Carlos Palacios.
El largo invierno chino.
Eutelequia. Madrid, 2013.
Milán era una ciudad laboriosa, de furgonetas y motociclos descargando constantemente mercancía delante de las puertas de los comercios. Era también silenciosa, pero de un sordo rumor maquinoso y monótono de oficina; la gente no se paraba a hablar por la calle y solo se escuchaba el ronquido de los motores y el timbre de los tranvías. Las casas y las aceras tenían un aspecto de decrepitud contenida, como esperando una lluvia torrencial que definitivamente las arruinase. Algunas veces parecía una ciudad alemana detenida en los años setenta, con edificios de cristales roñosos y acero, plagados de carteles comerciales y relojes electrónicos. Otras veces recordaba a una ciudad del Imperio Austrohúngaro, a los tiempos de Verdi y Manzoni. Tras grandes puertas de madera en forma de arco por las que en el siglo XIX habían cruzado las carrozas, se escondían amplios y graciosos patios, muchos de ellos verdaderos jardines franceses a los que se asomaban las fachadas internas de las casas, con ropa tendida y estrechas balconadas comunicantes donde los vecinos tenían que pegarse a las paredes para darse paso cuando se encontraban. De los tejados, imponentes chime-neas expulsaban de forma ínmisericorde un humo blanco que luego se compactaba en el cielo como si fuera nata.
Esa descripción de Milán, el espacio en que se desarrolla la novela, forma parte de El largo invierno chino, de Carlos Palacios, que publica Eutelequia.
Articulada sobre la perspectiva alternante entre el narrador, un profesor español en Milán –como el autor, por cierto- y John Won, limpiador en el CUBO, un edificio donde se hacinan trabajadores chinos sin permiso de residencia, es una metáfora que desborda los límites de la ciencia ficción o la novela negra para trazar un relato parabólico, desolado y crítico, del mundo actual.
Eso resume el eje temático de la novela, que se expresa en un párrafo como este:
Y así iniciamos nuestra expansión por el Viejo Continente. Ya éramos propietarios de unos bazares en los que se encontraba de todo y a precios bajísimos y ahora también de restaurantes en los que satisfacíamos la demanda de miles de europeos deseosos de imitar a los americanos. Abrimos muchísimos locales y tuvimos que llamar a numerosos compatriotas. Las autoridades nos permitían todo porque éramos necesarios. Comer en uno de nuestros restaurantes costaba una cuarta parte de lo que costaba comer en uno de los de aquí y a los altos cargos y a los empresarios les convenía mantener la ficción de que sus ciudadanos tenían capacidad económica suficiente para invitar a toda la familia. En Europa viven como en un teatro: piensan que tienen libertad para hacer lo que quieran, pero la libertad la tienen nada más que unos pocos. ¿Libertad para qué?, que se decía al principio en la Unión Soviética. La única igualdad ha sido la que tenemos en nuestras sociedades comunistas, el resto es mentira. Ahora parece que se están cansando de los restaurantes chinos y hemos sacado la moda de los restaurantes japoneses de sushi, por supuesto que gestionados por nuestros hombres; nadie nota la diferencia y todos contentos, por no hablar del beneficio extraordinario que estamos consiguiendo. Contamos con una gran ventaja que definirá el mundo futuro, Won: la lengua. Habrá ciudadanos de primera, que seremos nosotros, y ciudadanos de segunda, y no será por cuestiones económicas sino por cuestiones lingüísticas. Nuestra lengua es prácticamente imposible para los occidentales. La Academia China de la Lengua lucha cada año para hacer aún más compleja nuestra gramática y que no pueda ser entendida por nadie que no sea nativo. ¿Se da cuenta?
Porque esta novela no solo es una denuncia de la explotación de los trabajadores clandestinos chinos por las distintas redes organizadas extendidas por Europa, sino una oscura profecía apocalíptica sobre la implantación de un nuevo modelo socioeconómico que parece asumirse en las sociedades occidentales siguiendo el ejemplo chino.
Ese es el verdadero peligro amarillo con el que se nos viene amenazando desde hace décadas. Y para reflejarlo, como en los esperpentos de Valle-Inclán, Carlos Palacios adopta una perspectiva deformante y grotesca, porque una realidad como la actual solo puede reflejarse con la matemática del espejo cóncavo, con una óptica de la distorsión.
Santos Domínguez