Fernando Marías.
La isla del padre.
Premio Biblioteca Breve.
Seix Barral. Barcelona, 2015.
La isla del padre, la novela con la que Fernando Marías obtuvo hace pocos meses el último Premio Biblioteca Breve, tiene su génesis exacta el día 3 de junio de 2013, cuando muere Leonardo Marias.
Aquella última palabra que no pudo pronunciar el padre en sus últimos momentos es el origen de esta novela que empieza a escribirse en el momento justo del tránsito, desde el silencio y la inmovilidad de ese trance irrepetible para "tirar junto a mi padre muerto del hilo invisible de una palabra jamás pronunciada: eso es este libro."
La isla del padre es un texto escrito a borbotones, y se leería a borbotones si no fuera porque su intensidad emocional obliga al lector a detenerse para tomar aire. Un libro imprevisto que se impone a su autor con la fuerza de esa memoria que vuela "victoriosa sobre el olvido y sobre la muerte." Una obra que convierte el trauma en literatura y la muerte en vida, una investigación emocional en el miedo mutuo, porque La isla del padre trata "del miedo mutuo que desde el primer momento nos tuvimos mi padre y yo y de cómo logramos superarlo."
Esa exploración en la niebla del pasado y en la figura del padre, que desde algún lugar del sueño le seguirá dando ánimos, tiene unos referentes que sirven de asidero a la memoria y de hilos conductores de la novela: el monte Pagasarri y un árbol que hay a la bajada, el buque Aurora o un día llamado temblores.
Porque este es un libro en el que la memoria aluvional del tiempo es también la memoria del espacio, un mapa privado que recorren libros y películas, fotografías y paisajes familiares con los que la biografía del padre se transforma poco a poco en la autobiografía del hijo, que -como aquel personaje de Borges- acaba comprendiendo que"ese paciente laberinto de lineas traza la imagen de su cara."
Por eso, incluso cuando se intenta resumir con frialdad distante en un párrafo la vida del padre, irrumpe, con la fuerza de la emoción contenida, el yo:
"Leonardo Marías Barreras nació en Carranza, valle de Vizcaya, el 9 de noviembre de 1919. Hijo de una familia muy humilde que se trasladó pronto a Bilbao, al comienzo de la guerra civil, a los dieciséis años, se presentó voluntario para luchar por la República. Tras la caída de Bilbao fue capturado y enrolado a la fuerza en el ejército de Franco, después de que un suceso extraordinario le salvara de ser fusilado. Acabó la guerra en Madrid, y allí se quedó unos años, hasta que regresó a Bilbao y, tras enormes esfuerzos, logró el sueño de convertirse en marino mercante, lo que le permitió realizar largos viajes por todo el mundo. Conoció a la que sería su mujer, Teresa Amondo Gautier, alrededor de 1952. Se casaron en 1957 y tuvieron tres hijos, Fernando, Ana y Luis, y tres nietos, Irene, Elena y Jon. Leonardo Marias Barreras murió el 3 de junio de 2013, sobre las ocho de la mañana. Yo lo vi expirar."
Porque, escribe Fernando Marías, "concretar en un puñado de líneas lo que sabemos de las personas que amamos es un interesante ejercicio de escritura, pero también, y ante todo, un involuntario autorretrato. Las palabras que elijo para contar quién fue mi padre cuentan en realidad quién soy yo."
"¿Quién es ese hombre?", la pregunta que hizo un niño desorientado que no conocía a su padre a la vuelta de un viaje, regresa desde el pasado para que ese niño, ya adulto, repita la pregunta para interrogarse ahora por sí mismo.
Pero este es también un libro que atraviesan trenes y por el que navegan barcos. Barcos y trenes reales que acaban tomando una dimensión simbólica como metáforas de la vida -la vida navegable del padre y de la autobiografía del hijo a bordo de los trenes que recorren la línea Bilbao-Madrid, que traen a la memoria del lector dos versos inolvidables de Carlos Murciano: "somos trenes oscuros que avanzan en la noche / hacia un túnel que tiene cegada la salida."
Pero este es también un libro que atraviesan trenes y por el que navegan barcos. Barcos y trenes reales que acaban tomando una dimensión simbólica como metáforas de la vida -la vida navegable del padre y de la autobiografía del hijo a bordo de los trenes que recorren la línea Bilbao-Madrid, que traen a la memoria del lector dos versos inolvidables de Carlos Murciano: "somos trenes oscuros que avanzan en la noche / hacia un túnel que tiene cegada la salida."
"¿No será la memoria una novela?", se pregunta Marías mientras reconstruye o reinventa en su relato, desde la alacena de los recuerdos, esas travesías unidas por tiempos y espacios compartidos, por emociones y situaciones que acercan esos dos viajes que en algún momento estuvieron al borde del naufragio: uno real -el del padre-, otro -el del hijo- en otros mares, metafóricos pero igual de destructivos.
Cuando leía este libro recordaba insistentemente la frase que Cela puso al frente de su Oficio de tinieblas 5: "naturalmente, esto no es una novela, sino la purga de mi corazón." Esa declaración, que podría servir para una buena parte de la literatura que se ha escrito desde el Poema de Gilgamesh hasta hoy, resume el tono y el sentido de La isla del padre, que pese a lo que pueda sugerir en un principio su título, es también una confirmación de aquella memorable frase de John Donne, que nos enseñó que ningún hombre es una isla.
"Contar es cerrar puertas", afirma Marías. Es una variante de otra idea similar: la de que quien escribe es el que apaga la luz. Es la idea de la literatura como ajuste de cuentas consigo mismo y con los demás, con la realidad y con el pasado.
"Contar es cerrar puertas", sí. "Excepto cuando contar es abrir", se rectifica a sí mismo para cerrar la obra, porque entonces la literatura ha cumplido su función consoladora, ha cerrado un círculo con serenidad y ha restaurado el orden a la realidad y a la memoria.
"Los recuerdos son como los libros. Solo importan los que permanecen", había escrito en la primera línea de este libro que permanecerá en el recuerdo de los lectores por su intensidad y por la calidad de página de fragmentos como este:
"Si el pasado y el presente librasen una guerra figurada, este tren de mi vida sería territorio neutral, la embajada sin bandera donde un fugitivo que huyese del Gran Reloj podría hallar refugio: quiero ver serenos jardines en esta acogedora sede diplomática, árboles con armónico piar de pájaros en las ramas mecidas por una brisa imaginaria mientras, al otro lado de los muros, aguardan ávidos y armados hasta los dientes los implacables instantes carnívoros."
Santos Domínguez