10/5/19

Whitman. Canto de mí mismo


Walt Whitman.
Canto de mí mismo y otros poemas.
Traducción y selección de Eduardo Moga.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2019.

Yo me celebro y me canto, 
y cuanto hago mío será tuyo también 
porque no hay átomo en mí que no te pertenezca.

Escribía Walt Whitman al comienzo del Canto de mí mismo, el núcleo duro de sus Hojas de hierba, su obra más ambiciosa y fecunda.

La primera de las nueve ediciones con las que ese libro fue creciendo como un organismo vivo que se abría al mundo apareció en 1855, casi a la vez que Baudelaire exploraba en Las flores del mal los límites de su territorio expresivo.

De aquella primera edición escribe Eduardo Moga en la Presentación de su traducción de Canto de mí mismo y otros poemas, la selección de Hojas de hierba que publica Galaxia Gutenberg en su espléndida colección de bolsillo de poesía:

Cuando en 1855 apareció Nueva York un opúsculo de apenas doce poemas y un prólogo, sin el nombre del autor en la cubierta ni indicación del editor, botánicamente titulado Hojas de hierba, casi nadie dio un duro por él. Antes bien, los pocos críticos que lo evaluaron emitieron veredictos inclementes: "Whitman", decía un anónimo reseñista londinense, "conoce tanto el arte como un puerco las matemáticas. Sus poemas -convengamos en llamarlos así- (...) desconocen la rima, y a nada se parecen tanto como a los gritos de guerra de los pieles rojas."

Ese reseñista no llegó a comprender que esa voz que desde la otra orilla del Atlántico se cantaba a sí misma y consigo al resto de los hombres inauguraba un nuevo mundo poético, que la poesía auroral y profética de Whitman traía un soplo de brisa fresca que acabó convirtiéndose en un maremoto que llegó a Europa para dejar su huella en poetas españoles como León Felipe, Lorca o Cernuda. 

Whitman es uno de esos pocos poetas que mantienen una juventud perenne. Poderosa y auténtica, transparente y dulce, como él mismo decía de su alma y del mundo, su voz puso la semilla de la que surgen el verso libre y la materia poética americana de Pound a Eliot o de Williams a Neruda y a Ashbery.

En el poema 24 del Canto de mí mismo, que no podía faltar en esta selección, se perfila definitivamente ese yo poético: 

Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan, 
turbulento, carnal, sensual, comedor, bebedor y procreador, 
ni sentimental, ni superior a hombres y mujeres, ni alejado de ellos, 
tan modesto como inmodesto.

Respira en estos textos la inagotable voz lírica de Whitman, sutil y llena de matices, la voz de la inocencia joven e instintiva de un poeta que no envejece porque, como dijo Nietzsche de Emerson, “no sabe lo viejo que es ni lo joven que será.” Y es que en los poemas del Canto de mí mismo habla un personaje poético dueño de una voz que nos viene de mañana, no de hace siglo y medio. 

No me cansaré de repetirlo -escribía Whitman sobre su obra-: Hojas de hierba ha sido, en esencia, el aflorar de mi naturaleza emocional y de otros aspectos de mi personalidad: un intento, de principio a fin, de dejar constancia de una Persona, un ser humano, yo, en la segunda mitad del siglo XIX, en América, y de hacerlo con libertad, completa y fidedignamente. 

Ecléctica y ambigua, proteica y visionaria, luminosa y hermética, fruto de la rara mezcla de delicadeza emocional y potencia física, la de Whitman es una poesía que habla –como todas- de la vida y de la muerte. Pero con su celebración del presente, que superpuso a la angustia ante el futuro e impuso sobre la melancolía por el pasado, trazó una frontera indeleble con la poesía vieja y dibujó su autorretrato literario, más cerca del deseo que de la realidad, con la compleja cartografía psíquica de la que habló Harold Bloom.

Místico y masturbador, religioso y pagano, extrovertido e introvertido, culto y coloquial, íntimo y patriótico, Whitman es más que un poeta, es un universo completo cuyas hojas de hierba siguen tan verdes y tan frescas como el primer día de la creación de este libro y del mundo.

Lo dejó reflejado inmejorablemente en estas estrofas del tercer poema del Canto de mí mismo:

Nunca ha habido más principio que ahora, 
ni más juventud o vejez que ahora, 
y nunca habrá más perfección que ahora,
ni más cielo o infierno que ahora.

Impulso, impulso, impulso:
siempre el impulso procreador del mundo. 

De la penumbra surge lo opuesto e igual, siempre la sustancia y la multiplicación, siempre el sexo, 
siempre una identidad entretejida, siempre lo que difiere, siempre el brotar de la vida. 

De nada sirve trabajar con esmero: lo saben tanto los ignorantes como los instruidos. 

Santos Domínguez