5/1/08

Un día de cólera


Arturo Pérez Reverte.
Un día de cólera.
Alfaguara. Madrid, 2007.

Como un día de cólera, no como un movimiento patriótico, presenta Pérez Reverte la explosión popular del 2 de mayo de 1808 que fue el inicio de la Guerra de la Independencia. Galdós lo contó de manera inolvidable y esta novela vuelve a narrar con tono documental aquellos hechos desde dentro, desde el punto de vista de quienes agitaron la calles de Madrid aquel día vergonzoso y fascinante.

Ahora aquellas caras anónimas que pintó Goya en sus lienzos y sus grabados tienen no sólo los nombres recogidos en documentos y partes de bajas, sino una vida individual, un pasado no siempre ejemplar y razones viscerales o depredadoras para echarse a la calle a matar franceses.

Escrita en tono de documental distante y contada desde dentro por un narrador imparcial curtido como reportero de guerra antes que como novelista, Un día de cólera (Alfaguara) arrastra al lector con la vorágine furiosa de una masa que le lleva de un lado a otro de aquel Madrid amotinado con ritmo de galopes y persecuciones.

Más que de una novela, se trata de un reportaje que sigue casi al minuto, desde las siete de la mañana, los acontecimientos de un 2 de mayo goyesco y bronco, de aquella espiral de violencia que Pérez Reverte reconstruye de forma detallada y verosímil y con información de primera mano.

Entre la Puerta del Sol y la de Toledo, entre Puerta Cerrada y el parque de artillería de Monteleón, con los capitanes Daoiz y Velarde, que crecen en la novela a medida que sus resistencia es más inútil, se trazó aquella jornada una topografía radial de la furia que se puede seguir al detalle con el plano que incorpora el libro.

Como en El pintor de batallas, en Un día de cólera Pérez Reverte explica un cuadro. O varios: La carga de los mamelucos, Los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del Príncipe Pío o Malasaña y su hija, que se ha utilizado como motivo de cubierta.

Un día de cólera es una novela muy visual, una novela que se lee y se ve, pero que también se oye: suenan en ella las voces de los amotinados, las descargas de la fusilería, los relinchos de los caballos, el ruido que hacen las navajas de dos palmos y siete muelles al abrirse, o el trote de los escuadrones franceses. Y luego el silencio posterior a las matanzas.

El caos de aquella masa en movimiento desordenado, el humo de las descargas, los gritos de los atacantes y los heridos, la sangre y el griterío de la manolería por las calles de Madrid son los sonidos y las imágenes del furor desatado el dos de mayo. Y es que para reflejar aquel estallido de violencia y brutalidad no bastan las palabras, ni las descripciones visuales o la sonoridad de las onomatopeyas, sino una conjunción de todos esos factores en un relato que va del individuo al grupo y de los interiores de palacios o cuarteles a los espacios abiertos de las plazas y los callejones.

No fueron muchos los que protagonizaron aquel día de cólera, no se levantó la nación en armas: fue un motín callejero, un estallido de ira española que duró un día y luego se manipuló como símbolo patriótico. Lo llamativo es que aquella algarada tuviera consecuencias tan duraderas en la historia de España y secuelas dolorosas para ilustrados como Moratín, Blanco White o Goya, que siguieron horrorizados los excesos de ambos bandos y tuvieron que elegir entre el progreso que significaban las ideas francesas y la vuelta al oscurantismo reaccionario y clerical que se agazapaba detrás de la chusma de menestrales alzados en armas.

Las consecuencias, aún hoy, doscientos años después de aquel desgraciado día de cólera, siguen siendo visibles. Las dos Españas, la de la cólera y la de la idea, también:

José Blanco White es hombre atormentado, y a partir de hoy lo será más. Hasta hace poco, mientras las tropas francesas se aproximaban a Madrid, llegó a imaginar, como otros de ideas afines, una dulce liberación de las cadenas con las que una monarquía corrupta y una Iglesia todopoderosa maniatan al pueblo supersticioso e ignorante. Hoy ese sueño se desvanece y Blanco White no sabe qué temer más de las fuerzas que ha visto chocar en las calles: las bayonetas napoleónicas o el cerril fanatismo de sus compatriotas. El sevillano sabe que Francia tiene entre sus partidarios algunos de los más capaces e ilustres españoles, y que sólo la rancia educación de las clases media y alta, su necia indolencia y su desinterés por la cosa pública, impiden a éstas abrazar la causa de quien pretende borrar del mapa a los reyes viejos y a su turbio hijo Fernando. Sin embargo, en un Madrid desgarrado por la barbarie de unos y otros, la fina inteligencia de Blanco White sospecha que una oportunidad histórica acaba de perderse entre el fragor de las descargas francesas y los navajazos del pueblo inculto. Él mismo, hombre lúcido, ilustrado, más anglófilo que francófilo, en todo caso partidario de la razón libre y el progreso, se debate entre dos sentimientos que serán el drama amargo de su generación: unirse a los enemigos del papa, de la Inquisición y de la familia real más vil y despreciable de Europa, o seguir la simple y recta línea de conducta que, dejando aparte lo demás, permite a un hombre honrado elegir entre un ejército extranjero y sus compatriotas naturales.

Santos Domínguez