26/4/21

La jardinería como arte sagrado

 


Jeremy Naydler.
 La jardinería como arte sagrado.
Traducción de Elena Fernández-Renau.
La Fertilidad de la Tierra. Navarra, 2021.

 
“Hoy, para muchos de nosotros, nuestros jardines representan el principal contacto íntimo con la naturaleza en el día a día. El jardín que miramos desde una ventana, el jardín por donde caminamos, donde nos paramos o nos sentamos nos presenta un contraste inmediato de la experiencia de estar en el interior, dentro del refugio y la comodidad de nuestros hogares. En el jardín vemos las plantas vivas creciendo, una miríada de animales (ardillas, pájaros e insectos) ir de un lado a otro, y es el escenario en el que somos testigos de los estados cambiantes de las estaciones y del tiempo atmosférico. La vida sigue en los jardines con bastante independencia de nosotros. En ellos sentimos el poder creativo de la naturaleza, al que también debemos nuestra existencia”, escribe Jeremy Naydler en la introducción de La jardinería como arte sagrado, un espléndido libro editado por la editorial navarra La Fertilidad de la Tierra con traducción de Elena Fernández-Renau y profusamente ilustrado con magníficas imágenes.
 
Jardinero en Oxford, filósofo e historiador de la cultura, Jeremy Naydler, que publicó recientemente en España El templo del cosmos. La experiencia de lo sagrado en el antiguo Egipto (Atalanta, 2018), aborda en este volumen una historia cultural del jardín con el convencimiento de que “cualquier jardín, antiguo, medieval o moderno es una expresión de una intención, que puede concebirse de forma clara o difusa, y de igual modo llevarse a cabo de forma más o menos perfecta.” 
 
Con esa premisa, Naydler propone un recorrido histórico por los jardines, desde el antiguo Egipto, en donde ese espacio de naturaleza domesticada surge en el recinto sagrado de los templos alrededor de un estanque rectangular en el que crecen lotos rodeados de papiros, sicomoros y vides, hasta la luz orientadora de Monet, la concepción artística de la jardinería en Coleridge o la musa de la poesía pura que se le aparece a William Blake en su jardín.

Si las plantas y el agua tenían en los jardines egipcios un significado simbólico que remitía al jardín paradisíaco y eran “la manifestación vegetal de un dios o una diosa” y el jardín sagrado era el lugar de unión de lo humano y lo divino, en Grecia ya no hay jardines en los templos, sino templos en espacios naturales sagrados y consagrados a las distintas divinidades.

Los romanos dieron un paso más y los secularizaron, de manera que la naturaleza silvestre perdió gran parte de su función simbólica y fue sometida a una serie de intervenciones para controlarla y domesticarla en jardines diseñados con arreglo a los principios de la racionalidad, el orden y la técnica.

El jardín islámico, reflejo del paraíso, que tiene como centro el agua de los estanques y las fuentes como centro, recuperó el simbolismo espiritual y religioso en su geometría sagrada de árboles, setos y flores y se convirtió en un lugar de contemplación y soledad, mientras que el hortus conclusus cristiano responde al arquetipo del jardín edénico o del jardín de amor y a la simbología moral de las plantas y las flores como metáforas de los atributos de lo sagrado.

El desencantamiento humanista de la naturaleza y su secularización renacentista conecta con la jardinería romana a través del jardín armónico y ordenado linealmente para demostrar la soberanía del hombre sobre la naturaleza con diseños geométricos, estatuas y parterres. De ahí arrancan los pasos posteriores: la concepción del jardín como representación del paisaje en el Barroco y la aparición del paisajismo como recreación de la naturaleza en el siglo XVIII.

En la raíz de esa evolución estaba la necesidad de expresar una nueva relación entre el hombre y la naturaleza, el vínculo con el paisaje como representación del espíritu y el estado de ánimo del que hablaron románticos como Coleridge o la idea del jardín como escenario.

Surge así la vinculación de la jardinería a actividades artísticas relacionadas con el diseño, el cromatismo, la composición, la geometría o los volúmenes, una vinculación explícita en la figura de la pintora-jardinera Gertrude Jekyll, que “nos insta a observar de verdad las plantas. La jardinería se convierte en un tipo de formación sobre cómo convertirnos en instrumentos aún más sensibles, capaces de apreciar las cualidades más sutiles de las plantas. En ella esta facultad no estaba restringida al sentido de la vista, sino que abarcaba también el olfato, ya que era capaz de nombrar las distintas variedades de rosas con los ojos cerrados, sólo por su aroma. Alcanzaba también el sentido del oído. Por ejemplo, era capaz de distinguir qué árboles tenía cerca sólo por el sonido del viento en sus hojas, y escribió sobre las distintas voces del abedul, del roble y del castaño.”

O en su coetáneo William Robinson, “padre del jardín floral inglés”, el otro gran impulsor del jardín moderno y de la jardinería como arte, “el primer jardinero moderno que expresó la idea de que el arte de la jardinería tiene una dimensión sagrada, no sólo estética.”

Su contemporáneo Claude Monet, pintor impresionista, fue también jardinero y, como Jekyll, representa “la concepción moderna del jardinero como artista o del artista como jardinero”, creador de entornos paisajísticos como el estanque de nenúfares de Giverny, “un jardín-cuadro”, señala Naydler, que concluye su libro con estas líneas:

Mientras que en la antigüedad los dioses se experimentaban directamente de la naturaleza y uno los ignoraba bajo su propio riesgo, hoy nos encontramos ante una situación muy distinta: para la mayoría de la gente los dioses y espíritus de la naturaleza han dejado de estar conectados con la experiencia de la naturaleza. Para relacionarnos de nuevo conscientemente con este mundo invisible tenemos que trabajar por volver a sensibilizarnos con él. Esto se puede lograr mediante un esfuerzo deliberado de reajustarnos a las cualidades espirituales que impregna el mundo sensorial que nos rodea, y al mismo tiempo al implicarnos de forma creativa con esta dimensión más interior y oculta de la naturaleza a través de nuestro jardín. Así abrimos el camino de nuevo a dejar que lo divino regrese a nuestro mundo, y descubrimos que la jardinería tiene la posibilidad de abrir una ventana al espíritu. Y entonces nuestros jardines podrán llegar a sentirse cada vez más como iconos, como mediadores de lo numinoso en la naturaleza. En la medida en que seamos capaces de lograrlo, nuestra jardinería podrá por fin madurar hasta convertirse en un arte sagrado.

Santos Domínguez