Don DeLillo.
El hombre del salto.
Traducción de Ramón Buenaventura.
Seix Barral. Barcelona, 2007.
El hombre del salto.
Traducción de Ramón Buenaventura.
Seix Barral. Barcelona, 2007.
La crítica anglosajona ha saludado El hombre del salto, que acaba de publicar en España Seix Barral con traducción de Ramón Buenaventura, como la mejor novela de Don DeLillo.
Las comparaciones, incluso dentro de la trayectoria de un mismo autor, son odiosas, pero también es esta la novela de DeLillo que más me ha interesado, por su tensión, por su fuerza visual, por su pericia narrativa.
Tomando como hilo conductor la historia de Keith Neudecker, un abogado de 39 años que sale del infierno del World Trade Center cubierto de cenizas, El hombre del salto tiene la estructura de un tríptico que culmina en la figura del hombre del salto, un misterioso artista callejero, David Janiak, que tras los atentados comenzó a aparecer en los puentes y edificios de la ciudad para lanzarse al vacío, sujeto sólo por un arnés, y vestido con traje y corbata, como la víctima del 11-S de la famosa foto:
Había un hombre colgando por encima de la calle, cabeza abajo. Llevaba un traje de ejecutivo, tenía una rodilla levantada y los brazos pegados al cuerpo. Apenas se veía el arnés de seguridad, que le asomaba por la pernera recta del pantalón y estaba anclado al riel decorativo del viaducto.
Le habían hablado de él, un artista callejero al que llamaban El Hombre del Salto. Había hecho varias apariciones la semana pasada, sin previo aviso, en varias partes de la ciudad, colgado de una u otra estructura, siempre cabeza abajo, con traje, corbata y zapatos de vestir. Traía a la mente, por supuesto, aquellos siniestros instantes dentro de las torres en llamas, con la gente cayendo u obligada a saltar. Lo habían visto colgando de una galería en el patio de un hotel y había salido escoltado por la policía de una sala de conciertos y de dos o tres edificios de pisos con terrazas o tejados accesibles.
DeLillo ha escrito una novela sobrecogedora y lo ha hecho con una tensión narrativa y emocional que atrapa al lector desde el comienzo:
Ya no era una calle sino un mundo, un tiempo y un espacio de ceniza cayendo y casi noche. Caminaba hacia el norte por los escombros y el barro y pasaban junto a él personas que corrían tapándose la cara con una toalla o cubriéndose la cabeza con la chaqueta. Iban con pañuelos apretados contra la boca. Llevaban los zapatos en la mano, una mujer con un zapato en cada mano pasó corriendo junto a él. Iban corriendo y se caían, algunos de ellos, confusos y desmañados, con los cascotes derrumbándoseles en torno, y había gente que buscaba cobijo debajo de los coches.
El estrépito permanecía en el aire, el fragor del derrumbe. Esto era el mundo ahora. El humo y la ceniza venían rodando por las calles, doblando las esquinas, arremolinándose en las esquinas, sísmicas oleadas de humo, con destellos de papel de oficina, folios normales con el borde cortante, pasando en vuelo rasante, revoloteando, cosas no de este mundo en el fúnebre cobertor de la mañana.
Llevaba traje y maletín. Tenía cristal en el pelo y en el rostro, cápsulas veteadas de sangre y luz. Dejó atrás un rótulo de Desayuno Especial y pasaron corriendo junto a él, policías de la ciudad y guardias de seguridad, con la mano apoyada en la culata de la pistola, para mantener estable el arma.
Y el lector empieza a recorrer como un autómata, como el protagonista las calles, rodeado también por la destrucción y los escombros, las páginas de una novela que está a la altura del impacto que la origina.
Una lectura demoledora sobre un paisaje de demoliciones en el que se proyecta metafóricamente la ruina vital del protagonista y de su mundo, reducido también a cenizas:
Estamos preparados para hundirnos en nuestras pequeñas vidas, dice Keith Neudecker.
Con el prodigio envolvente de su estilo, Don DeLillo conduce al lector por un universo narrativo en el que desempeñan un papel determinante unos prismáticos, el maletín de otra persona, una separación, la metralla orgánica, el humo y las cenizas o la perspectiva europea de Martin.
Al final de cada una de las partes del tríptico, DeLillo, que quería estar en las Torres y en los aviones, hace un rápido y eficaz contrapunto sobre Hammad, uno de los suicidas, y su evolución al fanatismo y a la inmolación en uno de los aviones, el del vuelo 11 de American Airlines, en un final que cierra, con el impacto del avión en la torre, el círculo infernal de esta espléndida, de esta ( perdón por la previsible metáfora) impactante novela.
Las comparaciones, incluso dentro de la trayectoria de un mismo autor, son odiosas, pero también es esta la novela de DeLillo que más me ha interesado, por su tensión, por su fuerza visual, por su pericia narrativa.
Tomando como hilo conductor la historia de Keith Neudecker, un abogado de 39 años que sale del infierno del World Trade Center cubierto de cenizas, El hombre del salto tiene la estructura de un tríptico que culmina en la figura del hombre del salto, un misterioso artista callejero, David Janiak, que tras los atentados comenzó a aparecer en los puentes y edificios de la ciudad para lanzarse al vacío, sujeto sólo por un arnés, y vestido con traje y corbata, como la víctima del 11-S de la famosa foto:
Había un hombre colgando por encima de la calle, cabeza abajo. Llevaba un traje de ejecutivo, tenía una rodilla levantada y los brazos pegados al cuerpo. Apenas se veía el arnés de seguridad, que le asomaba por la pernera recta del pantalón y estaba anclado al riel decorativo del viaducto.
Le habían hablado de él, un artista callejero al que llamaban El Hombre del Salto. Había hecho varias apariciones la semana pasada, sin previo aviso, en varias partes de la ciudad, colgado de una u otra estructura, siempre cabeza abajo, con traje, corbata y zapatos de vestir. Traía a la mente, por supuesto, aquellos siniestros instantes dentro de las torres en llamas, con la gente cayendo u obligada a saltar. Lo habían visto colgando de una galería en el patio de un hotel y había salido escoltado por la policía de una sala de conciertos y de dos o tres edificios de pisos con terrazas o tejados accesibles.
DeLillo ha escrito una novela sobrecogedora y lo ha hecho con una tensión narrativa y emocional que atrapa al lector desde el comienzo:
Ya no era una calle sino un mundo, un tiempo y un espacio de ceniza cayendo y casi noche. Caminaba hacia el norte por los escombros y el barro y pasaban junto a él personas que corrían tapándose la cara con una toalla o cubriéndose la cabeza con la chaqueta. Iban con pañuelos apretados contra la boca. Llevaban los zapatos en la mano, una mujer con un zapato en cada mano pasó corriendo junto a él. Iban corriendo y se caían, algunos de ellos, confusos y desmañados, con los cascotes derrumbándoseles en torno, y había gente que buscaba cobijo debajo de los coches.
El estrépito permanecía en el aire, el fragor del derrumbe. Esto era el mundo ahora. El humo y la ceniza venían rodando por las calles, doblando las esquinas, arremolinándose en las esquinas, sísmicas oleadas de humo, con destellos de papel de oficina, folios normales con el borde cortante, pasando en vuelo rasante, revoloteando, cosas no de este mundo en el fúnebre cobertor de la mañana.
Llevaba traje y maletín. Tenía cristal en el pelo y en el rostro, cápsulas veteadas de sangre y luz. Dejó atrás un rótulo de Desayuno Especial y pasaron corriendo junto a él, policías de la ciudad y guardias de seguridad, con la mano apoyada en la culata de la pistola, para mantener estable el arma.
Y el lector empieza a recorrer como un autómata, como el protagonista las calles, rodeado también por la destrucción y los escombros, las páginas de una novela que está a la altura del impacto que la origina.
Una lectura demoledora sobre un paisaje de demoliciones en el que se proyecta metafóricamente la ruina vital del protagonista y de su mundo, reducido también a cenizas:
Estamos preparados para hundirnos en nuestras pequeñas vidas, dice Keith Neudecker.
Con el prodigio envolvente de su estilo, Don DeLillo conduce al lector por un universo narrativo en el que desempeñan un papel determinante unos prismáticos, el maletín de otra persona, una separación, la metralla orgánica, el humo y las cenizas o la perspectiva europea de Martin.
Al final de cada una de las partes del tríptico, DeLillo, que quería estar en las Torres y en los aviones, hace un rápido y eficaz contrapunto sobre Hammad, uno de los suicidas, y su evolución al fanatismo y a la inmolación en uno de los aviones, el del vuelo 11 de American Airlines, en un final que cierra, con el impacto del avión en la torre, el círculo infernal de esta espléndida, de esta ( perdón por la previsible metáfora) impactante novela.
Santos Domínguez