Wallace Stevens.
La roca.
Traducción de Daniel Aguirre.
Lumen. Barcelona, 2008.
La roca.
Traducción de Daniel Aguirre.
Lumen. Barcelona, 2008.
En edición bilingüe y con traducción de Daniel Aguirre, Lumen publica La roca, la última entrega poética de Wallace Stevens (1879-1955), en la misma colección en que aparecieron hace seis años sus Aforismos completos.
Poeta de estirpe lucreciana, como Shelley y Whitman, Wallace Stevens se ha ido consolidando entre la crítica y los lectores como el más importante de los poetas norteamericanos del siglo XX, por encima incluso de Pound o Eliot.
Maestro del matiz, irracionalista y visionario, su vida transcurrió en Hartford, en el nordeste industrial, donde ejerció de agente de seguros para el ganado. Entroncado con el Romanticismo inglés, con el Simbolismo francés y con la pintura impresionista y cubista, fue un poeta que fundió lo universal y lo local, la palabra y la mirada, lo concreto y lo abstracto, lo sensorial y lo intelectual para hacer visible lo oculto y ocultar lo visible, para descubrir que el mundo es más amplio en verano o que sin duda vivimos más allá de nosotros mismos en el aire.
Su poesía abstracta (lo que él llamaba el poema de la mente), influida por sus lecturas filosóficas y por sus intereses plásticos, es la expresión de las relaciones entre el hombre y el mundo, de un acuerdo con la realidad del que surge la visión del paisaje, la verdad poética. Lo explicó Wallace Stevens en los ensayos que dedicó a reflexionar sobre la poesía.
Insiste en ello en uno de los poemas más intensos del libro, Largos y tardos versos:
Qué poco importa, pasados con mucho
los setenta, dónde uno mire, uno ya ha estado allá.
(...)
Vagabundo, esta es la prehistoria de febrero.
La vida del poema en la mente aún no ha comenzado.
Aún no habías nacido cuando los árboles eran cristal
ni has nacido ahora, en esta vigilia dentro de un sueño.
En La roca, que se publica por primera vez íntegro en castellano, reunió sus últimos poemas, intensos y otoñales, unos poemas casi póstumos, escritos con una mirada que se sitúa más en la otra orilla (vigilia dentro de un sueño) que en esta para transmitir una imagen del mundo como meditación y como realidad imaginada, como descubrimiento de la realidad revelada en el poema:
Maestro del matiz, irracionalista y visionario, su vida transcurrió en Hartford, en el nordeste industrial, donde ejerció de agente de seguros para el ganado. Entroncado con el Romanticismo inglés, con el Simbolismo francés y con la pintura impresionista y cubista, fue un poeta que fundió lo universal y lo local, la palabra y la mirada, lo concreto y lo abstracto, lo sensorial y lo intelectual para hacer visible lo oculto y ocultar lo visible, para descubrir que el mundo es más amplio en verano o que sin duda vivimos más allá de nosotros mismos en el aire.
Su poesía abstracta (lo que él llamaba el poema de la mente), influida por sus lecturas filosóficas y por sus intereses plásticos, es la expresión de las relaciones entre el hombre y el mundo, de un acuerdo con la realidad del que surge la visión del paisaje, la verdad poética. Lo explicó Wallace Stevens en los ensayos que dedicó a reflexionar sobre la poesía.
Insiste en ello en uno de los poemas más intensos del libro, Largos y tardos versos:
Qué poco importa, pasados con mucho
los setenta, dónde uno mire, uno ya ha estado allá.
(...)
Vagabundo, esta es la prehistoria de febrero.
La vida del poema en la mente aún no ha comenzado.
Aún no habías nacido cuando los árboles eran cristal
ni has nacido ahora, en esta vigilia dentro de un sueño.
En La roca, que se publica por primera vez íntegro en castellano, reunió sus últimos poemas, intensos y otoñales, unos poemas casi póstumos, escritos con una mirada que se sitúa más en la otra orilla (vigilia dentro de un sueño) que en esta para transmitir una imagen del mundo como meditación y como realidad imaginada, como descubrimiento de la realidad revelada en el poema:
cuando los establecimientos
de viento y luz y nube
esperan que alguien llegue,
algún lector del texto,
algún lector sin cuerpo
que lea silenciosamente
Santos Domínguez