La tercera parte del mundo, hermanos, se llama Europa. Sus pueblos difieren entre sí en el nombre, la lengua y las costumbres, distinguiéndose también por la religión y por el culto a dioses diferentes. Notorio es entre ellos el pueblo de Panonia, al que por lo común solemos llamar de los Hunos.
Este pueblo valiente, superior a los demás en coraje y destreza en el uso de las armas, extendió su dominio no solo por la regiones circundantes, sino también por la situadas a orillas del Océano, pactando con aquellos que se rendían y sometiendo por la fuerza a los rebeldes. Más de mil años dicen que duró su dominación.
Así comienza la magnífica edición del Cantar de Valtario que publica Reino de Cordelia con la traducción en prosa de Luis Alberto de Cuenca con la que obtuvo el Premio Nacional de Traducción en 1989 e ilustraciones de Miguel Ángel Martín.
Todo es tiniebla en torno a ese poema
latino del siglo X que une al anacronismo monacal de utilizar en sus
mil quinientos versos el hexámetro virgiliano mil años después de la Eneida,
el no menos asombroso anacronismo de oír, aunque deteriorado por los
usos de la clerecía, a un bárbaro hablando el latín matizado de Cicerón o
el refinado de Horacio.
En esa niebla medieval está también el
mejor efecto y la mayor virtud de un relato en el que la magia y la
irrealidad se imponen a la fidelidad histórica de la crónica. Lo que
importa en el Cantar de Valtario es lo que tiene de literatura en
estado puro, de invención y de aventura, de gusto de contar por contar
–como señala el traductor en el prólogo- que lo sostienen como uno de
los grandes poemas medievales.
A esas cualidades del texto se les
une la traducción de Luis Alberto de Cuenca, por lo que la palabra del
monje Ekkehard, aquel oscuro benedictino que caligrafió el pergamino en
la Abadía de San Gall, nos llega actualizada, casi como el texto de una
novela gráfica posmoderna o como el guión de una película de aventuras
medievales, de hijos de reyes y secuestros, de tesoros y tributos, de
decapitaciones y pócimas milagrosas.
Compuesto en hexámetros latinos a finales del siglo X por el monje Ekkehard de la abadía de San Gall (un monasterio situado en lo que hoy es Suiza), relata la peripecia guerrera de Valtario de Aquitania, héroe del reino de Tolosa, que dejó posiblemente alguna huella en la materia de Bretaña del romancero viejo castellano, hijo de un rey franco, entregado -igual que Haganón, un franco “vástago del ilustre tronco troyano” y la joven Hildegunda, hija única y heredera del rey de Burgundia- como rehén de los bárbaros hunos, las huestes de Atila, que los educa como si fueran sus hijos y los hace crecer en el arte de la guerra.
Los casi mil quinientos hexámetros que componen el Cantar de Valtario se publicaron a mediados del XIX, integrados en una novela histórica del escritor alemán Joseph Viktor von Scheffel, como recuerda Luis Alberto de Cuenca en el prólogo que abre la estupenda edición ilustrada y en tapa dura de esta obra que define como “una de las joyas más preciadas de las letras latinas medievales.”
Más cercano en sus planteamientos narrativos a lo que serían siglos después los libros de caballerías que a los cantares de gesta, el Cantar de Valtario tiene como hilo conductor el viaje de regreso a la patria, a su reino de origen, tras una fuga en la que lo acompaña su amada Hildegunda. Haganón se había fugado tiempo atrás.
Y en torno a ese elemento central que es el camino, como ocurre desde la Odisea, se van sucediendo los duelos y las aventuras bélicas que cumplen una doble función: por un lado esos combates fraguan su identidad con su condición heroica y por otra parte le permiten demostrar una y otra vez su capacidad guerrera en una sucesión de lances múltiples que culminan en el combate conjunto con el gigantesco Haganón y con el furibundo rey franco, Guntario.
Duelos y lances narrados con una agilidad admirable en la que seguramente ha sido decisiva la labor del traductor, que cierra su prólogo con este párrafo:
“Hasta ahora no se había vertido al castellano, que yo sepa, el Cantar de Valtario. He utilizado en mi traducción como texto base el fijado por Karl Strecker en una edición que es un auténtico monumento de la filología latina medieval. He consultado con provecho dos excelentes traducciones modernas. Pero, ante todo, lo he pasado muy bien trasladando a mi lengua las hazañas de un héroe bárbaro que, por obra y gracia de no importa qué monje, hablaba en latín. Ojalá disfrutes, lector, con las aventuras de Valtario. Y que Dios nos conceda a todos, si no la salvación, por lo menos una Hildegunda que vele nuestro sueño.”
Santos Domínguez