21/4/21

Rüdiger Safranski. Hölderlin


 Rüdiger Safranski.
Hölderlin
o El fuego divino de la poesía.

Traducción de Raúl Gabás.
Tusquets. Barcelona, 2021.

 «Impulsa también a partir el fuego divino, en el día y en la noche. Y así ¡ven!, para que veamos lo abierto», leemos en «Pan y vino», la elegía más hermosa e imponente en lengua alemana.
Apenas lograremos un acercamiento a Hölderlin si no somos sensibles para el fuego divino, comoquiera que se entienda su significación.
¿Qué fuego es ese que arde en la vida y la poesía de Hölderlin? Ahí tenemos la pregunta que aborda este libro.

Así comienza el prólogo a los diecisiete capítulos en los que Rudiger Safranski organiza su monumental biografía de Hölderlin, que publica Tusquets en su colección Tiempo de memoria con traducción de Raúl Gabás.
 
Subtitulada El fuego divino de la poesía, apareció en alemán hace dos años, cuando estaban a punto de conmemorarse los 250 años del nacimiento de Hölderlin (1770-1843), y es un recorrido por la vida y la obra de aquel sacerdote de la poesía desde sus años de formación en el seminario de Tubinga y sus primeros contactos con la filosofía y la poesía, su entusiasmo revolucionario y su desencanto político, su decepción con el presente y su conciencia del fracaso como poeta reconocido, sus años de furia y locura, su reclusión durante casi cuarenta años en una habitación con vistas, en la buhardilla del carpintero Zimmer, y su muerte apacible.

Hölderlin cayó tras llegar a la proximidad de los dioses de la mitología griega, porque en sus poemas siempre aspiró a la altura de lo sagrado, a remontarse desde lo terrenal a lo celeste. Esta biografía es en buena medida una explicación de ese proceso de caída hacia arriba porque, como él mismo había escrito, “se puede caer también en la altura, igual que se puede caer en el abismo.”

De eso hablaba Zimmer en una conversación con el escritor Gustav Kühne: “Lo que tiene de más, eso es lo que le ha vuelto loco. Si se ha vuelto loco no es por falta de espíritu, sino a fuerza de saber. Cuando un vaso está demasiado lleno y se tapa, tiene que estallar. Pues bien, si se recogen los trozos, se ve que todo lo que había dentro se ha esparcido.”

 Por eso concluye Safranski su biografía con estas líneas:

 Puede ser realmente que, tal como Hölderlin decía de sí mismo, ‘recibió de los dioses más de lo que él podía digerir’. Pero es de temer que quienes hemos nacido más tarde hayamos recibido demasiado poco de los dioses, demasiado poco para poder entender al poeta. La noche de los dioses, de la que Hölderlin  hablaba, se da realmente hoy día, y se da aquí en nuestra tierra.
Por eso Hölderlin nos queda lejos. ¿Nos alcanza todavía y lo alcanzamos nosotros a él?
«¡Ven a lo abierto, amigo!»
 
Compañero y amigo de Hegel y Schelling en el seminario de Tubinga, se familiarizó allí con los  problemas filosóficos y la búsqueda del ser desde la perspectiva del idealismo a través de la lectura dd Platón, Kant y Spinoza, de quien aprendió una mirada panteísta a la naturaleza. Esas lecturas filosóficas, junto con la influencia decisiva de la poesía de Schiller, elevaron el tono de su escritura y le proporcionaron el apoyo ideológico, al que sumaría luego en Jena la fascinación por la teoría del conocimiento y la conciencia de Fichte, que sustenta algunos de sus himnos.

Desde esos principios, su figura trágica y solitaria es el ejemplo de quien construye un proyecto de vida al servicio de la poesía. Un proyecto “excéntrico” que plasmó en Hiperión, su novela reflexiva y lírica. Con ese sostenido ímpetu y esa concepción sagrada de la creación, alimentada por el fuego divino de la poesía, pasó a lo largo de su trayectoria vital de la confusión al desamparo, de la furia a la locura.

Esa estrecha vinculación, tan conflictiva a veces, que Hölderlin estableció entre vida y obra permite tender puentes entre la biografía exterior del hombre y los versos del poeta en un recorrido que atraviesa varias etapas: desde la primera, con su adhesión a los ideales revolucionarios que llegaban desde Francia a Tubinga en 1789, hasta la tercera, en la que culmina su obra en el punto más alto cuando en los últimos seis meses de 1800 escribió torrencial e inspiradamente sus grandes odas, las elegías y los himnos en un trayecto vital que lo devolvió a Tubinga después de pasar por Heidelberg, Jena, Nürtingen o Frankfurt, donde desarrolló su segunda etapa de plenitud en torno a Diotima, trasunto poético de Susette Gontard, la joven de veintiséis años, casada y madre del alumno para cuya formación fue contratado como preceptor.

Tras la separación de Susette y la noticia de su muerte se sucedieron los desequilibrios, los ataques de ira y los cantos nocturnos hasta la entrada de Hölderlin en la niebla de la locura y el encierro de siete meses en el manicomio de Tubinga antes de que lo acogiera el ebanista Zimmer en una torre donde vivió treinta y siete años, a orillas del Neckar.

Trece mil días que fueron iguales entre sí, como si fueran uno solo: desde que se levantaba a las tres de la mañana hasta que se acostaba a las siete de la tarde, una sucesión rutinaria de paseos, tecleos en un piano al que le había cortado varias cuerdas y recitaciones extremadas de su propia poesía.

Fue perdiendo la noción del tiempo -pensaba que tenía diecisiete años cuando rondaba los sesenta- y disolviendo su propia identidad –“Yo, señor mío, ya no me llamo Hölderlin. Me llamo Scardanelli”-, abismado en un vacío interior que no le dejaba atender a lo que se le decía y en un doble aislamiento: interno y externo, con el mundo exterior y consigo mismo.

En el irracionalismo radical y transgresor de sus Cantos, que él mismo definió como poemas mayores, aislados y líricos, está reelaborado en su forma definitiva el mundo poético de Hölderlin: las islas y los dioses griegos, los ríos alemanes, los héroes trágicos y épicos. En el espíritu de esos poemas que abarcan la oda y la elegía, en el huésped de las sombras de los Cantos nocturnos o en el júbilo alto y puro de los Cantos patrios brilla la polifonía poética de una obra por la que cruzan la subjetividad exacerbada de Hölderlin, el amor y la mitología, el pensamiento y el impulso visionario.

Precisamente a dos de sus mejores poemas -El archipiélago, “un himno con tonos elegiacos”, y Pan y vino, “una elegía con tonos hímnicos”- dedica Safranski dos espléndidos análisis, quizá las mejores páginas de su ensayo.

Cierra el volumen, como epílogo, un capítulo sobre la recepción de Hölderlin y su legado tras la ignorancia casi completa de sus contemporáneos: desde el descubrimiento de su poesía por los románticos hasta la reivindicación de su figura y su obra en el siglo XX, con la decisiva e iluminadora lectura de Heidegger. Así lo resume Safranski al final de su prólogo:

No llegó a conocer la enorme celebridad que alcanzó, y que comenzó en torno a 1900. Desde entonces Hölderlin no ha desaparecido de la memoria colectiva. Ahora bien, sigue allí como un ‘clásico’, ya casi como una figura mítica. En cualquier caso, queda muy lejos.
Por eso, emprendemos con toda la cautela este intento de aproximación.«¡Ven a lo abierto, amigo!»

Entre el rechazo de los demás y la renuncia propia, entre la lucidez y la locura, entre la incomprensión -a veces fronteriza de la envidia- que sufrió su genio y la voluntad de acercarse a lo sagrado, entre el sentimiento y el pensamiento, entre la meditación y sensibilidad, entre la filosofía y la poesía, Hölderlin había escrito ya versos inmortales como estos: ‘Lo que permanece lo fundan los poetas’ o ‘¿Para qué poetas en tiempos de indigencia?’
 
Santos Domínguez