Luis Antonio de Villena.
Sublime Solarium.
Introducción de Martín Rodríguez-Gaona.
Libros del Aire. Madrid, 2014.
Como respuesta o como complemento –que de las dos maneras puede entenderse- a la antología Nueve novísimos poetas españoles contemporáneos que Castellet había publicado un año antes, Antonio Prieto reunió en 1971 en Espejo del amor y de la muerte a un conjunto de poetas jóvenes y prácticamente inéditos que, pese a ser aún escritores incipientes de una obra en formación, mantienen un cierto aire común no sólo entre ellos, sino con novísimos como Gimferrer, Carnero o Azúa.
Pero lo más importante es que en esa antología empiezan a perfilar su voz personal poetas como Luis Alberto de Cuenca, Javier Lostalé o Luis Antonio de Villena, que ese mismo año publica en la misma editorial su primer libro, este Sublime Solarium que acaba de reeditar Libros del Aire en su colección Jardín Cerrado, con un prólogo de Martín Rodríguez-Gaona, que habla de estos “primeros y lujosos textos” que componen un libro “seminal, pues anuncia el idealismo de raigambre platónica que recorre todas las entregas de Luis Antonio de Villena.”
Menos lírico, más narrativo que otros coetáneos suyos, propenso a las máscaras culturalistas –las personae de Pound-, Villena comparte con algunos de los Nueve novísimos de la antología de Castellet y con los complementarios del Espejo –que no tienen una voz única ni mucho menos- rasgos como un cierto barroquismo estetizante, los paisajes urbanos, las referencias metaliterarias o culturalistas y un refinamiento estilístico neomodernista que sitúa el canon verbal y la actitud vital de su poesía en esa terraza más alta a la que alude el título, en ese Sublime Solarium al que según la tradición subió Abd Al-Rhamán II para suicidarse.
Rasgos que en este libro se manifiestan a veces con una contundencia excesiva –“libro extremoso” lo ha llamado el propio Villena- que el autor iría limando en sus obras posteriores.
Desesperadamente amaba las frondas del ocaso,
la etérea golondrina, tropo o voz del silencio.
Descansaba sus ojos en ópalos de fuego, recortaba
un enjambre de rosas o amaranto en viridarios
verdes como cortinas luengas, como bocas de faunos.
Sacerdotes de Persia con los ojos inmensos como
azabaches solos, donde un labio de sangre, un sueño,
en el ámbar del vidrio desmayaba las uñas, el
múrice, el polvo de arroz y el fuego de una actriz
de tragedia. Y los pétalos tiernos acercaba a sus labios.
Nostalgia de montañas sentía por la sangre,
cincelados abetos que en los brazos del tiempo un
recuerdo albergaban, celindas como lagos sin memoria,
dúctiles, largos, sinuosos y tórridos collares.
La corrupción anida, príncipe del viento, en la belleza.
En mis brazos se mece como añoranza eterna,
renuncia a todo árbol porque todo es inútil,
y afán de muerte siempre en la voz de las rosas.
Después fue tan sólo tomar alfanje de su vaina
de oro, encerrar versos tibios en las cajas-desvanes
y arder en la memoria símbolos eternos, columnas,
fustes, capiteles dorados como antorchas o esmeraldas
sus ojos entre dioses de oro, sedas, vertumnos,
ninfas de opereta…
Las damas de la corte sangran senos de alondra,
y Heliogábalo muerto – 235 de la era cristiana -
sobre el mármol dejó para nosotros, rojos alminares,
olor de casia dulce y de cerezas…
La corrupción anida, príncipe del viento, en la belleza.
Pero una de las características que más llaman la atención en el volumen es la coexistencia de distintas líneas temáticas y estilísticas. La Italia renacentista y Al-Andalus, Amadís y Marilyn en una mitología en la que conviven lo clásico y lo contemporáneo, el decadentismo finisecular y el superrealismo, la literatura y el cine, el tango y la poesía trovadoresca, la Eneida y el Ananga-Ranga, un sacerdote egipcio del siglo II a. C. y Henry James o un copista medieval en los atrios de la noche.
Múltiples tiempos, tonos y registros que encuentran su cauce expresivo en el verso blanco o en el soneto clásico, en el verso libre o en el poema en prosa, como en el texto que evoca el episodio que inspira el título:
MUERE ABD AL-RAHMAN II
... scanditque sublime solarium.
Eulogio de Córdoba Memoriale sanctorum, libro II.
Dos ángeles de fuego se habían posado en sus labios —sus labios, un pétalo de cítiso sobre el minúsculo blanco mar de una piedra preciosa—. Soñó que cien atauriques recogían sus manos de alabastro, imaginó trotar cetrino de pálidos cenetes, sus pupilas en un inmenso desierto, rumor de borceguíes sobre el viento blanco...
Una mano había traído la muerte desde joyas de nieve casi iguales a agua.
Dos ángeles de fuego posados en sus labios. Y un sable de plata, el filo de una rosa o rumor de acequias, húmedas huríes mordidas en el aire de silencios raros. Después del último beso, el desierto habitó en sus ojos y subió a la más alta terraza. Como tantos que revólver en mano, heridos en los labios por un pico de alondra, descreen de los jardines,y en la terraza, mientras suena la música, sienten apagarse los faros de los autos, las ramas infinitas de píricas estrellas...
Una mano había traído la muerte. Y el desierto habitó entonces en los ojos del emir, en sus grandes anillos, en su cárdena oriflama, y todo fue ya para siempre.
Un papemor verde muere de amor en el tibio jardín donde escribe el cronista. Atardece, y un ruiseñor se desmaya.
Santos Domínguez