Antonio Machado.
Campos de Castilla.
Edición conmemorativa.
Ilustraciones de Juan Manuel Díaz-Caneja.
Cálamo Ilustrados. Palencia, 2012.
Para conmemorar el centenario de la primera edición de Campos de Castilla, Cálamo publica una bellísima edición especial de uno de los libros fundamentales de la poesía española con abundantes ilustraciones tomadas de cuadros de Juan Manuel Díaz-Caneja, un pintor palentino al que Juan Benet dedicó un capítulo memorable – Caneja, Juan Manuel- en Otoño en Madrid hacia 1950.
En aquel texto, Benet señalaba que todo acto sale de su persona gravado por el paso del tiempo, un concepto central también en la poesía –palabra en el tiempo- de Machado.
Las texturas sólidas y ocres de las pinturas de Caneja, tan cercanas en su estética a los versos de Campos de Castilla, a su mirada y a su ética del paisaje del páramo mesetario, son el mejor complemento plástico a esta edición que ofrece el libro en su versión definitiva, la que apareció en 1917 en las Poesías completas con todo el material escrito en Baeza.
Está en él el cainismo del hombre de los campos que incendia los pinares y el recuerdo espiritualizado de Leonor, que murió el 1 de agosto de 1912, apenas tres meses después de la aparición de Campos de Castilla.
Pero está sobre todo, subrayado por los cuadros de Caneja, las serrezuelas calvas, las llanuras bélicas y los páramos de asceta, los calvijares y las pardas sementeras, el paisaje de encinas y roquedas que Machado descubrió en Soria, junto al Duero, y evocó desde Baeza y los olivares que descienden hacia el Guadalquivir.
Un paisaje que poco a poco –y sobre todo en la segunda edición de Campos de Castilla- asimila Antonio Machado hasta el punto de convertirlo en paisaje interior asociado a la pérdida de la amada y del paraíso, porque –como decía Benet de Caneja- la depuración de su arte es cosa anímica.
Ahí están para demostrar esa depuración cada vez menos figurativa, el ocre de los alcores y el gris plomo de las sierras en unos cuadros sobre los que parece flotar ese glauco vapor que vio también un día Antonio Machado.
En aquel texto, Benet señalaba que todo acto sale de su persona gravado por el paso del tiempo, un concepto central también en la poesía –palabra en el tiempo- de Machado.
Las texturas sólidas y ocres de las pinturas de Caneja, tan cercanas en su estética a los versos de Campos de Castilla, a su mirada y a su ética del paisaje del páramo mesetario, son el mejor complemento plástico a esta edición que ofrece el libro en su versión definitiva, la que apareció en 1917 en las Poesías completas con todo el material escrito en Baeza.
Está en él el cainismo del hombre de los campos que incendia los pinares y el recuerdo espiritualizado de Leonor, que murió el 1 de agosto de 1912, apenas tres meses después de la aparición de Campos de Castilla.
Pero está sobre todo, subrayado por los cuadros de Caneja, las serrezuelas calvas, las llanuras bélicas y los páramos de asceta, los calvijares y las pardas sementeras, el paisaje de encinas y roquedas que Machado descubrió en Soria, junto al Duero, y evocó desde Baeza y los olivares que descienden hacia el Guadalquivir.
Un paisaje que poco a poco –y sobre todo en la segunda edición de Campos de Castilla- asimila Antonio Machado hasta el punto de convertirlo en paisaje interior asociado a la pérdida de la amada y del paraíso, porque –como decía Benet de Caneja- la depuración de su arte es cosa anímica.
Ahí están para demostrar esa depuración cada vez menos figurativa, el ocre de los alcores y el gris plomo de las sierras en unos cuadros sobre los que parece flotar ese glauco vapor que vio también un día Antonio Machado.
Juan Carlos Mestre.
La bicicleta del panadero.
Calambur. Madrid, 2012.
Calambur. Madrid, 2012.
Calambur acaba de publicar La bicicleta del panadero, la última y abundante entrega poética de Juan Carlos Mestre. Su ambición imaginativa, su desobediencia reivindicativa, su ruptura con la sintaxis previsible, su alternativa a la semántica convencional hacen de esta poesía una actividad fundacional desde la que se defiende la posibilidad de la utopía. Al alto voltaje poético, simbólico y verbal que contienen los libros del autor, se suma aquí un torrente circulatorio que se alimenta de lo más hondo de la experiencia y de la memoria, del conocimiento del dolor y de la reivindicación de la felicidad.
Yo es otro, escribió Rimbaud cuando colocaba una de las piedras maestras de la conciencia contemporánea. Y aquí también el poeta se proyecta en un sujeto múltiple (el dudoso o el carpintero, el sastre melancólico o el desconsolado en su equinoccio) para revelar lo invisible – como sus maestros Lautreamont, Pérez Estrada, Gamoneda o Lezama Lima- a través de la luz de la palabra, para hacer del lenguaje no sólo un fuego que ilumine la noche de la tribu, sino también una vía de conocimiento del mundo desde la oscuridad y la intemperie, desde las raíces últimas de la sangre.
Ética y verdad, poesía que es a la vez sublevación civil y estética, defensa de la desobediencia y la creatividad, de la insumisión verbal y la libertad imaginativa. Frente al espanto del silencio cómplice o cobarde, he aquí un testigo: uno de los alucinados hijos de Orfeo que evoca en estas páginas el hijo del panadero de Villafranca del Bierzo, una de las voces verdaderas e imprescindibles de la poesía española actual.
Ética y verdad, poesía que es a la vez sublevación civil y estética, defensa de la desobediencia y la creatividad, de la insumisión verbal y la libertad imaginativa. Frente al espanto del silencio cómplice o cobarde, he aquí un testigo: uno de los alucinados hijos de Orfeo que evoca en estas páginas el hijo del panadero de Villafranca del Bierzo, una de las voces verdaderas e imprescindibles de la poesía española actual.
Alfredo Rodríguez.
De oro y de fuego.
Los papeles del sitio. Sevilla, 2012.
De oro y de fuego.
Los papeles del sitio. Sevilla, 2012.
Alfredo Rodríguez ofrece en De oro y de fuego su entrega poética más madura, un tríptico (Desmemoria, Fuego en el fuego, Deriva) que articula una secuencia de poemas que tienen su origen en una exposición de arte medieval. Detrás de esas referencias culturales se adivina la hondura de una voz poética confesional, de un hombre que habla de sí mismo a través del diálogo con los otros.
Recorre los versos de este libro la función sanadora de la poesía como exorcismo frente a la destrucción, la evocación del fuego que el poeta sabe que será ceniza. La vida y la muerte, el fulgor y la sangre, el oro y la ceniza, la palabra en el tiempo en el que arde y brilla como las cenizas del navegante /que volvieron al mar.
Recorre los versos de este libro la función sanadora de la poesía como exorcismo frente a la destrucción, la evocación del fuego que el poeta sabe que será ceniza. La vida y la muerte, el fulgor y la sangre, el oro y la ceniza, la palabra en el tiempo en el que arde y brilla como las cenizas del navegante /que volvieron al mar.
Recaredo Veredas.
Nadar en agua helada.
Bartleby. Madrid, 2012.
Nadar en agua helada.
Bartleby. Madrid, 2012.
Si nadaran en el frío sus manos cansadas, hundidas en brazadas cortas, esquivando la deriva del hielo, las lágrimas volverían al pecho y los estibadores reirían bajo las largas cadenas de las grúas.
Igual que Quevedo sabía nadar el agua fría del olvido y perder el respeto a la ley severa de la muerte, los intensos poemas en prosa de Recaredo Veredas son una respuesta al silencio, una negación rebelde de la destrucción, una entrada en el abismo de las pérdidas y en el vacío de la culpa.
En Nadar en agua helada, que publica Bartleby, la emoción y la intensidad del lenguaje establecen un difícil y admirable equilibrio en unos fragmentos elípticos, sincopados y potentes que la purga de un corazón desolado por la escarcha y acosado por la lluvia.
Igual que Quevedo sabía nadar el agua fría del olvido y perder el respeto a la ley severa de la muerte, los intensos poemas en prosa de Recaredo Veredas son una respuesta al silencio, una negación rebelde de la destrucción, una entrada en el abismo de las pérdidas y en el vacío de la culpa.
En Nadar en agua helada, que publica Bartleby, la emoción y la intensidad del lenguaje establecen un difícil y admirable equilibrio en unos fragmentos elípticos, sincopados y potentes que la purga de un corazón desolado por la escarcha y acosado por la lluvia.
Santos Domínguez