Simon Critchley.
El libro de los filósofos muertos.
Traducción de Alejandro Pradera.
Taurus. Madrid, 2008.
El libro de los filósofos muertos.
Traducción de Alejandro Pradera.
Taurus. Madrid, 2008.
He de admitir que escribir un libro sobre cómo mueren los filósofos –advierte Simon Critchley en los capítulos iniciales de El libro de los filósofos muertos que publica Taurus- es una forma realmente extraña de pasar el tiempo. Puede que leer un libro así lo sea aún más.
Pero el lector no se arrepentirá de entrar en un libro como este, inteligente y –por paradójico que parezca- divertido.
Organizado en capítulos rápidos y precisos, Critchley ha elaborado un recorrido que es el lapidario de 190 filósofos muertos, un cementerio como el de la Antología de Spoon River, pero en esta ocasión llevado a la filosofía con personajes reales.
Aprender a morir ha sido la preocupación esencial de la filosofía de todas las épocas y civilizaciones. De hecho, Cicerón señalaba que “filosofar es aprender a morir.” La filosofía sería, por tanto, una educación para la muerte y ese sería su principal objetivo: preparar al hombre para la muerte.
Unos siglos antes Sócrates, en el Fedón, señalaba que el filósofo debía mostrarse alegre ante la muerte, porque “los verdaderos filósofos hacen del hecho de morir su profesión.”
Y Montaigne señalaba en los Ensayos inaugurales de la mentalida moderna: “Quien ha aprendido a morir ha desaprendido a ser un esclavo.”
Sobre esa misma idea insiste al final de la cadena temporal Simon Critchley, en una de las frases más concluyentes de su libro: “Filosofar es, pues, aprender a tener la muerte en la boca, en lo que uno dice, en lo que come y en la bebida que degusta.”
Pero una cosa es la teoría y otra la práctica, y de lo que trata este libro es de las muertes reales de los filósofos a lo largo de la historia. Y lejos de cualquier propósito lúgubre, su autor indaga en lo que nos puede enseñar la filosofía acerca de cuál sea la actitud idónea ante la muerte.
En ese sentido, es muy esclarecedora la cita inicial del libro, en la que se recurre a Montaigne: “Si yo fuera un hacedor de libros, haría un registro comentado de las distintas muertes; quien enseñara a los hombres a morir les enseñaría a vivir.”
Además de la muerte filosófica que toma su modelo en Sócrates –el primer filósofo que aprendió a morir- y se radicaliza siglos después en Séneca, el lector se encontrará aquí con excentricidades y muertes dolorosas, con suicidios y asesinatos, como el de Pitágoras, que se negó a cruzar un campo de habas; con un Heráclito que se ahogó en excrementos de vaca o un Platón que murió por una infección de piojos; con la sandalia de bronce de Empédocles en el Etna o con aquel Diógenes que murió conteniendo la respiración.
Y con la locura de Lucrecio, que se suicidó tras enloquecer con un filtro de amor; con un Avicena muerto de sobredosis opiácea tras dedicarse compulsivamente a la actividad sexual; con un Tomás de Aquino que falleció por un golpe en la cabeza contra la rama de un árbol; con un Bacon que murió en las calles de Londres por rellenar un pollo con nieve y así comprobar los efectos de la refrigeración; con un Descartes que contrajo una neumonía mortal por dar clases a la reina Cristina de Suecia a primera hora de la mañana, en el crudo invierno de Estocolmo; con un Montesquieu que murió en brazos de su amante y dejó sin terminar un tratado sobre el gusto o un Diderot que se atragantó con un albaricoque.
Hay también un muestrario de últimas palabras: el «Sufficit» (es suficiente) de Kant, la frase de Hegel:«Sólo un hombre me ha comprendido... Y aun él creo que no me comprendió» o la de Wittgenstein, que murió al día siguiente de su cumpleaños: «No habrá más», había predicho.
En el marco de una reflexión optimista sobre el sentido de la felicidad, aprender a morir, pues, debería enseñarnos a vivir. Para eso, siguiendo el consejo de Montaigne, Critchley ha elaborado, no un libro de los muertos, sino una colección de recordatorios, el plano de un cementerio con lápidas organizadas cronológicamente. Como en un cementerio real, el visitante puede ir siguiendo un orden o bien desplazarse al azar, mirando aquí y allá o buscando los nombres que le resulten familiares.
Presocráticos, fisiólogos, sabios y sofistas; platonistas, cirenaicos, aristotélicos y cínicos; escépticos, estoicos y epicúreos; filósofos chinos clásicos; romanos (serios y ridículos) y neoplatonistas; santos cristianos y filósofos medievales: cristianos, musulmanes y judíos; humanistas del Renacimiento; racionalistas (materialistas e inmateriales), empiristas y disidentes religiosos; philosophes, materialistas y sentimentales; alemanes del siglo de las luces; los maestros de la sospecha y algunos estadounidenses no sospechosos...
Y así hasta el largo siglo XX, con la filosofía en tiempo de guerra; analíticos, continentales, algunos moribundos y una experiencia cercana a la muerte, la del propio autor, que escribe en su lápida:
Pero el lector no se arrepentirá de entrar en un libro como este, inteligente y –por paradójico que parezca- divertido.
Organizado en capítulos rápidos y precisos, Critchley ha elaborado un recorrido que es el lapidario de 190 filósofos muertos, un cementerio como el de la Antología de Spoon River, pero en esta ocasión llevado a la filosofía con personajes reales.
Aprender a morir ha sido la preocupación esencial de la filosofía de todas las épocas y civilizaciones. De hecho, Cicerón señalaba que “filosofar es aprender a morir.” La filosofía sería, por tanto, una educación para la muerte y ese sería su principal objetivo: preparar al hombre para la muerte.
Unos siglos antes Sócrates, en el Fedón, señalaba que el filósofo debía mostrarse alegre ante la muerte, porque “los verdaderos filósofos hacen del hecho de morir su profesión.”
Y Montaigne señalaba en los Ensayos inaugurales de la mentalida moderna: “Quien ha aprendido a morir ha desaprendido a ser un esclavo.”
Sobre esa misma idea insiste al final de la cadena temporal Simon Critchley, en una de las frases más concluyentes de su libro: “Filosofar es, pues, aprender a tener la muerte en la boca, en lo que uno dice, en lo que come y en la bebida que degusta.”
Pero una cosa es la teoría y otra la práctica, y de lo que trata este libro es de las muertes reales de los filósofos a lo largo de la historia. Y lejos de cualquier propósito lúgubre, su autor indaga en lo que nos puede enseñar la filosofía acerca de cuál sea la actitud idónea ante la muerte.
En ese sentido, es muy esclarecedora la cita inicial del libro, en la que se recurre a Montaigne: “Si yo fuera un hacedor de libros, haría un registro comentado de las distintas muertes; quien enseñara a los hombres a morir les enseñaría a vivir.”
Además de la muerte filosófica que toma su modelo en Sócrates –el primer filósofo que aprendió a morir- y se radicaliza siglos después en Séneca, el lector se encontrará aquí con excentricidades y muertes dolorosas, con suicidios y asesinatos, como el de Pitágoras, que se negó a cruzar un campo de habas; con un Heráclito que se ahogó en excrementos de vaca o un Platón que murió por una infección de piojos; con la sandalia de bronce de Empédocles en el Etna o con aquel Diógenes que murió conteniendo la respiración.
Y con la locura de Lucrecio, que se suicidó tras enloquecer con un filtro de amor; con un Avicena muerto de sobredosis opiácea tras dedicarse compulsivamente a la actividad sexual; con un Tomás de Aquino que falleció por un golpe en la cabeza contra la rama de un árbol; con un Bacon que murió en las calles de Londres por rellenar un pollo con nieve y así comprobar los efectos de la refrigeración; con un Descartes que contrajo una neumonía mortal por dar clases a la reina Cristina de Suecia a primera hora de la mañana, en el crudo invierno de Estocolmo; con un Montesquieu que murió en brazos de su amante y dejó sin terminar un tratado sobre el gusto o un Diderot que se atragantó con un albaricoque.
Hay también un muestrario de últimas palabras: el «Sufficit» (es suficiente) de Kant, la frase de Hegel:«Sólo un hombre me ha comprendido... Y aun él creo que no me comprendió» o la de Wittgenstein, que murió al día siguiente de su cumpleaños: «No habrá más», había predicho.
En el marco de una reflexión optimista sobre el sentido de la felicidad, aprender a morir, pues, debería enseñarnos a vivir. Para eso, siguiendo el consejo de Montaigne, Critchley ha elaborado, no un libro de los muertos, sino una colección de recordatorios, el plano de un cementerio con lápidas organizadas cronológicamente. Como en un cementerio real, el visitante puede ir siguiendo un orden o bien desplazarse al azar, mirando aquí y allá o buscando los nombres que le resulten familiares.
Presocráticos, fisiólogos, sabios y sofistas; platonistas, cirenaicos, aristotélicos y cínicos; escépticos, estoicos y epicúreos; filósofos chinos clásicos; romanos (serios y ridículos) y neoplatonistas; santos cristianos y filósofos medievales: cristianos, musulmanes y judíos; humanistas del Renacimiento; racionalistas (materialistas e inmateriales), empiristas y disidentes religiosos; philosophes, materialistas y sentimentales; alemanes del siglo de las luces; los maestros de la sospecha y algunos estadounidenses no sospechosos...
Y así hasta el largo siglo XX, con la filosofía en tiempo de guerra; analíticos, continentales, algunos moribundos y una experiencia cercana a la muerte, la del propio autor, que escribe en su lápida:
Simon Critchley
1960-¿?
Sale, perguido por un oso.
1960-¿?
Sale, perguido por un oso.
Santos Domínguez