documental cinematográfico.
La base documental sobre la que descansa la novela está construida con las narraciones orales y los testimonios periodísticos de un joven Mario Neves, integrado como personaje en la novela, que entró por la frontera de Caia para mirar cara a cara al terror, al odio y al fanatismo y quedar marcado de por vida. No quiso ni pudo volver al escenario de aquellos crímenes hasta el año 82, cuarenta y seis años después de los hechos. También en ese sentido las fuentes pertenecen más a la intrahistoria periodística que a la historia que las integra luego en un sentido global, supraindividual.
La dureza del texto y la de los hechos admite, casi requiere, de ese tono coral que recuerda a la tragedia clásica. Y en relación con esto, quizá se entienda mejor el papel fundamental que tienen las mujeres en la novela. Mujeres que, además de su función narrativa, son la voz de la conciencia y la memoria, la salvaguardia del recuerdo de las víctimas, del miedo y del sufrimiento. Como en las tragedias griegas.
Y como en las tragedias griegas, esta es también una historia cruel de errores y traiciones, de personajes heroicos y seres despreciables. Una historia narrada desde distintas perspectivas, pero siempre desde dentro, con la fuerza que tiene la primera persona.
La novela acaba otro 15 de agosto, setenta años más tarde, cuando dos generaciones después, el nieto de una víctima y la nieta del verdugo, reivindican la necesidad de la memoria y de la reconciliación.
De la misma manera que la víctima no existe sin verdugo ni este sin aquella, no es posible la reconciliación sin la memoria. Ni la memoria, para ser creadora, puede tener más sentido que la superación del rencor.
Como los mejores relatos sobre la guerra, como La forja de un rebelde, Capital de la gloria o Días de llamas, tal vez la mejor de todas y una de las más recientes, Lunas de agosto tiene también mucho de exorcismo, de conjuro y de desahogo de la memoria colectiva.
Con ella, Justo Vila cierra un ciclo novelístico, del que forman parte también La agonía del búho chico y La memoria del gallo, sobre la guerra civil, la posguerra y la represión en Badajoz.
Decía al principio que lo que distingue un libro de historia de una novela no es la mentira, ni la falsificación. No hay aquí fabulación, aunque pueda haber algo de ficción como recurso narrativo.
La fabulación la están haciendo los sedicentes historiadores sediciosos. Presuntos. Que además son pésimos novelistas. No es necesario que lo comprueben. No soy tan cruel como para invitarles a leer a César Vidal.
Rigor histórico, valor documental y capacidad narrativa, se combinan en estas Lunas de agosto, que es una novela, no un tratado histórico pero tampoco una obra de imaginación. El mismo rigor que tiene Justo Vila como historiador lo utiliza narrativamente en Lunas de agosto. No se trata por tanto de que la novela se distinga de la historia por contar mentiras. Es una cuestión de tratamiento de la materia, de enfoque, no de mentiras.
El relato supone la actualización narrativa de la historia, con especial intensidad en su parte central, entre los días 13 y 15 de agosto de 1936, en los que tienen lugar la preparación y el desarrollo del asalto a los baluartes y brechas del recinto fortificado de Badajoz.
La crueldad del teniente coronel Yagüe y su deseo de escarmentar por adelantado y aterrorizar al resto de las poblaciones leales a la legalidad republicana, ocasionó una matanza que, junto con el bombardeo de Guernica, fue una de las mayores que sufrió la población civil durante la guerra.
El interés del autor por este tema arranca de un episodio que se cuenta al principio de la novela: una manifestación en los primeros años de democracia que al llegar a la Plaza de Toros Vieja, se para y se calla. Alguien le dijo entonces que allí habían matado a mucha gente.
El núcleo de estas Lunas de agosto lo constituyen, pues, los días anteriores y las primeras horas de la entrada en Badajoz de las columnas de Asensio y Castejón el 14 de agosto de 1936 y la madrugada de las ejecuciones, la del quince de agosto, una madrugada sin luna. Las lunas del título son una imagen del espanto en los ojos aterrorizados de una de las mujeres que sufrieron el miedo, el dolor y las humillaciones de los vencidos que habían perdido a sus padres, a sus maridos, a sus hermanos.
Hay en la obra una mezcla de narración e historia, conducida por un sistema de narradores múltiples y alternantes que van sucediéndose como se suceden en el desarrollo de la acción personajes reales y personajes inventados y la perspectiva de quienes ocuparon la capital pacense en el verano de 1936 y quienes la defendieron y fueron luego represaliados.
Víctimas y verdugos sobre los que se proyecta la mirada actual de sus descendientes, simbolizados en las figuras del nieto de Rafael Alcántara, un maestro asesinado en la plaza de toros, y de Dolores, la nieta del falangista que mató al maestro y que ha ido recogiendo su versión de los hechos en una memoria escrita en sus últimos días en un hospital.
Ese cuaderno del falangista Benito Albarrán, conservado por su nieta, es, junto con el relato de Marcelo Rojas un superviviente de los ametrallamientos en la plaza de toros, uno de los dos ejes narrativos del libro.
Era imprescindible fundir lo documental y lo intrahistórico, lo colectivo y lo individual y eso requería no sólo la presencia de varias perspectivas narrativas, sino la construcción de una novela coral, con técnica caleidoscópica y un enfoque deudor del documental cinematográfico.
La base documental sobre la que descansa la novela está construida con las narraciones orales y los testimonios periodísticos de un joven Mario Neves, integrado como personaje en la novela, que entró por la frontera de Caia para mirar cara a cara al terror, al odio y al fanatismo y quedar marcado de por vida. No quiso ni pudo volver al escenario de aquellos crímenes hasta el año 82, cuarenta y seis años después de los hechos. También en ese sentido las fuentes pertenecen más a la intrahistoria periodística que a la historia que las integra luego en un sentido global, supraindividual.
La dureza del texto y la de los hechos admite, casi requiere, de ese tono coral que recuerda a la tragedia clásica. Y en relación con esto, quizá se entienda mejor el papel fundamental que tienen las mujeres en la novela. Mujeres que, además de su función narrativa, son la voz de la conciencia y la memoria, la salvaguardia del recuerdo de las víctimas, del miedo y del sufrimiento. Como en las tragedias griegas.
Y como en las tragedias griegas, esta es también una historia cruel de errores y traiciones, de personajes heroicos y seres despreciables. Una historia narrada desde distintas perspectivas, pero siempre desde dentro, con la fuerza que tiene la primera persona.
La novela acaba otro 15 de agosto, setenta años más tarde, cuando dos generaciones después, el nieto de una víctima y la nieta del verdugo, reivindican la necesidad de la memoria y de la reconciliación.
De la misma manera que la víctima no existe sin verdugo ni este sin aquella, no es posible la reconciliación sin la memoria. Ni la memoria, para ser creadora, puede tener más sentido que la superación del rencor.
Como los mejores relatos sobre la guerra, como La forja de un rebelde, Capital de la gloria o Días de llamas, tal vez la mejor de todas y una de las más recientes, Lunas de agosto tiene también mucho de exorcismo, de conjuro y de desahogo de la memoria colectiva.
Con ella, Justo Vila cierra un ciclo novelístico, del que forman parte también La agonía del búho chico y La memoria del gallo, sobre la guerra civil, la posguerra y la represión en Badajoz.
Decía al principio que lo que distingue un libro de historia de una novela no es la mentira, ni la falsificación. No hay aquí fabulación, aunque pueda haber algo de ficción como recurso narrativo.
La fabulación la están haciendo los sedicentes historiadores sediciosos. Presuntos. Que además son pésimos novelistas. No es necesario que lo comprueben. No soy tan cruel como para invitarles a leer a César Vidal.
Santos Domínguez