Luis Harss.
Los nuestros.
Alfaguara. Madrid, 2012.
La reedición de Los nuestros, de Luis Harss, en Alfaguara es una de las mejores noticias del año editorial.
Aquel libro, escrito inicialmente en inglés -Into the Mainstream: Conversations with Latin American Writers- y traducido por él mismo al español, apareció en noviembre de 1966 en Sudamericana de la mano de Paco Porrúa y fijó el minuto inicial del boom de la novela latinoamericana.
Llevaba años sin reeditarse, pero no sin circular, porque es un clásico necesario. Lo explica Luis Harss en la Nota inicial a esta nueva edición: cuando el libro ya no se conseguía en librerías, la gente lo robaba de las bibliotecas.
Por eso, el creciente número de copias piratas indicaba que la recuperación de Los nuestros casi medio siglo después de la primera edición, no solo era pertinente sino imprescindible.
Los nuestros excedió desde muy pronto la modestia de su planteamiento inicial como libro de entrevistas o galería de retratos para convertirse en el primer acercamiento crítico y luminoso a la novela latinoamericana de los años sesenta, en una referencia tan ineludible como las obras mayores del boom.
En cierto modo, Harss estaba inventando el boom, bautizándolo y fijando un canon que reunía equilibradamente dos generaciones de narradores: los mayores -Carpentier, Asturias, Borges, Guimarães Rosa, Onetti- y los aún jóvenes Cortázar, Rulfo, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, unidos por un propósito literario común que –como señala Harss- es el tema constante de Los nuestros: la realidad pensada y hablada de otro modo.
Cada uno de los diez capítulos es un ensayo que tiene como núcleo una conversación en la que el autor habla, respira, reflexiona. Y a partir de ese núcleo, Luis Harss elabora un comentario crítico que es, con la perspectiva de varias décadas, lo más interesante de este libro imprescindible.
Han pasado casi cincuenta años desde la aparición de esta obra que fue mucho más que un libro oportuno, como lo califica con modestia Harss. Y mucho más que un libro polémico, porque, cuando todavía no se sabía si aquellos escritores eran una casualidad o una promesa, quedaron fuera de aquella selección a autores como Sabato, Clarice Lispector, Arguedas, Donoso, Roa Bastos, Lezama Lima, Felisberto Hernández o Cabrera Infante, y proyectó una mirada muy crítica sobre la novela anterior, de corte indigenista y naturalista que surge en torno a 1920 bajo la influencia tardía del realismo europeo.
Rómulo Gallegos, Horacio Quiroga, Ciro Alegría o Eduardo Mallea son algunos de los novelistas que arrastraron durante décadas aquel retraso originario que contrasta con la decisiva renovación poética que había generado la literatura hispanoamericana desde Rubén Darío a Neruda pasando por Vallejo o Huidobro.
Superficialidad, anacronismo, atraso y localismo eran algunas de las rémoras de aquella novela precontemporánea frente a la que Roberto Arlt fue una isla excéntrica y marginal, sin la calidad que precisaba aquella literatura para salir de las selvas intrincadas, las pampas interminables o las ciénagas peligrosas.
Lo que trajo el boom, marcado por influencias comunes como las de Faulkner, Hemingway o Camus, fue una nueva relación del novelista con la realidad, con la lengua literaria y con el habla de la calle. Una nueva relación que dio como resultado una narrativa totalizadora que rompió con el anacronismo de la novela extemporánea y que, como señala Harss, se ramificó en dos tendencias que a veces se cruzan en intersecciones: la panorámica y la interior, la que tiende a la mirada colectiva en Carpentier, Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez, o al ensimismamiento y lo conceptual en Borges, Onetti o Cortázar.
Han pasado casi cincuenta años desde que la lectura de Rayuela generó en Harss la idea de este libro y muchas cosas desde entonces –dictaduras, premios y reconocimientos universales, traducciones a las principales lenguas de cultura, decenas de títulos posteriores como Cien años de soledad, que cambió el mundo. Títulos con los que creció en extensión y en profundidad, en cantidad y calidad, la obra de estos autores- pero en los diez ensayos de Los nuestros quedó delimitado el perfil de la nueva novela latinoamericana, de su proyección universal y de sus nombres esenciales:
Alejo Carpentier -precursor de nuestra novela actual; el primero de nuestros novelistas en querer asumir la experiencia latinoamericana en su totalidad-, Miguel Ángel Asturias -el novelista que ha penetrado más a fondo en lo latente e irracional de nuestra cultura-, Jorge Luis Borges -una figura casi legendaria —una ausencia— en nuestra literatura; una aspiración al absoluto que se vislumbra en las formas de la imaginación-, João Guimarães Rosa -nadie ha penetrado como él en la psicología del habitante del sertão; es literatura contemporánea con sus laberintos cronológicos y sus arquitecturas verbales-, Juan Carlos Onetti -le interesa un único tipo emocional —casi abstracto—: el extranjero, en los diversos sentidos de la palabra. El alienado de su sociedad-, Julio Cortázar - brillante, minucioso, provocativo, adelantándose a todos sus contemporáneos latinoamericanos en el riesgo y la innovación; un bromista que convive con un visionario; un pescador en aguas profundas que tiende mil redes, un hombre de infinitos recursos, violento, contradictorio, jubiloso, paradójico-, Juan Rulfo -uno de los milagros de nuestra literatura; sus libros están en un paisaje de tragedia clásica, los muertos lo persiguen-, Carlos Fuentes -el hombre de letras completo-, García Márquez –gracias a García Márquez, el lugar más interesante de Colombia es un pueblo tropical llamado Macondo, que no aparece en ningún mapa-, Vargas Llosa -un inspirado que parecía haber nacido bajo una lengua de fuego. Tenía fuerza, fe y la verdadera furia creadora; un perfeccionista que agoniza con cada hijo que trae al mundo y trata de controlar todos los aspectos de su obra, desde la primera chispa creadora hasta el parto final, y siempre dudoso, que es la publicación.
Medio siglo después de aquel libro mítico y milagroso por el que no ha pasado el tiempo, aquella foto fija que marcaba en 1966 el canon de la nueva novela latinoamericana era un diagnóstico exacto y un pronóstico lúcido, una profecía que el tiempo ha ido confirmando casi cincuenta años después de aquella primera edición de Los nuestros, cuando no se sabía si aquellos diez nombres eran un punto y aparte o un punto de partida. Acabaron siendo las dos cosas.
Santos Domínguez