6/2/19

Juan Eduardo Zúñiga. Fábulas irónicas


Juan Eduardo Zúñiga.
Fábulas irónicas.
Ilustraciones de Fernando Vicente.
Nórdica. Madrid, 2019.

Veloces pasan los años y a nuestra espalda dejan infinidad de hechos, de personas valiosas o despreciables, extremas en el odio, en el amor o en la ambición, que hoy juzgamos desde el distanciamiento que permite una mirada irónica.

Así comienza el espléndido texto con el que Juan Eduardo Zúñiga abre sus Fábulas irónicas, publicadas por Nórdica en una edición magníficamente ilustrada por Fernando Vicente, uno de esos libros que, en palabras de Diego Moreno, justifican el trabajo de un editor.

Estas diez Fábulas irónicas son una reivindicación de la palabra, la escritura y la memoria, como explica Zúñiga en ese texto inicial: 

Hace varios siglos, un monarca, acosado por las críticas del pueblo ante la brutalidad de su reinado, mandó destruir las frágiles tablillas de barro que le acusaban y también todos los materiales que servían para escribir. Pero no contaba con la gran dureza de la piedra que cubría los muros de casas y palacios, durante siglos se conservaría grabada la historia de aquel reinado. Y así nosotros hemos seguido escribiendo en las paredes. 

Reivindicación de la memoria y elogio del olvido, porque -escribe Zúñiga- los antiguos soñaron con el río Leteo, que tenía el don de lavar la memoria; ¿para qué acumular un archivo infinito de sufrimientos que nos sujeta a un pasado merecedor del olvido? Pero ¿no es también la memoria parte de nuestra existencia?

En estos diez relatos breves Zúñiga vuelve a demostrar su gusto por narrar y su capacidad para sintetizar el realismo y el simbolismo con admirable pulso narrativo y un sutil humor crítico. 

Se unen así la crónica histórica y la ficción imaginativa, el presente y el pasado en torno a distintos argumentos en torno al poder y la violencia: la crueldad de las diversiones cortesanas de la zarina Ana en la Rusia del XVIII; la ceguera colectiva de cientos de prisioneros búlgaros decretada en el siglo X por un despótico emperador bizantino para evitar testigos de sus abusos; la desobediencia irreductible y resistente de la zarina Catalina I de Rusia; la conservación de la memoria con la escritura frente a un brutal emperador asirio y el imborrable archivo escrito en ladrillos de sus horrores; la huelga de hambre de un historiador contra el silencio impuesto por la tiranía censora de Nerón; las peripecias alimenticias y fecales de un cortesano estilita de Constantinopla, aspirante fracasado a ser un ejemplo sublime para sus conciudadanos; Arquímedes y la responsabilidad social del intelectual o la ejecución de la venganza como ejercicio de justicia.

Aunque no en todos, en muchos de estos textos la estructura es similar: hay una breve parte introductoria que fija el sentido de cada relato, una zona central que es la más importante desde el punto de vista narrativo porque contiene el cuerpo del relato, y una reflexión final en donde aparece la vocación didáctica y el sentido moral de las fábulas.

Es en ese último momento cuando el contenido simbólico de la fábula desborda los límites del pasado para proyectarse en el espejo del presente.

Una joya en todos los sentidos: editorial, plástico y literario. Una muestra final: el último párrafo de la última fábula, Venenos e idiomas, centrado en la figura de Mitrídates IV, rey del Asia Menor y del Cáucaso, políglota e inmune a los venenos:

En las lejanas fronteras del pasado vemos al rey Mitrídates marchando a caballo entre sus hombres -quién sabe, armenios, georgianos, chechenos, persas, griegos-, hablando con todos: por su boca habían entrado venenos, pero de su boca salían musicales y poderosas palabras.

Santos Domínguez