John Ashbery.
Por dónde vagaré.
Traducción de Daniel Aguirre.
Lumen. Barcelona, 2006.
Por dónde vagaré.
Traducción de Daniel Aguirre.
Lumen. Barcelona, 2006.
No hay nada que explicar de un libro como este Por dónde vagaré, el último hasta ahora de los que ha escrito ese poeta alucinante y alucinado que es John Ashbery. Lo ha publicado Lumen y es desde hace unas semanas uno de los títulos más vendidos en las secciones de poesía.
No hay nada que explicar, decía, de este libro inexplicable con una lógica comunicativa porque su comprensión, su percepción está fuera de la lógica, más allá o por encima. Y si no es un libro comprensible en ese acercamiento, difícilmente será un libro explicable.
Inexplicable, sí, pero de una enorme fuerza verbal, de un ritmo expresivo que envuelve al lector y lo absorbe con la potencia de huracán que hay en sus palabras secretas. ¿No es asombroso un huracán, su fuerza desatada y arrebatadora? Pues ese mismo asombro es el que tiene embebido al lector que entra en su páginas.
Hay aquí o allá un destello inteligible, la forma reconocible de un objeto, una sensación transmitida con la claridad del relámpago, un pensamiento...
El lector no entiende a fondo y estrictamente casi nada de este libro, pero sabe que le ha arrebatado con su fuerza centrípeta y que va a estar volviendo a estos versos y a estas prosas, como a otros libros de Ashbery, durante mucho tiempo.
Mejor dicho, durante el tiempo que pueda, porque eso (su fugacidad, la fragilidad del tiempo) se lo recuerda el poeta norteamericano una y otra vez. Eso sí lo ha entendido el lector. Y otras cosas las va entendiendo poco a poco o de golpe en lecturas sucesivas, en nuevos asedios al texto. Por ejemplo la belleza que tiene un verso como este:
Debajo de los pies estaba todo bien, pero perdido.
Magnífico, como se ve, oscuro y deslumbrante a la vez. Podrían multiplicarse los ejemplos de versos así de inolvidables, de definitivos, que, incluso después de la traducción, mantienen su fuerza. Eso, naturalmente, es mérito en primer lugar del poeta, pero a Daniel Aguirre hay que reconocerle su eficiencia y su sensiblidad para devolvernos ese y los otros versos limpios e indemnes después de traducidos, con latido palpable y sonoro.
Ese latido es particularmente intenso en el último texto, un largo poema en prosa que gana en tensión a medida que va avanzando. Un poema en el que se recogen, como en un recuento final, los temas fundamentales de la obra: el tiempo, el amor, la fragilidad absurda de la existencia, la desorientación del sujeto lírico, su desvalimiento.
Lo que más le sorprende al lector de un libro tan hermético, tan exigente como este, es que ocupe desde hace semanas un puesto destacado entre los más vendidos, como si se tratase de un subproducto de los de Antonio Gala.
Le sorprende, sí, pero no le escandaliza. Lo que le escandaliza de verdad es el otro libro. El de Gala, digo.
No hay nada que explicar, decía, de este libro inexplicable con una lógica comunicativa porque su comprensión, su percepción está fuera de la lógica, más allá o por encima. Y si no es un libro comprensible en ese acercamiento, difícilmente será un libro explicable.
Inexplicable, sí, pero de una enorme fuerza verbal, de un ritmo expresivo que envuelve al lector y lo absorbe con la potencia de huracán que hay en sus palabras secretas. ¿No es asombroso un huracán, su fuerza desatada y arrebatadora? Pues ese mismo asombro es el que tiene embebido al lector que entra en su páginas.
Hay aquí o allá un destello inteligible, la forma reconocible de un objeto, una sensación transmitida con la claridad del relámpago, un pensamiento...
El lector no entiende a fondo y estrictamente casi nada de este libro, pero sabe que le ha arrebatado con su fuerza centrípeta y que va a estar volviendo a estos versos y a estas prosas, como a otros libros de Ashbery, durante mucho tiempo.
Mejor dicho, durante el tiempo que pueda, porque eso (su fugacidad, la fragilidad del tiempo) se lo recuerda el poeta norteamericano una y otra vez. Eso sí lo ha entendido el lector. Y otras cosas las va entendiendo poco a poco o de golpe en lecturas sucesivas, en nuevos asedios al texto. Por ejemplo la belleza que tiene un verso como este:
Debajo de los pies estaba todo bien, pero perdido.
Magnífico, como se ve, oscuro y deslumbrante a la vez. Podrían multiplicarse los ejemplos de versos así de inolvidables, de definitivos, que, incluso después de la traducción, mantienen su fuerza. Eso, naturalmente, es mérito en primer lugar del poeta, pero a Daniel Aguirre hay que reconocerle su eficiencia y su sensiblidad para devolvernos ese y los otros versos limpios e indemnes después de traducidos, con latido palpable y sonoro.
Ese latido es particularmente intenso en el último texto, un largo poema en prosa que gana en tensión a medida que va avanzando. Un poema en el que se recogen, como en un recuento final, los temas fundamentales de la obra: el tiempo, el amor, la fragilidad absurda de la existencia, la desorientación del sujeto lírico, su desvalimiento.
Lo que más le sorprende al lector de un libro tan hermético, tan exigente como este, es que ocupe desde hace semanas un puesto destacado entre los más vendidos, como si se tratase de un subproducto de los de Antonio Gala.
Le sorprende, sí, pero no le escandaliza. Lo que le escandaliza de verdad es el otro libro. El de Gala, digo.
Santos Domínguez