26/1/08

Santuario de Edith Wharton


Edith Wharton.
Santuario.

Traducción de Pilar Adón.

Introducción de Marta Sanz.
Impedimenta. Madrid, 2007.

Fue amiga de Henry James, pero renegó de que la identificasen con la literatura de aquel inglés nacido en Boston. A pesar del comprensible enfado de Edith Wharton ante una comparación que parecía rebajarla a la categoría de una secuela epigonal, la relación es más que evidente en La edad de la inocencia o en La casa de la alegría, una novela que escribió a la vez que este Santuario que publica por primera vez en castellano la editorial Impedimenta, con una impecable traducción de Pilar Adón.

La relación va más allá de las tendencias europeístas de ambos o de la común vocación introspectiva. Es una cuestión de tono y de mirada. Y si ese es el rasgo esencial de la literatura de Edith Wharton, transmitir esa mirada es el reto mayor para quien la traduce a otra lengua. Una labor nada fácil, desde luego.

Posiblemente no exista una literatura femenina, ni siquiera una forma femenina de mirar el detalle.
Lo demuestra el propio James, cuyo ejemplo podría utilizarse para negar el argumento o para afirmarlo. Así pues, en el caso de que esa mirada no sea peculiar, habrá que admitir al menos que existe una manera de reflejarla en la obra, de devolvernos la realidad filtrada, si no por la mirada, por la forma de contarla. Una mirada que estaba no sólo en James, sino en Proust o en Azorín, por poner dos ejemplos muy distintos.

Entre esa mirada penetrante que desciende a lo subterráneo y la palabra precisa que transmite el detalle se mueve la literatura de Edith Wharton. En este a ratos inquietante Santuario, una novela corta que no llega a las ciento cincuenta páginas, se agudiza la tensión de su prosa, de concentrada precisión, y la capacidad penetrante de su mirada.

De esas claves habla Marta Sanz en un prólogo en el que aborda la mirada y la construcción de la obra a partir de su primera frase, que deja fijado el tono, marcado el territorio y la distancia narrativa:

Resulta poco frecuente que la juventud se permita una felicidad perfecta.

Como en otras novelas de
Edith Wharton, también aquí, a través de la protagonista, Kathe Orme, la autora está tomando distancia para reescribirse a sí misma y contarnos cosas propias, está reelaborando su biografía e indagando en la conciencia con una fuerza inusual. Por eso, una historia como la que aborda Santuario, que con otra mirada y otra voz no hubiera pasado de ser un folletín barato, es en sus manos alta literatura, llena de sutileza y de hondura psicológica. También en eso la semejanza con Henry James es evidente.

Traigo aquí como cierre la autoridad de Harold Bloom, que escribió a propósito de la literatura de Edith Wharton estas líneas terminantes:

No me gusta lo que Wharton ve ni cómo lo ve, pero me enseña a ver lo que no podría contemplar sin ella. En estos duros años de George W. Bush II, Wharton es una guía privilegiada al advenimiento de una nueva Edad Dorada.
Santos Domínguez