José Manuel Benítez Ariza.
Arabesco.
Pre-Textos. Valencia, 2018.
Ahora cierra los ojos. / Has comprendido: es sólo un modo de mirar, escribe José Manuel Benítez Ariza en el poema del que toma título su último libro, Arabesco, que aparece en la colección La Cruz del Sur de Pre-Textos, un conjunto de poemas intensos y sutiles que -además de otras cosas- reflejan eso: un modo de mirar que reordena el mundo y le da sentido a la apariencia caótica de la realidad, su contrapunto armónico. Como en un arabesco.
Porque la mirada reflexiva de Benítez Ariza hacia el paisaje, hacia la memoria o hacia el interior de sí mismo es siempre una mirada de ida y vuelta que acaba proyectando en la naturaleza sus estados de ánimo, como ocurre en Espárragos:
Aunque, más que mirar, lo que aquí importa
es saber esperar: fijar los ojos
como en un fondo de agua en movimiento
y aguardar, en lo verde, el surgimiento
de un matiz diferente de verdor,
más tierno y limpio,
recién nacido para un mundo nuevo.
Y el poeta convoca a los sentidos a partir de esa mirada contemplativa que se convierte en la palanca de la meditación, teñida a veces de melancolía y a veces de esperanza, a veces de desolación y a veces en expectativa de la revelación o la alegría.
Con su acostumbrada sobriedad expresiva y su tono cercano, la poesía de Benítez Ariza es la de la palabra susurrada en la emoción contenida, la de la confidencia en voz baja al lector o a sí mismo, la de la mirada interior de quien cierra los ojos para ver más claro en medio de lo confuso o para evocar con más nitidez colores, olores o sonidos en un espacio intermedio entre lo exterior y lo interior.
Escribe en Jazmines:
Tiene la noche oscuridad de pozo,
negrura de pizarra, opacidad primaria de cristales ahumados.
Y hay algo que interroga y no encuentra respuesta,
un tanteo en lo oscuro más allá de las voces,
en el espacio abierto que media entre la propia
respiración y los lejanos
ladridos de los perros.
Tienen estos poemas algo de odas elementales en los versos dedicados a los espárragos, los higos o los tomates, que van en su sentido último un poco más allá de su aparente elementalidad; hay un espléndido homenaje a Poe -a cuya poesía en arabesco dedicó su tesis doctoral- en una recreación de El cuervo, y tributos irlandeses a Yeats y a Joyce; una parte central -Cuaderno de campo- con treinta breves textos escritos en una prosa diáfana y depurada en la que se lee esto: “Mi pensamiento es esta huerta”, pero hay sobre todo una voz vertebral que, de Cádiz a Dublín, del campo a la ciudad o del mar a la sierra, recorre todo el libro con una tonalidad intimista y una mirada delicada como la de ese pintor que
Para pintar el mar ha tenido primero que aprender a mirar el mar.
Y aprender, sobre todo, a verse en él.
Es la mirada de quien
en las aguas tranquilas de un espejo ha visto un mar que no es el mar.
Un mar que mira a quien le mira.
La mirada hecha de sentimiento del tiempo y del paisaje que sostiene una poesía que fija en el poeta la noción de sí mismo, porque aspira a ver claro en lo oscuro, a reordenar su mundo propio con sus propias palabras y su modo de mirar.
Santos Domínguez