31/3/21

Luis Landero. El huerto de Emerson

 

Luis Landero.
El huerto de Emerson.
Tusquets. Barcelona, 2021.

Tengo un cuaderno nuevo y no sé en qué gastarlo. Es invierno, ya ha oscurecido, hace mucho frío y afuera resuena el temporal. Yo me he arrimado a este cuaderno como el mendigo al calorcillo de la lumbre. Por el momento no sé qué escribir, es cierto, pero eso importa poco. Cuando uno no sabe qué escribir, cuando la imaginación flaquea, cuando el alma se apaga y se embrutecen los sentidos, y cuando aun así uno siente la necesidad de escribir, siempre queda la posibilidad de abandonarse a los recuerdos.

Con esas líneas comienza la vendimia de recuerdos, lecturas y ensoñaciones sobre las que se sustenta El huerto de Emerson, la última novela de Luis Landero que publica Tusquets.

Una vendimia de la que forman parte lo vivido, lo soñado y lo leído, porque “siempre he encontrado en mi pasado la chispa de la imaginación para idear personajes e historias que son ajenos ya a mi vida, que son pura invención, y que sin embargo han brotado de la tierra siempre fértil de la memoria.”

Desde ese tiempo inicial de vendimia a los finales días de invierno, sus quince capítulos recuperan el hilo narrativo iniciado con El balcón en invierno, en una nueva incursión en la memoria, la lectura y la imaginación fabuladora que dan coherencia y continuidad a esta autobiografía novelada con el contrapunto de la reflexión sobre la escritura, los recuerdos y el poder de los sueños frente a la vida:
 
Porque el viaje al pasado tiene mucho de mágico, y en sus remotos y azarosos parajes habitan sin duda las sirenas, la tierra de Jauja, El Dorado, la posibilidad cierta del unicornio, y todas las maravillas que existen en lo más hondo de nuestro corazón, pero que se quedaron sin vivir. No otra cosa hace Alonso Quijano sino ir en busca de un tiempo donde —según leyendas autorizadas por el corazón y legitimadas por la nostalgia de su pérdida— hubo prodigios a diario, aventuras sin cuento, sueños realizados, nobles valores que sucumbieron al azote de los malandrines y gigantes, que es tanto como decir de la vulgar e injusta y odiosa realidad. Contra las indigencias de la realidad va don Quijote, y a la busca del tiempo perdido.

Desde esas líneas iniciales el lector asiste desde dentro al proceso de la escritura, al libre fluir de las palabras, de los recuerdos de la infancia (“la edad de los hallazgos perdurables”) y de las invenciones, para comprobar de la mano del narrador que “la memoria, como la imaginación, es un pozo sin fondo” y que “la memoria de lo vivido no se acaba nunca”, aunque “a mí siempre me ha gustado más soñar la vida que vivirla.”

De esa manera, los materiales autobiográficos y la sabiduría narrativa de Landero combinan la memoria y la imaginación, los recuerdos y los sueños, la lectura y la escritura para embrujar al lector y compartir con él el placer de la narración y sus afluentes, del merodeo y la divagación en una narración asentada en la memoria y que se alimenta no sólo de recuerdos reales, sino que se construye con la imaginación y la fantasía, con el asombro y las lecturas: “porque yo soy de los que viven, archivan en la memoria, y luego, al recordar me lo reinvento casi todo.”

Entre el asombro y la ensoñación, la incertidumbre de la escritura y la confianza en la magia de las palabras “que nos sobrevivirán y hablarán por nosotros cuando hayamos muerto”, El huerto de Emerson es también un homenaje a las lecturas que han iluminado la vida de Landero: Kafka y Machado, Conrad y Ferlosio, Adorno y Shopenhauer, Cervantes y Shakespeare, Stendhal y Joyce…, autores que han mantenido encendida la lumbre de las palabras pero que también movilizan con el recuerdo de su lectura la memoria personal del narrador.

Así cuando evoca una de sus lecturas formativas, los Ensayos escogidos de Emerson en la colección Austral, “aquel libro providencial” del que surge el título del libro:
 
Dice Emerson que cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento. Que a todos nos ha tocado en suerte un terrenito en el que laborar. Que es seguro que habrá alrededor terrenos más grandes y fértiles, donde crecen lechugas mejores que las nuestras, pero que nosotros tenemos que cultivar lo nuestro, el huerto que nos tocó en suerte, sin envidiar lo ajeno, conformes y alegres con nuestras lechugas, por pequeñas y pálidas que sean.

Y junto con las lecturas, los recuerdos de la infancia en Alburquerque y la adolescencia en Madrid: la figura de Pache, el campesino existencialista y visionario; los amores lánguidos y vigilados de Florentino y Cipriana; la evocación del secreto de su abuela Frasca; la memoria de los animales mortíferos y sagrados, envueltos en leyendas ancestrales; la pérdida del paraíso de la infancia; una plegaria al señor de la invención y la gramática para que obre el milagro de la escritura; el recuerdo de un gordo desmesurado y flotante o de siniestros personajes entrevistos, inmortales y casi invisibles; la oficina sombría en lo que trabajó en su juventud; la metáfora del viejo marino que regresa a su aldea cargado de noticias y regalos…

Una inolvidable sucesión de tiempos y lugares entrecruzados en la memoria y tamizados por el filtro del recuerdo y de la literatura, porque “yo sólo necesito un poquito de realidad para escribir; lo demás es añadido imaginario.”

Y porque, en definitiva, “es un gusto escribir. Uno se siente como niño con cuaderno nuevo. Un gusto y un vértigo”, afirma un Landero maduro y eficaz, directo y emocionante, que contó parte de estas historias de modo más o menos elíptico en sus novelas o en los textos de Entre líneas, donde el autor aún se escondía tras la figura de su alter ego Manuel Pérez Aguado.

Y al fondo del recuerdo, desde un Lejano Entonces, la nostalgia, la pérdida de un mundo que una vez parecía que era nuestro, Cuando éramos tan guapos:
 
Esto ocurrió en un tiempo y en un país en que muchos de nosotros estábamos enamorados de la vida. ¿Os acordáis?, ¿os lo han contado acaso? Estimábamos a nuestros políticos y confiábamos en ellos. Confiábamos también en los periódicos y en los periodistas, y los admirábamos, y había muchos jóvenes que de mayores querían ser periodistas. Era una época incierta, pero nosotros vivíamos confiados y alegres. Casi podíamos acariciar el futuro como el lomo de un tigre amigo y hasta cómplice. No temíamos por nuestros hijos. Los llevábamos al parque, al zoo, montábamos en el teleférico, en un camello, comíamos helados, vestíamos de cualquier forma, y al otro día madrugábamos y nos íbamos contentos al trabajo. Nos gustaba la vida, nos gustábamos a nosotros mismos, nos sabíamos muchas canciones de memoria y las cantábamos a coro en las sobremesas. Parecía que en el resto de Europa era lunes y que aquí era domingo. Éramos felices, pero no solo por ser jóvenes sino porque todo parecía entonces joven. Las promesas tenían casi tanto valor como las monedas de curso legal. Todo lo viejo había quedado atrás, y todo tenía un aire de novedad y livianía, y no solo nos gustaba disfrutar de la libertad sino que, exagerando su disfrute, representábamos cada día la alegre comedia de la libertad. Y luego, no sé en qué momento, en qué aciaga sucesión de momentos, todo aquel alarde de dicha y de vigor comenzó a convertirse en rutina, en decepción y en impostura. Y nosotros, todos, de pronto nos hicimos feos y empezamos a envejecer y a olvidar las alegres canciones de entonces.


Santos Domínguez