12/9/07

Poesía española


Gerardo Diego.
Poesía Española (Antologías)
Edición, introducción y notas de JoséTeruel.
Cátedra. Letras Hispánicas. Madrid, 2007.


En 1959 publicaba Gerardo Diego en Taurus su Poesía española contemporánea (1901- 1934), que reunía en orden inverso sus decisivas antologías de 1932 y 1934. Como anunciaba en el prólogo escrito para esa nueva edición, se trataba de un doble libro, porque incorporaba íntegramente otros dos: Poesía española/Antología (1915-1931) y Poesía española/Antología (Contemporáneos), que ampliaba la cronología hacia adelante, hasta 1934, y sobre todo hacia atrás, hasta 1901.

Con las dos se fija el canon de la poesía española del primer tercio del siglo XX, con su tránsito por el Modernismo, las Vanguardias y el 27, que tomó carta de naturaleza con ellas de manera definitiva.

Una antología generacional, la de 1932, excluyente y parcial en todos los sentidos y en la que Diego, actor, testigo y notario, estaba pensando ya en 1924; otra, la de 1934, histórica e inclusiva, más extensa en el tiempo y más generosa en número de páginas, porque incorporaba quince poetas más, encabezados por el nicaragüense Rubén Darío.

Rodeadas de polémica ambas, como toda antología que se precie, en la que se miran antes las ausencias que los nombres del índice, fueron un reto al crítico más riguroso: el tiempo. De esa apuesta sólo cabe decir que se saldó con un acierto general no sólo en la selección de los nombres, sino en la aportación de unas declaraciones poéticas que, puestas al frente de cada seleción, resultan hoy imprescindibles para entender lo que ocurría entonces, lo que había ocurrido antes y lo que ocurriría después en la poesía española.

Esas antologías, tres veces distintas, por su naturaleza generacional o histórica las dos primeras, y por su recepción las tres, las publica ahora Cátedra Letras Hispánicas en una edición preparada por José Teruel, que entre muchos otros aciertos- como el de recuperar las fotografías que los autores mandaron al antólogo- incorpora en un apéndice el imprescindible prólogo de 1959.

Levantaron ampollas entre parte de la crítica y entre los excluidos. Pero cuando el lector compara estas antologías con una reacción llena de bajeza moral como la de un despectivo González-Ruano contra la obra de Cernuda, Manolín Altolaguirre o Aleixandre, se da cuenta de que el tiempo implacable ha puesto a cada uno en su sitio y a las currincherías les ha puesto nombre y apellidos.

Santos Domínguez