28/1/22

El portador de resinas


Javier García Cellino.

El portador de resinas.

El sastre de Apollinaire. Madrid, 2021.



SALMO 4


(Plegaria de un hombre solitario) 


Heme aquí sentado en el ojo de la serpiente, cerca del ruido de las madreselvas y del insomnio de los caballos.

Heme aquí urdidor de vértebras atrasadas y el fiel custodio de la orina cuando canta en el desierto.

Fui una fecha gastada por la costumbre, los sueños sin futuro, el temblor de mis piernas en el pecho materno.

Amé la heroica soledad de los muertos, la mansedumbre de la niebla al atardecer y en la extraña alianza del mundo visité el coro de los emperadores ciegos. 

Caminé como ovillo sin lana, mientras el viento sacudía mi vieja cabellera, y en las noches volcánicas me vi arrojado contra una pared de fuego. 

Hubiera querido ser sombra de lepra, país en barbecho, el golpe de una cuchara contra el embravecido mar, 

          mas al cabo nadie aguardaba mis pasos. 

Como si a nuestro alrededor oliera a humo viejo, a humedades silenciosas, a mujeres que pasean su esterilidad por los mercados.


Es uno de los cinco salmos que componen La luz doliente, la cuarta parte de El portador de resinas, el libro que Javier García Cellino publica en El sastre de Apollinaire.


Javier García Cellino (Langreo, 1947) no es un recién llegado, ni uno de esos poetas triviales que crecen como flores tristes al calor artificial de las redes sociales. Es, aunque poco conocido, un admirable poeta de sólida trayectoria avalada por premios como el Juan Ramón Jiménez de 2005 por su Sonata para un abecedario, o el de la Crítica de Asturias en 2018 por Famélica legión. Premios que no están al alcance de cualquiera. Ni siquiera de esos que no se presentan -dicen ellos- a premios que nunca les darían.


Este es un ejemplo de su capacidad poética y de su potente mundo de imágenes, inspiradas aquí por el cuadro de Giorgione que le da título:


La tempestad, 1508


El pavoroso oboe del trueno entretejía un estupor inmemorial al que no era ajeno el derrumbamiento de los corazones.

El viento convertía las sabinas en tumultuosas ramas dinásticas que nos amenazaban con su afilada espada. Una lluvia desposeída de cualquier virtud a nuestros ojos no tardó en anunciarnos su velo nupcial. Era agosto para las cosechas y para el miedo que prolongaba su flor de harina negra en los pechos.

Pasaron muchas horas hasta que retornamos a la duplicada condición humana.

Como corderos al sol o astros que navegan por mandíbulas estrechas, así nos vio aquella tarde el poeta, sobrecogidos en lo alto de las colinas.


Sus textos visionarios y potentes, exigentes y depurados, plantean un ambicioso modo de conocimiento de la realidad a través de poemas en prosa y versículos de tono sapiencial y salmódico, alejados por igual de la excentricidad descerebrada y del prosaísmo inane que tanto abundan en la poesía reciente. 


Este fragmento del poema inicial, Cabeza soñadora, es un ejemplo de esa ambición expresiva:


La carne de los sueños está hecha de un material fibroso. Una fecha equivocada, una falsa identidad, incluso la confusión entre una herida y el frío de los caballos es un sueño al revés.

 

En sus cuatro partes la escultura y la pintura, el cine o la música se convierten en motores de la escritura y la búsqueda, de base contemplativa, mirada meditativa e impulso órfico que transfigura la realidad con felices hallazgos de imágenes como las que vertebran este otro Salmo, el que cierra el libro que toma de él su título: 

 

El excelso vuelo de las aves anuncia una promesa de reencarnación. Aun sin saberlo, ascendemos desde la materia impura hasta las aguas heladas del porvenir. Todo sea por probar un traje nuevo.

Loor a la tierra que tuvo conciencia de sus pasos, al blasón en el que se confundieron los demonios del verbo, a cada uno de los testigos ciegos que ardieron en el pequeño diamante del mundo.

Bayas furiosas nos acompañan durante el largo viaje.

He aquí al portador de resinas que fue rey por un día.

 

Santos Domínguez