Medardo Fraile.
Escritura y verdad. Cuentos completos.
Edición de Ángel Zapata.
Páginas de Espuma. Madrid, 2004.
Escritura y verdad. Cuentos completos.
Edición de Ángel Zapata.
Páginas de Espuma. Madrid, 2004.
Medardo Fraile “es un estilo, una respiración de la escritura”, señala Ángel Zapata en La ternura del nómada, el prólogo que ha escrito para esta Escritura y verdad, la recopilación de los cuentos completos del narrador madrileño que ha publicado Páginas de Espuma en una edición tan limpia y tan cuidada como los cuentos y el estilo de Fraile.
En esa introducción breve y certera a la poética del narrador, Ángel Zapata observa que, además de un estilo, Medardo Fraile es una excepción en el grupo de narradores del medio siglo, el grupo de los Aldecoa, Ferlosio, Martín Gaite o Fernández Santos. Formado, como ellos, en torno a la Facultad de Filosofía y Letras, a la cafetería sobre todo, de la Universidad de Madrid, integrado en aquel grupo de narradores que protegió Rodríguez Moñino en la Revista Española, la voz narrativa de Medardo Fraile es la de un disidente que practica una escritura interior de resonancias proustianas frente al neorrealismo y la mirada exterior y cinematográfica de aquellos años cincuenta.
Los cuentos de Medardo Fraile se alimentan de situaciones cotidianas transformadas en materia narrativa por la observación interpretativa del autor, que con una base argumental muy leve construye un mundo que en su aparente lirismo encubre un fondo amargo y pesimista atravesado por la melancolía y la nostalgia.
Autor consciente que ha reflexionado con agudeza y perplejidad sobre la técnica del relato y su misterio, Medardo Fraile es un estilista que no hace del estilo el centro de interés del cuento a la manera antinarrativa de Miró, otro de sus modelos. Sus relatos son algo más y algo menos que una historia, son relatos sin centro, escritura sin asunto que corre el peligro, felizmente salvado, de incurrir en Azorín.
Alguna vez ha señalado Fraile que los cuentos que más le gustan son los que no tienen argumento, aquellos en los que no pasa nada. Lo impreciso, lo abierto, el fragmento se convierten de esa manera en la sustancia narrativa de unos relatos que tienen tras su aparente sencillez un estilo muy trabajado y una capacidad de sugerir sin decir aprendida seguramente en Chejov y en Katherine Mansfield.
Publicados a lo largo de cincuenta años, los que transcurren entre Cuentos con algún amor (1954) y Años de aprendizaje (2004), estos cuentos completos, a los que se incorporan quince que no habían aparecido en ninguno de los libros anteriores, son la recopilación de toda una larga trayectoria dedicada al relato corto.
Bastarían un par de cuentos, como La muerte de Canalejas o El desván, para acreditar el talento de un escritor como Medardo Fraile, que diseña y pone en marcha, con el conocimiento del ingeniero y la soltura del artesano, ese mecanismo de precisión que es también un cuento.
Al frente de su primer libro, el narrador ponía una declaración de principios, una advertencia al lector: “No sé lo que es un cuento.”
Y desde los Cuentos completos que publicó Alianza en 1991, Medardo Fraile ha decidido cerrar todos sus libros con un texto muy significativo, que no habla ya del qué sino del cómo. Es un texto ajeno, el ejemplo XII de la Disciplina clericalis, de Pedro Alfonso: el cuento de las cabras y el río que aprovechó Cervantes en el Quijote. Un cuento final sin final.
Pocos entienden a un escritor de cuentos -declaraba Medardo Fraile no hace mucho, con esa ironía que él tiene-. Es como un señor que, nadie sabe por qué, se pone todos los días una americana estrecha en vez de meterse cómodamente en un macferlán. Para empezar, la gente cree que el cuento sólo tiene que ver con la infancia y le anima a uno a escribir novelas. Equiparar la literatura a la novela es pura ignorancia o estupidez. El escritor de relatos suele ser menos famoso y ganar menos dinero que otros literatos -aunque literato es una palabra que aborrezco- y, si escribe mejor que ellos, eso pasa también desapercibido. Quizás a cambio obtenga prestigio, satisfacción personal y el gusto de estar en rebeldía con su verdad a cuestas.
En esa introducción breve y certera a la poética del narrador, Ángel Zapata observa que, además de un estilo, Medardo Fraile es una excepción en el grupo de narradores del medio siglo, el grupo de los Aldecoa, Ferlosio, Martín Gaite o Fernández Santos. Formado, como ellos, en torno a la Facultad de Filosofía y Letras, a la cafetería sobre todo, de la Universidad de Madrid, integrado en aquel grupo de narradores que protegió Rodríguez Moñino en la Revista Española, la voz narrativa de Medardo Fraile es la de un disidente que practica una escritura interior de resonancias proustianas frente al neorrealismo y la mirada exterior y cinematográfica de aquellos años cincuenta.
Los cuentos de Medardo Fraile se alimentan de situaciones cotidianas transformadas en materia narrativa por la observación interpretativa del autor, que con una base argumental muy leve construye un mundo que en su aparente lirismo encubre un fondo amargo y pesimista atravesado por la melancolía y la nostalgia.
Autor consciente que ha reflexionado con agudeza y perplejidad sobre la técnica del relato y su misterio, Medardo Fraile es un estilista que no hace del estilo el centro de interés del cuento a la manera antinarrativa de Miró, otro de sus modelos. Sus relatos son algo más y algo menos que una historia, son relatos sin centro, escritura sin asunto que corre el peligro, felizmente salvado, de incurrir en Azorín.
Alguna vez ha señalado Fraile que los cuentos que más le gustan son los que no tienen argumento, aquellos en los que no pasa nada. Lo impreciso, lo abierto, el fragmento se convierten de esa manera en la sustancia narrativa de unos relatos que tienen tras su aparente sencillez un estilo muy trabajado y una capacidad de sugerir sin decir aprendida seguramente en Chejov y en Katherine Mansfield.
Publicados a lo largo de cincuenta años, los que transcurren entre Cuentos con algún amor (1954) y Años de aprendizaje (2004), estos cuentos completos, a los que se incorporan quince que no habían aparecido en ninguno de los libros anteriores, son la recopilación de toda una larga trayectoria dedicada al relato corto.
Bastarían un par de cuentos, como La muerte de Canalejas o El desván, para acreditar el talento de un escritor como Medardo Fraile, que diseña y pone en marcha, con el conocimiento del ingeniero y la soltura del artesano, ese mecanismo de precisión que es también un cuento.
Al frente de su primer libro, el narrador ponía una declaración de principios, una advertencia al lector: “No sé lo que es un cuento.”
Y desde los Cuentos completos que publicó Alianza en 1991, Medardo Fraile ha decidido cerrar todos sus libros con un texto muy significativo, que no habla ya del qué sino del cómo. Es un texto ajeno, el ejemplo XII de la Disciplina clericalis, de Pedro Alfonso: el cuento de las cabras y el río que aprovechó Cervantes en el Quijote. Un cuento final sin final.
Pocos entienden a un escritor de cuentos -declaraba Medardo Fraile no hace mucho, con esa ironía que él tiene-. Es como un señor que, nadie sabe por qué, se pone todos los días una americana estrecha en vez de meterse cómodamente en un macferlán. Para empezar, la gente cree que el cuento sólo tiene que ver con la infancia y le anima a uno a escribir novelas. Equiparar la literatura a la novela es pura ignorancia o estupidez. El escritor de relatos suele ser menos famoso y ganar menos dinero que otros literatos -aunque literato es una palabra que aborrezco- y, si escribe mejor que ellos, eso pasa también desapercibido. Quizás a cambio obtenga prestigio, satisfacción personal y el gusto de estar en rebeldía con su verdad a cuestas.
Santos Domínguez