Jeremy Naydler.
La lucha por el futuro humano.
Traducción de Antonio Rivas.
Atalanta. Gerona, 2021.
Si bien el 5G promete alterar radicalmente la experiencia del mundo que habitamos, hay algo más que debemos entender para hacernos una idea del futuro que se está gestando. [...] Desde hace varias décadas, las máquinas dotadas de inteligencia operan cada vez más coordinadas a través de esta infraestructura electrónica de modo que no requieren supervisión humana. Los trabajos en curso para establecer un ecosistema electrónico 5G son el requisito para perfeccionar esta red autónoma global de inteligencia artificial que se nutre de veloces transferencias de grandes cantidades de información. Está cobrando existencia un «cerebro» electrónico global, inocentemente llamado «el internet de las cosas», que deviene el cimiento de gran parte de nuestra vida.
El internet de las cosas, mediante la conexión masiva a internet, permite que las cosas se vuelvan «inteligentes» y sean capaces de funcionar con independencia de los seres humanos. En una autopista inteligente, nuestro vehículo conducirá él solo mientras nosotros, provistos de un casco de realidad virtual y un traje háptico, nos entretenemos con juegos de ordenador interactivos en el asiento trasero; y en nuestro hogar inteligente, el frigorífico se encargará de pedir más huevos, leche y queso mediante una conexión inalámbrica. Cuando por fin despertemos a la nueva realidad creada para nosotros, descubriremos que el internet de las cosas es el precursor de lo que se ha dado en llamar el «internet del pensamiento». En el internet del pensamiento, los seres humanos deberán convivir con una inteligencia electrónica global que estará activa en cualquier lugar de nuestro entorno. Estaremos obligados a interactuar con ella para realizar las tareas más simples.
Pero ¿cuáles de nuestras acciones serán entonces verdaderamente libres?
[...]
Cualesquiera que sean las bondades prometidas por el 5G, éste irá mucho más allá de un simple sistema de telecomunicaciones mejorado: conllevará la infraestructura de un totalitarismo electrónico conocido como el «sistema de sistemas».
En esas líneas sobre ‘La formación del cerebro electrónico global’ se resume la idea vertebral de La lucha por el futuro humano, el libro de Jeremy Naydler que acaba de publicar Atalanta con traducción de Antonio Rivas.
Estos otros párrafos desarrollan esa advertencia sobre el peligro que suponen para la libertad y para la salud psíquica y física, para la naturaleza y para la integridad de la vida humana el abuso tecnológico y la polución del aire electrificado en un planeta cibernético controlado por el sistema de redes inalámbricas de quinta generación:
Nuestras tecnologías se basan en la automatización del análisis lógico, el cálculo y la resolución de problemas, son fundamentalmente discursivas y están orientadas al resultado, es decir, son hiperactivas y siempre tienen como objetivo producir ciertos resultados. En contraste, el acto de contemplar conduce a la mente a un punto inmóvil: no está orientado al resultado, no permite su automatización y sólo puede emprenderse como un fin en sí mismo. Nos capacita para ver el significado profundo de las cosas, algo sobre lo que el pensamiento mecánico no sabe nada. Estas visiones bien pueden surgir del mundo imaginal como poderosas imágenes arquetípicas, pues el pensamiento contemplativo linda con la visión imaginativa. Pero del mismo modo pueden adquirir la forma de ideas o intuiciones que, como rayos de luz, iluminen una cuestión o una situación vital de manera más completa. A menudo se describe la contemplación como la apertura del ojo interior del alma. A éste se lo denomina el «ojo de la mente» o el «ojo del corazón», y a través de él cobramos consciencia de lo que es invisible al ojo físico. Esta fuente interior de conocimiento, que no está condicionada por los hábitos de pensamiento ni por la opinión, también se puede traducir como la apertura del «oído interior» del alma a la voz de la consciencia. Nos puede guiar hacia un sentimiento de certidumbre moral sobre lo que deberíamos o no deberíamos hacer, así como hacia los ideales que pueden inspirar nuestros actos.
Los primeros ordenadores eran tan grandes que para manejarlos había que estar de pie o moverse a su alrededor. Con la invención de los ordenadores de sobremesa pudimos sentarnos y relacionarnos con ellos cara a cara, por decirlo así. Después fue posible guardárselos en el bolsillo y ahora, gracias a los relojes y a las gafas inteligentes, llevarlos acoplados al cuerpo. En cada una de estas etapas, la interfaz se ha vuelto cada vez más «amable para los humanos», al tiempo que nos hemos ajustado interiormente para relacionarnos con ellos día a día, hora a hora e incluso minuto a minuto. De este modo, el ordenador se ha ido adaptando a los contornos del cuerpo y el alma, mientras nuestra vida interior ha adquirido, lenta pero indudablemente, un mayor grado de compatibilidad con el ordenador; ello ha afectado a nuestro lenguaje, a nuestros procesos de pensamiento y a nuestros hábitos. En esta simbiosis evolutiva, en la que estamos cada vez más entrelazados con el ordenador, también nos hemos vuelto más dependientes de él. La integración biológica no está lejos. Es el siguiente paso lógico. Por tanto, reviste la mayor importancia que abramos bien los ojos al hecho de que, aun teniendo presente que los humanos son los inventores y fabricantes de las tecnologías digitales, así como sus ávidos consumidores, la fuerza impulsora que subyace a la revolución digital no es simplemente humana: lo «inhumano» también intenta realizarse dentro de lo humano.
Pero ¿cómo caracterizar este espectro de lo inhumano?
Acerca de ese peligro de lo inhumano impuesto sobre lo humano, del poder adictivo de las nuevas tecnologías y de la desconexión con el mundo natural, suplantado por un mundo virtual, alerta este ensayo en el que Naydler reivindica la importancia de la conciencia moral y de la dimensión espiritual de la existencia:
¿Qué significa vivir humanamente? Si la totalidad de lo que somos incluye un núcleo espiritual del que en su mayor parte no somos conscientes, entonces vivir humanamente ha de ser vivir con una mayor consciencia de dicho núcleo. Debemos reforzar nuestro sentimiento de que este núcleo espiritual es nuestro más profundo y auténtico yo y, por tanto, la parte de nosotros con la que debemos aspirar a identificarnos. Lo cual exige que emprendamos la ardua tarea de transformarnos interiormente hasta que tales deseos, inclinaciones y arraigados hábitos de pensamiento, que nos arrastran alejándonos de ese recuerdo esencial, cambien poco a poco y se alineen interiormente con lo que las tradiciones de la sabiduría nos dicen que es el auténtico centro de nuestro ser. Este esfuerzo moral de volvernos hacia el núcleo espiritual de lo que somos y arraigarnos en él implica un viraje en la cualidad de nuestro pensamiento: pasar de la dependencia del pensamiento discursivo, orientado al resultado y que salta de un pensamiento a otro, a la revalorización de la quietud y la receptividad del acto de contemplar. Boecio ofrece la hermosa imagen de los buscadores de la verdad que han de curvar su errante consciencia en un círculo y enseñar a sus almas a «alojarse en la casa del tesoro» que se halla en el centro. Allí encontrarán una luz, más intensa incluso que la luz solar, que iluminará sus mentes desde el interior.
Porque la fragmentación psíquica y la dificultad de la introversión podrían acabar provocando el olvido del ser del que avisaba Heidegger y la huida de la realidad podría encontrar un refugio inseguro e indeseable en una existencia virtual cuando -como afirma Naydler- “el desafío sigue siendo el de ser capaces de vivir con plenitud en el mundo real.”
Santos Domínguez