Juan de Mena.
Laberinto de Fortuna.
Edición de Luis Gómez Canseco.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2024.
Al muy prepotente don Juan el segundo,
aquel con quien Júpiter tuvo tal celo
que tanta de parte le fizo del mundo
quanta a sí mesmo se fizo del cielo,
al gran rey de España, al César novelo
al que con Fortuna es bien fortunado,
aquel en quien caben virtud e reinado;
a él, la rodilla fincada por suelo.
Tus casos falaces, Fortuna, cantamos,
estados de gentes que giras e trocas,
tus grandes discordias, tus firmezas pocas,
y los que en tu rueda quejosos fallamos.
Fasta que al tiempo de agora vengamos
de fechos pasados cobdicia mi pluma
e de los presentes fazer breve suma.
Dé fin Apolo, pues nos comenzamos.
La ‘Suprascripción’ y el Argumento contra Fortuna’ son las dos estrofas iniciales de las 297 coplas de ocho versos que componen el Laberinto de Fortuna, el largo y brillante poema narrativo y alegórico de Juan de Mena (1411-1456), con el que culmina el cultismo poético prerrenacentista en Castilla. Un cultismo poético prerrenacentista que se expresa con la solemnidad inimitable de las coplas de arte mayor castellano y con la potencia rítmica del dodecasílabo equilibrado en dos hemistiquios regulares, separados por una cesura muy marcada.
Ese arte mayor castellano llega a su cima con Juan de Mena, el mayor poeta del siglo XV, y con su Laberinto de Fortuna, una de las obras mayores de la literatura medieval castellana, del que acaba de aparecer en Cátedra Letras Hispánicas una edición crítica de Luis Gómez Canseco con una relativa modernización del texto, porque -explica- “he pretendido eliminar tantas barreras lingüísticas y gráficas como me ha sido razonablemente posible para franquear el paso a los lectores del siglo XXI; eso sí, sin alterar la fonología y la morfología de la lengua usada por Juan de Mena y sin renunciar a su característica inestabilidad.”
Es una espléndida edición minuciosamente anotada que se abre con un extenso estudio introductorio sobre la vida y la obra de Juan de Mena, a quien “le llegó la gloria en vida junto con beneficios y caudales que le permitieron gozar de una existencia holgada. Porque la fama póstuma está muy bien, pero no se saborea de igual manera. Esa fama de poeta letrado se construyó con una piedra angular de gran calibre: nada más y nada menos que el Laberinto de Fortuna.”
Esa introducción se completa con una amplia bibliografía y con una orientadora guía para leer el Laberinto de Fortuna según una propuesta que articula el poema en doce secciones.
El eje argumental del poema es el viaje del poeta en el carro de Belona, la diosa que lo rapta y lo lleva a la casa de la Fortuna. Guiado por la Providencia, personificada en una hermosa muchacha que desciende de una nube, el poeta contempla la geografía del mundo y sus diversas partes.
La Providencia le muestra a continuación las tres ruedas de la Fortuna: dos inmóviles, las del pasado y del futuro, y una móvil, que representa el tiempo presente. Cada una de esas tres ruedas contiene siete círculos concéntricos (Diana, Mercurio, Venus, Febo, Marte, Júpiter y Saturno) que responden a la concepción geocéntrica que tenía Ptolomeo del universo.
Habitados por personajes famosos de la antigüedad o cercanos al tiempo de Mena, cada uno de los círculos se relaciona además con virtudes como la castidad, el buen amor, la prudencia, la fortaleza y la justicia, o con vicios como la avaricia, la codicia o la traición.
Cierra el poema una conclusión en la que al amanecer la Providencia, antes de desvanecerse, hace una profecía esperanzadora sobre el reinado de Juan II, al que el poeta insta en la estrofa final a cumplir lo profetizado:
Fazed verdadera la grand Providencia,
mi guïadora en aqueste camino,
la cual vos ministra por mando divino
fuerza, coraje, valor e prudencia,
por que la vuestra real excelencia
haya de moros pujante victoria,
e de los vuestros ansí dulce gloria
que todos vos fagan, señor, reverencia.
Influido por la Divina Comedia, junto con la tradición de los Somnia proféticos y visionarios herederos del ciceroniano Sueño de Escipión y muy marcado por la influencia de Virgilio y Lucano, Mena escribe el Laberinto de Fortuna con un doble propósito: con una evidente voluntad de reforma moral en medio del caótico laberinto que eran la sociedad y la política en la época de Juan II, al que dedica la obra.
Pero con ese poema Mena aspiraba también a crear un lenguaje poético elevado, alejado del nivel conversacional, y a situarlo a la altura literaria del latín en aquella España que ya empezaba a definirse a través de una literatura que alcanzaría su identidad nacional en el Siglo de Oro.
Por cierto, el Laberinto de Fortuna, conocido también con generosa imprecisión como Las Trescientas, fue el único poema medieval castellano admirado y comentado por los humanistas del Renacimiento, que vieron en él la altura de una obra clásica, merecedora de ediciones comentadas como las que hicieron Hernán Núñez de Toledo en 1499 y El Brocense en 1582.
Y su huella sigue presente en la literatura del siglo XX de una manera peculiar: Caballero Bonald reutilizó el título en 1984 para homenajear a Juan de Mena y a su voluntad de crear ese alto lenguaje poético alejado del habla de la calle. Así lo justificaba: “Nada parece impedirme ahora que, a un desnivel de quinientos años, rememore y agradezca todo ese ejemplar esfuerzo de dignificación creadora. Por eso -y por algún motivo más extravagante- titulo este libro como Juan de Mena el suyo”.
Y por aquellos mismos años ochenta el narrador Medardo Fraile tituló también Laberinto de Fortuna su única novela.
En uno de sus episodios más memorables, perteneciente al extenso círculo guerrero de Marte, se evoca la muerte del conde de Niebla en el intento fracasado de asalto a Gibraltar. Un asalto marítimo que el conde lleva a cabo tras desechar los malos augurios con un valor tan personal que parece anticipar la actitud humanista frente a la superstición medieval:
Desplega las velas, pues, ya. ¿Qué tardamos?
E los de los bancos levanten los remos,
a vueltas del viento mejor que perdemos;
Non los agüeros, los fechos sigamos,
pues una empresa tan santa levamos
que más non podría ser otra ninguna;
presuma de vos e de mí la Fortuna
non que nos fuerza, mas que la forzamos.
Santos Domínguez