Julian Barnes. El perfeccionista en la cocina.
Traducción de Jesús Zulaika.
Anagrama. Barcelona, 2006.
El perfeccionista en la cocina no se ocupa de si cocinar es una ciencia o un arte; se conforma con que sea una artesanía, como la carpintería o la soldadura casera. Tampoco es un cocinero competitivo. (...) Se contenta con cocinar alimentos sabrosos y nutritivos; sólo pretende no envenenar a sus amigos; sólo desea ampliar poco a poco su repertorio.
El perfeccionista en la cocina que acaba de publicar Anagrama es la autobiografía culinaria de un cocinero tardío y cáustico, tan divertida e inteligente como el previsible humor y la sabiduría narrativa de Julian Barnes. La enésima demostración de que cualquier tema -hasta el más trivial, como el tamaño de una cebolla mediana o lo que cabe en una pizca- es susceptible de nuevos enfoques creativos. Quienes leyeron El loro de Flaubert ya saben lo mucho que pueden esperar de Julian Barnes.
Patatas enlatadas en salmuera, zanahorias glaseadas en agua de Vichy, mayonesa de merengue y pistachos con salsa de soja... La verdad es que para un meridional esas recetas, con una cocción que le da a la carne un color macilento y demasiado olor a coles y a sopa clara, no son demasiado apetitosas, pero son la excusa para una obra como esta, que no es una simple excursión entre pucheros. Es también una reflexión sobre los matices de las palabras en los libros de cocina, sobre una realidad de límites difusos que la lengua enturbia aún más:
¿Cuánto pesa un pedazo? ¿Es lo mismo que un trozo? ¿Qué volumen tiene un dedo? ¿Dónde está el límite que separa una rociada de un chorro o una lluvia? ¿Qué diferencia hay entre una cuchara llena y una cuchara colmada? ¿Qué tamaño tiene una cebolla mediana? ¿Cómo pesar 20 gramos de yema de huevo para añadir a lo que está en la cazuela?
Si el perfeccionista se para a calibrar estos matices y a deshacer ambigüedades o a averiguar proporciones inespecíficas se le arruina la base del guisado que ya ha puesto al fuego.
Eso sí. Si ocurre el desastre, se proporciona aquí también la coartada en forma de frase incontestable: “Esto no es un restaurante.” Y de reflexión existencial: “Un fracaso no es una deshonra y muchas veces puede ser más instructivo que un éxito.”
En 1923 Conrad escribía en el prólogo para un libro de cocina que firmaba su mujer: “La buena cocina es un agente moral.”
Y puestos a matizar. ¿Qué se entiende por buena cocina? Quizá sea más fácil responder a qué se entiende por buena literatura: Libros como este.
El perfeccionista en la cocina que acaba de publicar Anagrama es la autobiografía culinaria de un cocinero tardío y cáustico, tan divertida e inteligente como el previsible humor y la sabiduría narrativa de Julian Barnes. La enésima demostración de que cualquier tema -hasta el más trivial, como el tamaño de una cebolla mediana o lo que cabe en una pizca- es susceptible de nuevos enfoques creativos. Quienes leyeron El loro de Flaubert ya saben lo mucho que pueden esperar de Julian Barnes.
Patatas enlatadas en salmuera, zanahorias glaseadas en agua de Vichy, mayonesa de merengue y pistachos con salsa de soja... La verdad es que para un meridional esas recetas, con una cocción que le da a la carne un color macilento y demasiado olor a coles y a sopa clara, no son demasiado apetitosas, pero son la excusa para una obra como esta, que no es una simple excursión entre pucheros. Es también una reflexión sobre los matices de las palabras en los libros de cocina, sobre una realidad de límites difusos que la lengua enturbia aún más:
¿Cuánto pesa un pedazo? ¿Es lo mismo que un trozo? ¿Qué volumen tiene un dedo? ¿Dónde está el límite que separa una rociada de un chorro o una lluvia? ¿Qué diferencia hay entre una cuchara llena y una cuchara colmada? ¿Qué tamaño tiene una cebolla mediana? ¿Cómo pesar 20 gramos de yema de huevo para añadir a lo que está en la cazuela?
Si el perfeccionista se para a calibrar estos matices y a deshacer ambigüedades o a averiguar proporciones inespecíficas se le arruina la base del guisado que ya ha puesto al fuego.
Eso sí. Si ocurre el desastre, se proporciona aquí también la coartada en forma de frase incontestable: “Esto no es un restaurante.” Y de reflexión existencial: “Un fracaso no es una deshonra y muchas veces puede ser más instructivo que un éxito.”
En 1923 Conrad escribía en el prólogo para un libro de cocina que firmaba su mujer: “La buena cocina es un agente moral.”
Y puestos a matizar. ¿Qué se entiende por buena cocina? Quizá sea más fácil responder a qué se entiende por buena literatura: Libros como este.
Santos Domínguez