Charles Baudelaire.
Un comedor de opio.
Presentación de Cristian Crusat.
Traducción de Carmen Artal.
Firmamento Editores. Cádiz, 2021.
“Mientras escribimos estas líneas,
llega a París la noticia de la muerte de Thomas de Quincey. Con ella
expresamos el deseo de la continuación de este glorioso destino, ahora
bruscamente interrumpido. Digno emulador y amigo de Wordsworth,
Coleridge, Southey, Charles Lamb, Hazlitt y Wilson, deja numerosas obras
[…] No sólo se creó la fama de uno de los espíritus más originales, más
auténticamente humorísticos de la vieja Inglaterra, sino también de uno
de los caracteres más afables, más caritativos que han honrado la
historia de las letras, tal como ingenuamente lo ha escrito en los
Suspiria de profundis, que vamos a analizar a continuación y cuyo título
cobra, en esta dolorosa circunstancia, un acento doblemente
melancólico. De Quincey ha muerto en Edimburgo, a la edad de setenta y
cinco años”, escribía Charles Baudelaire en el texto preliminar de los Hechizos y torturas de un comedor de opio, que publicó en París la Revue contemporaine en dos entregas, el 15 y el 30 de enero de 1860 y que se integraría en mayo como segunda parte de Los paraísos artificiales. Opio y hachís, con su título definitivo, Un comedor de opio.
Lo recupera ahora Firmamento Editores
en un volumen que llega hoy a las librerías con una brillante
traducción de Carmen Artal y un prólogo ('La traducción como patología')
en el que Cristian Crusat señala que “si las Confesiones de un opiófago inglés
(1821) de Thomas de Quincey marcan el comienzo de la tradición de la
literatura drogada, Un comedor de opio (1860) de Charles Baudelaire
marca el comienzo del sentimiento del horror de la vida” y “puede
definirse como uno de los planetas interiores que orbitan alrededor de
la estrella mayor del universo drogado: las Confesiones de un opiófago
inglés.”
Además de una traducción parcial comentada de las Confesiones de un opiófago inglés y de los cuadros poéticos y ensueños de su complementario Suspiria de profundis, su segunda parte, de 1845, Un comedor de opio es una peculiar biografía de Thomas de Quincey y una vía de entrada en el mundo baudeleriano de Los paraísos artificiales, que
proyecta aquí con magnífica prosa su propia imagen de oscuro intérprete
en una labor de reescritura creativa para elaborar lo que Crusat define
en su prólogo como “una teoría del placer”.
Reescritura
creativa y selectiva que reduce el original traducido -que se reproduce
en cursivas- a la mitad y lo dota de una nueva intensidad con su
enfoque analítico, con su conexión con la biografía de De Quincey y con
su crítica de la repercusión moral, psíquica y estética del consumo de
alucinógenos: “Debo recordar -escribe en el capítulo de conclusiones-
que el objetivo de este trabajo era el demostrar, con un ejemplo, los
efectos del opio sobre un espíritu meditativo e inclinado al ensueño.”
Así
evoca Baudelaire la primera relación de De Quincey con el opio en sus
'Confesiones preliminares': “No, no fue buscando una voluptuosidad
culpable y perezosa por lo que empezó a servirse del opio, fue
simplemente para suavizar las torturas del estómago nacidas del cruel
hábito del hambre. Estas angustias de hambriento datan de su primera
juventud, y es a los veintiocho años cuando el mal y el remedio aparecen
por primera vez en su vida, tras un periodo bastante largo de
felicidad, de seguridad y bienestar.”
Y
añade en el apartado 'Voluptuosidades del opio' “Tal como dije al
principio, la necesidad de aligerar los dolores de una organización
debilitada por aquellas deplorables aventuras de juventud fue la que
engendró en el autor de estas memorias el uso, primero frecuente, y
después diario, del opio.”
La
exaltación intelectual que provoca el opio, sus efectos crónicos y
sostenidos frente a los del alcohol son manifestaciones de esas
voluptuosidades, que De Quincey experimentó cada sábado entre 1804 y
1812 y a diario desde 1813 para calmar sus insoportables dolores de
estómago, lo que desembocó en el exceso de dosis y en un estado de
melancolía, horror y alucinaciones que resumen las torturas del opio, su
lado oscuro, el castigo de la impotencia intelectual, la confusión del
sueño y la realidad, la angustia del abismo y de las sombras. Un
descenso a los infiernos y una “Ilíada de males” en palabras de De
Quincey.
“Mientras
recorría tantas y tantas veces estas extraordinarias páginas -escribe
Baudelaire en un espléndido pasaje- no podía impedirme divagar sobre las
diferentes metáforas de las que se sirven los poetas para describir al
hombre que ha regresado de las batallas de la vida; es el viejo marinero
con la espalda encorvada, con la cara trabajada por una red
inextricable de arrugas, que acerca al calor del hogar una heroica
armadura escapada de mil aventuras; es el viajero que al anochecer
vuelve la cabeza hacia los campos que ha cruzado por la mañana y que
recuerda, con enternecimiento y tristeza, las mil fantasías de las que
estaba poseído su cerebro mientras atravesaba aquellas regiones, ahora
vaporizadas en horizontes.”
Al final de estas páginas de creciente intensidad expresiva y anímica, esta es la memorable frase que cierra el libro:
Pero
la muerte a la que no consultamos sobre nuestros proyectos y de quien
no podemos solicitar su aquiescencia, la Muerte, que nos permite soñar
con la felicidad y con la fama y que no dice ni sí ni no, sale
bruscamente de su emboscada y barre de un aletazo nuestros planes,
nuestros sueños y las arquitecturas ideales donde abrigamos con el
pensamiento la gloria de nuestros últimos días.
Santos Domínguez