Edward Gibbon.
Memorias de mi vida.
Edición de Antonio Lastra.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2022.
A los cincuenta y dos años, tras haber completado una obra ardua y lograda, me propongo emplear algunos momentos de mi ocio en revisar las sencillas transacciones de una vida privada y literaria. La verdad, la verdad desnuda y sin rebozo, primera virtud de la historia más seria, debe ser la única recomendación de esta narración personal: el estilo será sencillo y familiar, pero el estilo es la imagen del carácter y el hábito de escribir correctamente puede producir, sin esfuerzo ni propósito, la apariencia del arte y el estudio. Me mueve mi propia diversión, que será mi recompensa, y, aunque estas hojas se comuniquen a algunos amigos discretos e indulgentes, se mantendrán en secreto para la mirada pública hasta que el autor esté fuera del alcance de la crítica o el ridículo.
Con esas líneas comienza Edward Gibbon (1737-1794) el primero de los seis textos autobiográficos que acabaron publicándose como las Memorias de mi vida. Lo escribió entre 1788 y 1789, retirado en Lausana, cuando ya había terminado la redacción de su monumental Historia de la decadencia y caída del Imperio romano.
Entre 1788 y 1793, un año antes de su muerte, Gibbon redactó seis borradores, seis esbozos de unas posibles memorias que no elaboró definitivamente. Fue su amigo y albacea Lord Sheffield, el que recopiló esos seis manuscritos autobiográficos y los publicó en 1796 tras una polémica reconstrucción para lograr una versión compuesta que combinaba los materiales de los seis manuscritos en una obra coherente que se reeditó de esa manera hasta finales del XIX.
A partir de entonces, las ediciones de las memorias de Gibbon, como esta de Antonio Lastra que las publica por primera vez íntegras en español en Letras Universales Cátedra, suelen recurrir a la transcripción de las seis versiones y reescrituras de una obra en marcha que, junto con las Confesiones de Rousseau, inaugura la autobiografía moderna.
Gibbon, una de las mentes más lúcidas y brillantes del siglo XVIII, se planteó estos textos como una obra póstuma, lo que le permitía una franqueza y una libertad de juicio que no hubiera sido posible sin esa condición que aseguraba no sólo su independencia de criterio, sino también sus idas y venidas en torno a estos textos que revelan su carácter, pero también su inseguridad, más que sobre su propia identidad sobre la forma de abordarla.
Y con esa perspectiva independiente y distante aborda de manera irónica su genealogía y la historia de sus antepasados su educación y su crítica de la enseñanza en la Universidad de Oxford, en la que se unían “el fanatismo y la indiferencia”, su conversión al catolicismo y sus lecturas formativas, su estancia en Lausana y su encuentro con Voltaire, sus viajes a Francia e Italia, sus amistades y su carrera política en el Parlamento inglés, el proceso de composición de la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano o el orgullo ante su obra:
“Me disgusta -escribe en Lausana en 1791- la afectación de los hombres de letras, que se quejan de haber renunciado a una sustancia por una sombra y de que su fama (que a veces no es un peso insoportable) ofrece una pobre compensación a la envidia, la censura y la persecución. Mi propia experiencia, al menos, me ha enseñado una lección muy distinta: veinte años felices animados por la labor de mi Historia, cuyo éxito me ha dado un nombre, un rango, un carácter en el mundo, al que no habría tenido derecho de otra manera. La libertad de mis escritos ha provocado, de hecho, a una tribu implacable, pero, como estaba a salvo de los aguijones, pronto me acostumbré al zumbido de los avispones: mis nervios no viven temblorosos y mi temperamento literario está tan felizmente forjado que siento menos el dolor que el placer. La vaga alabanza indiscriminada puede ofender más que anular el orgullo racional de un autor, pero no puede, o no debería, ser indiferente a los testimonios sinceros de la estima pública y privada.”
Cierra el volumen una ‘Continuación’ en la que Lord Sheffield recuerda sus años de relación con Gibbon y sus últimos momentos antes de una muerte serena. No llegó a tiempo de despedirse de su amigo, pero evoca así sus últimos momentos:
A las doce bebió algo de brandy y agua de una tetera y le pidió a su sirviente favorito que se quedara con él. Esas fueron las últimas palabras que pronunció de manera articulada. Conservó hasta el final sus sentidos y, cuando ya no pudo hablar, al haberle hecho su sirviente una pregunta, hizo una señal para mostrar que lo había entendido. Estaba muy tranquilo y no se movía; sus ojos medio cerrados. Hacia la una menos cuarto dejó de respirar.
Santos Domínguez