Memorias.
Edición de Andreu Jaume.
Lumen. Barcelona, 2015.
Carlos Barral publicó entre 1975 y 1988 tres entregas -Años de penitencia, Los años sin excusa y Cuando las horas veloces- de unas Memorias que no llegó a reunir en un volumen como el que acaba de publicar Lumen con edición de Andreu Jaume, que explica en el prólogo –“El escritor Carlos Barral”- que esta es la primera “edición unitaria y coherente de la obra, que circulaba con abundantes arbitrariedades y errores de composición” que se han solucionado en esta nueva edición anotada que, además de una selección de fotografías inéditas, incorpora como apéndice los dos capítulos de recuerdos infantiles que Barral dejó sin terminar a su muerte.
Organizadas en las tres partes que antes fueron las tres entregas sucesivas en que fueron apareciendo, son el mejor conjunto memorialistico de la literatura contemporánea en español y están entroncadas con el conjunto de su obra poética. Porque estas son las Memorias de quien -indica Andreu Jaume- "quiso ser, antes que nada, poeta” y se mostró en ellas como “un prosista ambicioso, dueño de un estilo muy particularizado.”
Un estilo heredero del tono de Metropolitano, su primer libro de poesía, que se manifiesta desde las primeras páginas de Años de penitencia con una prosa potente sucesora de aquel libro.
Y porque a la memoria personal de Carlos Barral se superpone muchas veces la memoria civil del ciudadano, sobre el telón de fondo de la realidad política, social y cultural española, su prosa directa y fluida como la de una conversación contienen el testimonio intelectual de su conducta moral -“la inteligencia moral como forma superior del conocimiento" de la que habla Jaume- en el panorama problemático de la España del franquismo, cuarenta años después de la publicación, mutilada por la censura, de Años de penitencia, el primer volumen de memorias que publicó.
Con los años cuarenta como telón de fondo, Años de penitencia surgió como un intento de crónica objetiva. La Barcelona de la primera posguerra, la educación en un colegio de jesuitas, el mar y los amigos –los Goytisolo, los Ferrater, Gil de Biedma- la universidad en la España del franquismo son los ejes de ese primer volumen.
Porque Años de penitencia empezó siendo un proyecto de crónica objetiva e impersonal de su generación para convertirse en algo muy distinto en tono y enfoque: en un relato subjetivo, en una memoria personal en la que se enfocaba el recuerdo, como explica Barral en el Prefacio de la primera edición de Años de penitencia, con una metódica inexactitud. Puesto que se trataba de suscitar una visión general, gran angular, en la que la peripecia del personaje era sólo el punto de vista, no importaba que las dataciones fueran precisas, los recuerdos circunstanciados y exactos, si su ambigüedad no desequilibraba el cuadro general [...] En un cierto aspecto, notas aparte, el libro quisiera alcanzar la dignidad de obra de ficción, por cerca que quede de la crónica y de la reflexión sobre hechos de la historia menuda.
Pero estas Memorias son también la autobiografía de quien, además de poeta, fue un editor decisivo a partir de los años sesenta, cuando modernizó la narrativa española y la abrió el exterior europeo e hispanoamericano. Los años cincuenta y sesenta son la época que aborda Barral en Los años sin excusa, que abordan la memoria del editor que publicó la narrativa más renovadora de la época o creó el Premio Biblioteca Breve, y la mirada del poeta que acude al homenaje a Machado en Colliure en 1959.
Un parecido sentimiento de culpa une los dos tomos, en los que la presencia del mar y la soledad es un constante contrapunto a los ambientes urbanos y a las relaciones sociales:
Es en Calafell, desde ese personaje disfrazado de viejo marinero ahora, de simple marinero y de viejo prematuro hace quince años, que tiene tiempo de jugar al escritor escaso y premioso, al editor institucional de la izquierda literaria, al padre de familia abrumado, es en Calafell donde he ido identificando los temores que tienen que sortear las artes de ser maduro. El miedo físico, a la falta de respuesta del cuerpo, tantas veces presentes en los ejercicios de la mar, el miedo a volverse tonto, a perder imaginación y memoria, tan frecuente en el paseo solitario mascando los versos de un poema inacabado que no quiere continuar, el miedo a la inseguridad, el miedo a enfermar, a verse disminuido y en definitiva el miedo a uno mismo, a no saberse soportar más. El acarreo del miedo, de toda clase de vagos temores confesables, pero que no interesan a nadie, y sobre todo el miedo al desacuerdo definitivo con la propia imagen, es una constante de la conciencia de la madurez. Terminada la juventud se está a merced del miedo, y es natural que el miedo nos asalte principalmente en los paisajes del ocio, en los secretos de las pausas en que somos nuestro propio interlocutor.
Ese párrafo, que cierra Los años sin excusa, anticipa el tono de la tercera entrega, Cuando las horas veloces, la de más altura literaria, que revela a un Barral más nostálgico que ya ha ajustado cuentas con el pasado.
El tiempo y su amenaza, la conciencia del deterioro físico e intelectual, invaden la mirada dolorida de esta última parte, que apareció en 1988, un año antes de su muerte, completa un ciclo memorialístico sin cuya lectura estarían incompleto el conocimiento de la vida cultural y del panorama literario de tres décadas decisivas en la historia española.
Escritas con una prosa de alta calidad, estas Memorias resumen un balance agridulce de daños y de gozos, desde la sordidez de la posguerra al vitalismo rebelde de los años universitarios a la vejez y el acecho de la desmemoria al final de Cuando las horas veloces:
¿Desde dónde fundaré ahora la nueva memoria? ¿O cómo haré para seguir siendo el mismo y para seguir con los viejos propósitos y los nuevos proyectos? ¿Cuándo y dónde se me ocurrirá lo que debo anotar y dónde garabatearé espacios diarios? Aquí seguramente, pero en medio de un vacío a menudo aterrador, de un universo frío que traspasa el calor de los afectos cercanos. Debe de ser eso el envejecimiento y la desmemoria.
Santos Domínguez