21/1/07

Locura filosofal




Nigel Rodgers y Mel Thompson.
Locura filosofal.
Melusina. Barcelona, 2006.


Es sabido que el trato anglosajón con la filosofía es mucho menos circunspecto, grave y atildado que el continental. Esta actitud desinhibida y poco reverencial es la que explica que sea en ese ámbito cultural donde se den las condiciones para que aparezcan libros exitosos como éste que edita Melusina de Nigel Rodgers y Mel Thompson: Locura filosofal (un título, el de la traducción, que no sirve bien de epítome aunque tenga gancho el oxímoron; el título inglés anuncia un juicio menos clínico y severo: Philosophers Behaving Badly). Matices semánticos aparte, lo cierto es que se trata de un buen libro que da más de lo que promete. Es novedoso aunque la propuesta no sea nueva. La estrategia de acercarse a los textos filosóficos desde el sujeto biográfico del texto es deudora del giro hermenéutico-narrativo de las ciencias sociales. El paradigma bajo el que está escrito este libro asume como principio metodológico que la forma narrativa biográfica es un modo de construir la realidad con su propio criterio de verificación, opuesto a la tradición positivista de argumentación lógica, cuya verdad es independiente del contexto, abstracta y formal. Derrida lo ha dicho certero: “está bien (y está bien hacerlo bien) volver a poner en escena la biografía de los filósofos”. Es el caso que nos ocupa.

La biografía de los filósofos no ha dejado nunca de interesar en la historiografía filosófica y ha sido también un entremés socorrido en el ámbito académico como banderín de enganche de discentes poco proclives al pensamiento puro. De ahí el recurrir, por ejemplo, a que Agustín de Hipona era un crápula en sus años mozos antes de ganarse su "San". Desde el canónico texto de Diógenes Laercio han sido muchos los escritores que han seguido esta senda ad hominem: Paul Strathern es uno de los más solicitados hoy por los estudiantes porque escribe con llaneza y con gracia y, además, despacha biografías filosóficas en 90 minutos. De manera más seria, Ben-Ami Scharfstein en Los filósofos y sus vidas (Cátedra) ensaya una historia psicológica de la filosofía que puede servir de excelente complemento, por su mayor calado, para quien se interese por esta Locura filosofal. Como observación crítica he de señalar que, siendo el de Scharfstein uno de los mejores trabajos sobre el tema, Rodgers y Thompson no lo citen en la bibliografía.

La vida de los filósofos ha interesado, pues, desde antiguo pero sólo como pórtico de entrada, no para detenerse en ella y convertirla en el verdadero fundamento in re de la quidditas filosófica. En la enseñanza secundaria (que es donde la mayoría de los lectores tiene su primer, único y último contacto con la filosofía) se despacha la biografía en cuatro pinceladas que andan a caballo entre los formulismos del registro civil y los chismes del ágora. Pero nada o muy poco se plantea la cuestión de la urdimbre entre los sistemas de ideas y las experiencias vitales. Hace unas décadas la historiografía y la pedagogía filosóficas han “descubierto” otra llave maestra de la hermenéutica del texto: no es otra que el contexto (histórico, social y filosófico). No ya la biografía, sino la sociología de las ideas es lo que interesa, más incluso que el propio enfrentamiento desarmado con el gélido filo de las nudas ideas, una metafísica de intuiciones puras ya en desuso. De la mirada ontológica la filosofía reciente se ha vuelto a la mirada sociológica, antropológica y psicoanalítica. Los sistemas filosóficos son vistos como un producto cultural más y ya no tienen, desde luego, el empaque del Espíritu Objetivo hegeliano.

Por su parte, los lectores españoles de filosofía tienen muy a mano referencias culturales patrias que han elegido también esta senda de la filosofía biográfica como la única legítima: Unamuno y Julián Marías.

En las más de las historias de la filosofía que conozco se nos presenta a los sistemas como originándose los unos de los otros, y sus autores, los filósofos, apenas aparecen sino como meros pretextos. La íntima biografía de los filósofos, de los hombres que filosofaron, ocupa un lugar secundario. Y es ella, sin embargo, esa íntima biografía la que más cosas nos explica (escribe Unamuno en El sentimiento trágico de la vida).

La filosofía ha perdido ese aire reverencial, sagrado, inviolable, cuando se ha hecho humana, demasiado humana. Cuando nos hemos asomado a los textos por el hombro del hombre y no por el dictum invisible del oráculo. La palabra filosófica ya no es digna per se del amén sin que medie un trato de primera mano con quien la pronuncia. La vida de un filósofo no es una vida especial. La condición de filósofo no exime de ninguna de las vulgaridades de la más común de las existencias terrestres. Pero resulta curioso que esa misma coherencia entre obra y vida no se les exija a los literatos; en su caso más bien se piensa que sólo en el estiércol florecen las rosas estupendas mientras que en el sobrio secarral a lo más el vulgar cardo borriquero. En los escritores el malditismo es un plus (para la mercadotecnia, no para los auténticos lectores, a quienes el hombre se la trae). ¿Será que en los literatos buscamos leer lo que no podemos vivir y en los filósofos lo que no alcanzamos a pensar?

Desde que Nietzsche pusiera a Sócrates en su sitio, ya no quedan adhesiones inquebrantables ni beaterías filosóficas. Este libro nos enseña que ser filósofo no implica necesariamente pureza de espíritu, ni vida virtuosa ni credencial de racionalidad impecable. Tampoco es nuevo del todo el descubrimiento. Ya desde antiguo ser filósofo no es ser sophos. Este libro hace esa reconstrucción de la filosofía husmeando en la vida de los filósofos y escogiendo los capítulos más escabrosos, insensatos, perversos o miserables, pero con un gran acierto: no es un simple anecdotario que busque la risa fácil de la caricatura, ni da pábulo al chismorreo. Los filósofos elegidos para este escrutinio público de su reputación son ocho (si hubieran sido siete podrían haber tenido fácil hilvanar los capítulos al hilo de los pecados capitales; queda abierta la propuesta editorial). Todos ellos son filósofos modernos sin que ello implique que la sinrazón es exclusiva de la Modernidad. No han ido más lejos porque había que acotar.

Las citas que abren la Introducción valen por sí solas tanto como justificación del propósito de los autores como de excusa de la conducta de los biografiados. “Toda gran filosofía es la confesión de su creador y una especie de memorias involuntarias” (Nietzsche), “Quien piensa en grande, en grande debe errar” (Heidegger).

Esperábamos de los filósofos que vivieran a la altura de sus ideales porque, pese a las invectivas de la Ilustración, todavía no nos hemos desembarazado del tufo moralizante que tiene la filosofía desde Sócrates. Este libro muestra que no todos los sabios son vidas ejemplares pero eso no menoscaba el atractivo y fuerza de sus ideas ni compromete su veracidad. Las miserias humanas que se exhuman en cada caso son muy dispares. Estos son algunos de los trapos sucios que se airean:

Rousseau es un victimista, pregonero del buen salvaje pero pesebrista de la plutocracia más civilizada, mendaz, paranoico… De Schopenhauer se denuncia su misantropía al tiempo que se atestigua su incontestable superioridad intelectual. En este caso, yo no sé si la misantropía habría de tomarse por una virtud en lugar de por un vicio, como una válvula de escape en la mesocracia reinante. También se alude a su pesimismo existencial y se busca la explicación en sus traumas de la infancia. A los autores les reconvendría que no siempre la falta de esperanza es síntoma de locura. A veces es el antídoto contra la enajenación. Con todo, no queda muy mal parado. Más bien sale reforzado del psicoanálisis, pues se portó “como una persona egocéntrica y lúgubre” pero “con sombría coherencia”. El de Nietzsche es el capítulo más previsible del libro porque el “caso Nietzsche” ya es un lugar común de la historia clínica de la filosofía. En favor de los autores hay que subrayar que no se regodean en la postrera locura nietzscheana para refutar el valor de sus ideas sino que las exponen sucintamente de manera más acertada que en muchos manuales al uso y las acompasan al retrato biográfico para ensalzar su genialidad. Bertrand Russell se nos presenta como el paradigma de la formalización del pensamiento y también como un adalid de la informalidad en la conducta: un marido y padre miserable, un donjuan que mariposeaba entre las mujeres tanto como entre las cuestiones públicas, un genio de la lógica y un necio de la inteligencia emocional, un seductor procaz, un liberal libertino, un vanidoso paranoico, un filósofo imprescindible y un ser humano prescindible, “una vida de inteligencia templada por la indiferencia” que dijo él de sí mismo. Uno de los que sale peor parados es Heidegger; mientras que la historiografía filosófica canónica, en una suerte de pacto de silencio, ningunea o minimiza su relación con el nacionalsocialismo como una cuestión epidérmica y extrafilosófica, este libro enfatiza su colaboracionismo y va más allá al buscar en su filosofía existencial una suerte de excrecencia propagandística del mismo. Campesino y nazi, así se nos presenta a quien pasa por ser una de las figuras máximas de la refundación de la metafísica en el siglo XX, pese a su formalismo y su logomaquia, o quizás gracias a ella. Wittgenstein representa el tipo humano más sobrecogedor y fascinante por despertar a la vez en quien se le acerca asombro temeroso y conmiseración. Un asceta cuya vida personal fue tan árida y estéril como fecundos sus fogonazos filosóficos. Se subraya su carácter arisco y su homosexualidad culposa. Un místico ególatra. Un poco forzando los términos, los autores ensayan un paralelismo entre los genios de Wittgenstein y Adolf Hitler, compañeros de colegio. No considero que todas las comparaciones sean odiosas pero ésta sí es una de ellas. Sartre y Foucault son los últimos filósofos encausados. La sensación que saco como lector es que en ambos lo que escondían en sus biografías pesará más en el juicio que lo que exhibieron en sus escritos. Son los dos casos en los que la disonancia resulta más escandalosa. La luminosidad de sus ideas no me parece lo suficientemente intensa como para compensar la miserabilidad de sus vidas. El comunista conscientemente necio y el alopécico gay sadomaso dejan un mal sabor de boca que no endulzan las golosinas existencialistas o estructuralistas. Ambos son franceses y a ambos los veo como prisioneros satisfechos del esteticismo imperante en la filosofía francesa donde hay en ocasiones más pose que peso, ya desde Rousseau y Voltaire, también en Lyotard, Derrida, Lipovetsky, Glucksmann… Son los posmodernos, los del “caso Sokal”. En Sartre y Foucault la biografía resulta más atrayente que el pensamiento y los autores así lo han entendido porque son los dos casos en los que la exposición de su pensamiento se hace de modo más raquítico.

Una constante del libro (quizá el marchamo psicoanalítico del mismo) es la obsesión por la vida sexual de los filósofos. Hay de todo: desde la castidad involuntaria hasta la depravación sadomasoquista, pasando por el donjuanismo. Lo cierto es que ninguno de los filósofos escrutados sale airoso en lo tocante al sexo, pues en todos ellos la libido presenta alguna atrofia por exceso o por defecto. Que el tema sea recurrente me parece que es por lo que tiene de socorrido, no por otra cosa.

La tesis fuerte del libro es que la demencia vital de los filósofos, lejos de ser anécdota, es categoría, pero ello no invalida sus teorías. Los autores han sabido precaverse de la injusta falacia ad hominen porque saben que ellos podrían ser objeto también de la falacia tu quoque o quizás porque saben que lo esencial no es la vida de los filósofos sino los argumentos con que defienden sus ideas. Pueden lícitamente convivir el pecado de obra con la palabra virtuosa. A diario lo experimentamos cada uno de nosotros.

Para concluir, lo que más me ha interesado de este libro y, en mi criterio, su mayor valor, no es lo que promete, un retrato moral de los filósofos, sino lo que verdaderamente da: una sucinta exposición de algunos de los filosofemas más influyentes de la Modernidad escrita con la frescura de quien se siente libre del corsé academicista y no tiene que reverenciar a los hombres por admirar sus ideas. Es éste un libro que humaniza la filosofía pues nos enseña que los filósofos no son máquinas de pensar y que hasta en una vida canalla hay lugar para ideas felices.

(A los que este libro les abra el apetito, el traductor ha tenido a bien regalarles en la bibliografía la traducción castellana de todas las fuentes, cuando la tienen. Es un detalle).

Manuel Carrapiso Araújo.