Mario Benedetti.
Vivir adrede.
Alfaguara. Madrid, 2008.
De todos los tiempos, los viejos y los nuevos, quedan las virutas de la vida. A pesar de las tropas invasoras, de las religiones que bendicen las guerras, de los profesionales de la tortura, de los imperios del asco, de los amos del petróleo, del fanatismo con los misiles. A pesar de todo, van quedando las virutas de la vida. A ellas nos abrazamos y encomendamos, con ellas nutrimos nuestra endeble conciencia y alimentamos sueños y ensoñaciones.
Todo es adrede, bien lo sabemos. Desde el maleficio de las drogas hasta el desmantelamiento de la juventud. Todo está destinado a que no creamos en nosotros mismos y menos aun en el prójimo indefenso.
Nos obligan a vender por peniques el patrimonio virgen, y en el mercado de cambio compran sentimientos con promesas. Todo es adrede: los celos y el recelo, sospechas y codicias, odios en desmesura, el rencor y la pugna. La consigna es someternos, mentirnos el futuro, reconocernos nada.
Todo es adrede y por eso construyen ideologías/basura donde intentan moler las virutas de vida. De la vida. La nuestra. Ah, pero no podrán. También nosotros creamos nuestro adrede. Aposta lo gastamos. Y adrede ya sabemos como sobrevivir.
Mario Benedetti publica en Alfaguara Vivir adrede, una obra miscelánea emparentada en tono y en técnica con sus Despistes y franquezas, aunque quizá con una mayor propensión a la mirada sombría o a la desesperanza.
Pero que nadie se equivoque. Su centenar largo de textos, organizados en tres partes (Vivir, Adrede, Cachivaches) se resisten pese a todo a dejarse derrotar por la tristeza o la amargura.
Contra el miedo y a favor de la utopía, Vivir adrede se mueve con su palabra en libertad entre la reflexión y la intuición, a medio camino entre el optimismo y el escepticismo, entre el apunte lírico, el relato corto o el conato de ensayo.
Está aquí representado como en sus mejores libros el universo ideológico y temático de Benedetti, su conciencia civil, su capacidad de asombro y su identidad sentimental:
Gracias a ellos, a los sentimientos, tomamos conciencia de que no somos otros, sino nosotros mismos. Los sentimientos nos otorgan nombre, y con ese nombre somos lo que somos.
Desde esa perspectiva múltiple - lírica, narrativa o reflexiva, según convenga-, Benedetti aborda en la primera parte temas como la guerra y la soledad, el fanatismo y el silencio, las religiones y el exilio, la injusticia y la piedad en una exploración global de la existencia.
O asuntos que se prestan más al enfoque intimista: el apunte paisajístico sobre un árbol o un río, el pasado que regresa en las fotos, el deterioro del tiempo, la muerte y la lluvia, la música y la poesía.
Adrede, la segunda parte, está habitada por personajes, es la parte más claramente narrativa de un libro que se cierra con Cachivaches, donde el destello de la frase aguda u ocurrente sitúa al texto cerca de la greguería, el juego de palabras o la imagen.
Y en la mayoría de los textos hay un rasgo muy característico de Benedetti, su utilización del plural nosotros, que ni es el de modestia ni el de los papas, sino el del afecto que envuelve al lector y lo acoge en la complicidad de la palabra:
Uno de los trayectos más estimulantes de esta vida es el tránsito por el idioma. El pensamiento avanza de palabra en palabra. Es una senda llena de sorpresas y algunas veces totalmente inédita. Y cuando pasa a ser sonido, cuando cada vocablo por fin coincide con la voz que lo espera, entonces lo normal se convierte en milagro. Paso a paso, sílaba a sílaba, el idioma pasa a ser una revelación. Y qué placer cuando un prójimo cualquiera sale a nuestro encuentro, paso a paso también, sílaba a sílaba, y su palabra se abraza con la nuestra. Las maravillas y las impurezas emergen repentinamente del olvido y se introducen sin permiso en nuestro asombro. Gracias al idioma, sobrevivimos. Porque somos palabra, quién lo duda. El lenguaje es una bolsa de ideas, una metafísica que no tiene reglas, una propuesta que cada día es distinta. Al flanco de los cedros y los pinos crecen los nombres y las flores, porque el lenguaje es también un jardín.
Contra el miedo y a favor de la utopía, Vivir adrede se mueve con su palabra en libertad entre la reflexión y la intuición, a medio camino entre el optimismo y el escepticismo, entre el apunte lírico, el relato corto o el conato de ensayo.
Está aquí representado como en sus mejores libros el universo ideológico y temático de Benedetti, su conciencia civil, su capacidad de asombro y su identidad sentimental:
Gracias a ellos, a los sentimientos, tomamos conciencia de que no somos otros, sino nosotros mismos. Los sentimientos nos otorgan nombre, y con ese nombre somos lo que somos.
Desde esa perspectiva múltiple - lírica, narrativa o reflexiva, según convenga-, Benedetti aborda en la primera parte temas como la guerra y la soledad, el fanatismo y el silencio, las religiones y el exilio, la injusticia y la piedad en una exploración global de la existencia.
O asuntos que se prestan más al enfoque intimista: el apunte paisajístico sobre un árbol o un río, el pasado que regresa en las fotos, el deterioro del tiempo, la muerte y la lluvia, la música y la poesía.
Adrede, la segunda parte, está habitada por personajes, es la parte más claramente narrativa de un libro que se cierra con Cachivaches, donde el destello de la frase aguda u ocurrente sitúa al texto cerca de la greguería, el juego de palabras o la imagen.
Y en la mayoría de los textos hay un rasgo muy característico de Benedetti, su utilización del plural nosotros, que ni es el de modestia ni el de los papas, sino el del afecto que envuelve al lector y lo acoge en la complicidad de la palabra:
Uno de los trayectos más estimulantes de esta vida es el tránsito por el idioma. El pensamiento avanza de palabra en palabra. Es una senda llena de sorpresas y algunas veces totalmente inédita. Y cuando pasa a ser sonido, cuando cada vocablo por fin coincide con la voz que lo espera, entonces lo normal se convierte en milagro. Paso a paso, sílaba a sílaba, el idioma pasa a ser una revelación. Y qué placer cuando un prójimo cualquiera sale a nuestro encuentro, paso a paso también, sílaba a sílaba, y su palabra se abraza con la nuestra. Las maravillas y las impurezas emergen repentinamente del olvido y se introducen sin permiso en nuestro asombro. Gracias al idioma, sobrevivimos. Porque somos palabra, quién lo duda. El lenguaje es una bolsa de ideas, una metafísica que no tiene reglas, una propuesta que cada día es distinta. Al flanco de los cedros y los pinos crecen los nombres y las flores, porque el lenguaje es también un jardín.
Santos Domínguez